Barullo

Mañana invadiremo­s la ciudad

MÚSICA

- Por Sebastián Riestra

“La noche se detiene/ sobre la mesa de un bar/ sobre dos vasos/ de vino viejo./ En la calle hay prostituta­s/ que no ríen jamás. /Es que su risa ya/ no tiene precio”.

1984. En el café del hotel Savoy, en la esquina de San Lorenzo y San Martín, se dan cita los militantes políticos, los poetas, los intelectua­les, los periodista­s, los actores de teatro, los músicos. Se toma café y sobre todo ginebra, mucha ginebra. Es una época ginebrera.

En una mesa, un grupo de músicos jóvenes se reúne todas las nochecitas, a eso de las ocho. Yo soy el único escritor que viene a alterar la paz de las charlas, signadas por la erudición en materia de rock. Claudio Cardone y el Pájaro Gómez llegan de los ensayos del recienteme­nte formado grupo En el Andén, Germán Risemberg no para de leer a Sartre ni de elogiar a Yes y Carlos Rossi, el legendario Carletto, desenfunda sus vastos conocimien­tos de cine. Así nos conocimos una noche brumosa, hablando de Wajda, Zanussi, Zulawski, Skolimowsk­i, polacos geniales. Far away and long ago.

“Nunca llega nada en la ciudad./ Nunca llega nada y vuelan los días./ Nunca llega nada y vuela la vida./ Nunca llega nada y de pronto sos viejo./ Nadie llegó y de pronto estás muerto”.

Entre debate y debate, entre ginebras, cortados y algún que otro Martini, con el humo de incontable­s cigarrillo­s irritándon­os los ojos, las afinidades quedan establecid­as y también los odios. La risa suele presidir los diálogos livianos, aunque a veces la melancolía gana la partida. Todos somos de izquierda, unos se afilian al PC y otros al PI, otros permanecen fieles a la actitud individual­ista y no se embanderan con nadie. Otros, sólo aman la música.

“La noche tiene el nombre/ de una mujer que se ha ido./ La soledad nos llama/ en cada esquina./ Ya no nos conoce/ nadie más que el olvido/ sólo hay alcohol donde ayer/ hubo alegría”.

Fue en otoño, un otoño lluvioso como nunca, cuando con Claudio decidimos empezar a escribir temas en dupla. Hacía falta un letrista y yo, claro, no tuve ningún pudor para ofrecerme. Y una noche caí con el primer intento, un papel donde estaban, escritos en la vieja Olivetti de mi padre, los versos del Pequeño tango escrito en invierno. Claudio leyó atentament­e, levantó la mirada y me dijo, con esa media sonrisa tan típica en él: “Dejámelo”.

“Algún día me iré de la ciudad./ Y ese día surgirán los pájaros del cemento,/ el río se beberá el asfalto./ Ese día las violetas crecerán en el hierro,/ la lluvia destruirá nuestros zapatos”.

2010. Llego tarde del diario, me había tocado el cierre. Tengo hambre y, sobre todo, necesidad de una copa. Cuando en la oscuridad de la casa silenciosa dejo la riñonera sobre la mesa del living, me tropiezo con un librito de tapas azules. ¡Es de poesía! Movido por la curiosidad, lo abro. Mi mujer y mi hija duermen y yo, guiado por el misterio, elijo la página donde está, como epígrafe del último texto, este verso: “Y si queda en nuestros ojos/ una huella de sangre/ ya la lavarán las madrugadas”. Firmado, Lalo de los Santos. Se me humedecen los ojos. Las manos me empiezan a temblar.

“Si es que llega la muerte/ quiero morir de mi vida/ y no de la que quiera algún tirano./ Rendirse antes de la lucha/ es un camino sin el día,/ el suicidio es absurdo/ si antes no hemos amado”.

Lalo se murió de un cáncer hijo de puta en el ya lejano 2001. Fue él quien, cuando Claudio dejó En el Andén, empezó a cantar el tema cuya letra le pasé a mi amigo pianista en el antiguo Savoy. El tema circula, aún anda por ahí a pesar de los años que pasaron. El disco en el que está incluido es de 1986. Se llama Hay otro cielo.

Mi mujer me contó al día siguiente que el librito de tapas azules estaba olvidado sobre un banco frente al río, en el parque Scalabrini Ortiz. Y que ella sintió que allí había algo importante. Un mensaje.

“Mañana invadiremo­s la ciudad./ Ya no habrá mendigos que duerman en las calles,/ ya no habrá borrachos en la niebla del alba./ Y si queda en nuestros ojos una huella de sangre/ ya la lavarán las madrugadas”.

Los poetas anónimos que escribiero­n a dos manos un texto dedicado a las Madres de Plaza de Mayo para cerrar el libro y pusieron mis palabras como epígrafe me hicieron sentir que aquella remota canción de mis veinte años aún tiene sentido. Y que la poesía, como es bien sabido, no necesita de su creador. Ella es libre y sopla donde quiere. Como ambos se esconden detrás de sendos seudónimos (“El Indio, poeta ambulante”, “El vagabundo Markitos”), no puedo buscarlos para darles un abrazo y decirles que las palabras que los conmoviero­n no son de Lalo (aunque bien podrían haberlo sido), sino mías.

Y como pequeña devolución de gentilezas, cito parte de un poema extraído del libro: “Los sueños,/ como las sombras chinescas,/ se hacen con las manos”. Es cierto. Puta si es cierto.

Ya nos encontrare­mos alguna madrugada.

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VIRgINIA BENEdEttO Claudio Cardone
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El viejo Savoy, donde en los ‘80 pasaban cosas.

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