LOS LÍMITES DE NUESTRO CONSERVADURISMO
La semana pasada, la reinauguración del Centro Cultural Recoleta despertó una pequeña polémica doméstica. Los trabajos de “puesta en valor” y adecuación a una nueva función cultural destinada a los jóvenes, incluyeron un mural con estética de cómic realizado por el diseñador Yaia.
Para los puristas, este viejo asilo construido por el jesuita Andrea Bianchi en el siglo XVIII requería una restauración digna de un edificio patrimonial.
Para muchos arquitectos que conocen la historia del Centro Cultural y lo valoran como obra de arquitectura, lo que había que hacer era preservar el proyecto de Clorindo Testa, Jacques Bedel y Luis Benedit, que data de 1979.
Sin embargo, el nuevo proyecto está lejos de cualquiera de los dos reclamos. Su nueva imagen sorprende deliberadamente. Amarillos, rosas y celestes conviven con azules profundos y negros en un festival de formas de historieta que desatiende la retórica original de las molduras, frontis y pilastras clásicas que supo crear Bianchi e inaugurar en 1732.
Durante 250 años, el convento primero, asilo después, fue blanco. Existió un breve período en el que los ornamentos estuvieron pintados de ocre, pero recién cuando se acababan los 70 cambió radicalmente. El intendente de facto de ese momento encaró su reforma.
El trabajo de Testa y compañía fue sorprendente. Con estimulante irreverencia, pintaron el edificio de color borravino, dejaron las ornamentaciones blancas y en los patios internos, ensayaron amarillos intensos para los edificios nuevos y celestes en las terrazas existentes.
Para satisfacción de todos, el Centro Cultural exudaba desparpajo, irreverencia y vanguardismo. Algunas cosas se conservaron, pero muchos muros centenarios sufrieron perforaciones con formas fuera de catálogo.
Es bueno recordar que, en esos tiempos, la saludable corriente proteccionista de hoy no existía ni en su mínima expresión.
Se acusa a la nueva reforma de no respetar a la anterior, la que se hizo hace 40 años. Es decir, se le pide a los nuevos creadores que hagan lo que Testa y compañía no hicieron.
Cada tiempo sostiene sus valores al punto de creerlos sagrados. Sabemos, por ejemplo, que los griegos pintaban sus templos de colores intensos, pero al restaurarlos no repetimos sus costumbres. Nos parece de mal gusto.
El mural del Recoleta es irreverente, no más irreverente que la intervención original de Testa. No menos creativo.«