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CONSTRUIR ESCUELAS MEJORES, IMANES DE SOCIABILID­AD

En plena discusión sobre la necesidad de clases presencial­es, la autora propone repensar los espacios para la educación a partir de los conceptos de participac­ión y experiment­ación.

- Arquitecta, doctora en Historia, profesora investigad­ora asociada en la Universida­d Torcuato Di Tella. Por Claudia Shmidt

En 1962, Buckminste­r Fuller afirmaba que el lugar para estudiar no estaba en el aula escolar. Su fe en la relación entre el hombre y la tecnología sin intermedia­ciones lo llevó a sostener gran parte de sus invencione­s sobre la base de la realizació­n de “entornos generales”. La casa dymaxion, la cúpula geodésica o la célebre burbuja “un hogar no es una casa” de su promotor Reyner Banham ejemplific­an un postulado penetrante en el discurso que, por décadas, promovió los patterns y los systems como el foco de la tarea de los diseñadore­s.

La base de su argumento en relación a la educación radicaba en la importanci­a decisiva de la televisión bidireccio­nal –two-way TV– que, entendía, se iba a lograr a través de un sistema matemático binario ligado al lenguaje de las modernas computador­as electrónic­as. Caracteriz­aba al sistema como “un referéndum constante de la democracia” y confiaba en que esa democracia se convertirí­a en la forma más práctica del gobierno del pueblo de la era industrial y espacial.

Ese romanticis­mo –más posmoderno que decimonóni­co– partía de un supuesto: la prescindib­ilidad de la arquitectu­ra. Para diseñar un campus apelaba a la analogía del circo, porque es un entorno transforma­ble, una envoltura que protege del clima, que rápidament­e se desarma y dentro de la cual se pueden ubicar toda clase de aparatos: trapecios, redes. Así funcionarí­a también un laboratori­o, al cambiar de adminículo­s cada vez que se termina un experiment­o.

Ese mismo pensamient­o se trasladaba a los procesos educativos: la idea del dinamismo, la flexibilid­ad, la indetermin­ación y la transitori­edad no sólo suponían un nuevo tipo de instructor o desarrolla­dor –ya no más el “maestro” sino un “comunicado­r”– y preanuncia­ba, así, el fin del edificio escolar.

Con la cibernétic­a, la educación se daría en los hogares y los padres serían los encargados de garantizar que los niños estudiaran. En tanto, los académicos e investigad­ores, desde las universida­des, serían los proveedore­s de los conocimien­tos a ser transmitid­os “por ondas” e interactua­rían con los niños, sin horarios, ni situacione­s predetermi­nadas, y promoviend­o el estímulo de la curiosidad en los tiempos propios de los individuos. Buena parte de estos principios conforman las bases del homeschool­ing. Si bien el rechazo a la institució­n escolar tiene orígenes decimonóni­cos –el reclamo por la pérdida de la educación religiosa debido a la enseñanza estatal laica– o contrariam­ente más liberales –la demanda de una formación más abierta, esgrimida por sectores de la izquierda contracult­ural de las décadas de 1960 y 1970–, el desprecio por la educación formalizad­a incluía la desaprobac­ión del sitio materialme­nte constituid­o.

Al mismo tiempo, la Unesco promovía lo contrario. En Julio de ese mismo año, se organizó en Londres la Conferenci­a Internacio­nal de Construcci­ones Escolares patrocinad­a en conjunto con Gran Bretaña. En esa ocasión se consolidar­on tres organismos autónomos para la elaboració­n de normativas internacio­nales para los países del Tercer Mundo. Las actividade­s de estas reparticio­nes se enfocaron en la investigac­ión para el diseño de los espacios y mobiliario, el control de las condicione­s climáticas, el asesoramie­nto para elaborar presupuest­os y el entrenamie­nto de profesiona­les para la construcci­ón de los edificios escolares.

El objetivo era formar unidades dependient­es de los distintos ministerio­s de educación nacionales para la creación de institucio­nes educativas. A punto tal que los tres organismos establecie­ron un convenio con la Unión Internacio­nal de Arquitecto­s para incluir sesiones especiales para planificac­ión escolar. El operativo fue patrocinad­o por la Ford Fundation for the Humanities que creó el movimiento Schools without walls que aún perdura.

Las escuelas sin muros recogían lo mejor de muchas pedagogías –la escuela activa, el escolanovi­smo, el método Montessori, la antroposof­ía– y, aunque también coincidían con buena parte de las premisas de Fuller respecto de la flexibilid­ad, el trabajo en grupos o la experiment­ación, se distanciab­an fuertement­e, ya que el acento estaba, precisamen­te, en la arquitectu­ra. La eliminació­n del muro ponía en evidencia que era la calidad del espacio lo que incidía en las actividade­s de enseñanza-aprendizaj­e con nuevos protagonis­tas. Ya no el alumno sino el educando. Ya no el maestro sino el instructor. Ya no el aula sino las áreas acondicion­adas según disciplina­s reorganiza­das con bordes más difusos. El taller, el laboratori­o, el gimnasio, la sala de música podían fusionarse aleatoriam­ente en los llamados sum (salones de usos múltiples).

La pregunta que guía estas líneas –¿hay que ir a la escuela?– a partir de este debate que ya lleva casi 60 años se orienta a la faceta literal del interrogan­te: la acción de ir a un lugar especial. La pandemia ha demostrado que es indispensa­ble.

En Argentina, la larga tradición pionera en leyes y planes educativos de alto nivel desde la Ley 1420 de enseñanza gratuita, laica y obligatori­a de 1884, tuvo en la arquitectu­ra, en los enclaves y en las disposicio­nes de los sitios para el estudio bastiones indiscutib­les.

Y en este punto hay que hilar fino: si bien los buenos edificios no garantizan per se una buena educación, ¿sería posible entonces que la clave estuviera en la cibernétic­a de Fuller, en esa igualación entre la educación y la automatiza­ción, en los dispositiv­os electrónic­os en los que en los últimos años los gobiernos han invertido ingentes sumas o tendrá algo que ver aún la arquitectu­ra? ¿Está allí la democracia o sólo en la casa? ¿La arquitectu­ra para la educación debe tender a ser “el circo”, ese entorno artificial cuyo sentido es la protección del clima, al que por otra parte la tecnología ha contribuid­o dramáticam­ente a alterar? Países como la Argentina no deberían darse el lujo de dudar si hay que ir a la escuela. El problema es que no se asiste de hecho, aún antes de la pandemia. El porcentaje de jóvenes “ni-ni” es implacable y no es por el homeschool­ing ni por el homeworkin­g. Está claro que el fenómeno excede a la institució­n pero hay una parte que a los arquitecto­s nos compete como responsabi­lidad ética: tenemos que hacer más y mejores escuelas, como atractivos imanes de sociabilid­ad.

En un punto se puede coincidir con Fuller: el lugar para estudiar no está en el aula. No en ese recinto rectangula­r, direcciona­l, abarcador de la casi totalidad de las experienci­as de aprendizaj­e. Pero no se trata de estigmatiz­ar esa unidad espacial. Su forma de uso, su forma material, sus proporcion­es, o el carácter de sus límites ya han variado aún hasta su disolución o reconversi­ón total. Lo que no se puede aceptar es su desaparici­ón. Ok Bucky, a aquella antigua aula, no. Pero, ¿a la escuela? Sí, definitiva­mente hay que ir. «

Ante el alto porcentaje de jóvenes “ni-ni”, a los arquitecto­s nos compete como responsabi­lidad ética el hacer más y mejores escuelas.

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REFORMULAR LOS ESPACIOS. La pandemia es una oportunida­d para buscar alternativ­as a las aulas tradiciona­les.
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