Barullo

lEIlA GuERRIERo

Es una de las grandes cronistas de la lengua española. Lectora y viajera incesante, deja en claro su amor sin fronteras por el oficio periodísti­co, pero al mismo tiempo le dice a Barullo: “Si a mí me largás en un diario a escribir noticias, lo fundo en do

- Por Alejandra Rey Foto: Pablo José Rey

es una de las mejores cronistas de Latinoamér­ica. Sus perfiles de personajes son extraordin­arios. Entrevista exclusiva para Barullo.

De momento, Leila está experiment­ando con el risotto. Bah, con los arroces en general. Suele agregarle camarones, hongos e ingredient­es de su cosecha y Diego, su pareja desde hace 24 años, prueba y alienta. A ella leer, correr y cocinar, “en ese orden”, son las cosas que más le importan. Y escribir, claro, sin lo que se siente sola, abandonada, culpable, desdichada.

Ahora, por ejemplo, explora la filosofía, interés que resurgió en Colombia, cuando descubrió a Giorgio Agamben —“filósofo romano, muy difícil, al menos en El fuego y el relato, donde aborda, entre otros temas, el acto creativo”— y a Chul-han —“un coreano que, en La sociedad del cansancio, se vuelca al síndrome de burnout, de una sociedad en la cual todos llegamos a ser amos y esclavos”— y no puede parar de leer.

Nunca para de leer.

Leila ganó premios, es jurado de varios certámenes, escribe para El País, edita la revista Gatopardo de México, cura la colección Mirada Crónica de Tusquets pero, antes que nada, se asume como periodista.

Y lo dice.

Y le encanta.

“Cuando uno trabaja en esta profesión —explica— cualquier cosa que te haga afilar la mirada sirve muchísimo. De momento, creo que el periodismo ha caído en una cosa inocente, cándida, porque la mayoría de los colegas lee los diarios y piensa que así va a obtener todas las herramient­as para poder escribir. Para mí es un error y creo que incursiona­r en otras narrativas te hace tener miradas más afiladas. Hay laxitud en la profesión, ya no se buscan todas las fuentes, no se chequea todo como antes, no se anda la calle…

—…y ha crecido el periodismo militante, que antes era más solapado.

—Sí, es verdad. Para mí, el lugar de la militancia es la obediencia y el del periodismo es la duda, y son incompatib­les.

A los 52 años, esta bella mujer descendien­te de alemanes, italianos y árabes, nacida y criada en Junín, sin hijos por elección y viajera constante — tiene una agenda de quince salidas de acá a fin de año—, cuenta que le gusta mucho la novela como género y que ahora nomás tiene en su mesa de luz Apegos feroces, de Vivian Gornick, Tan poca vida, de la coreana Hanya Yanagihara, y el libro de cuentos Denuncia inmediata, de Jeffrey Eugenides, “que me voló la cabeza”, aclara.

Leila trabajó muchos años en la revista La Nación y fue allí donde terminó de despuntar su vicio: la crónica, género bastardead­o y que milagrosam­ente la academia sueca del Nobel reivindicó cuando en 2015 premió a la bielorrusa Svetlana Alexievich.

—Sos una referente de la crónica. Los escritores te admiran. ¿Estás cómoda con eso?

—No soy una referente de nada (se ríe). Creo que la crónica se ganó su propio lugar y hoy hablamos de la literatura de no ficción y de ficción. Me parece que muy pocos periodista­s de mi generación para abajo piensan que hoy en día escribir una novela o un libro de cuentos es lo que te prestigia en términos de entrada al canon literario. Tengo colegas que escriben crónicas y no piensan en escribir ficción como una manera superadora en el ejercicio de la narrativa. Y es absurdo pensar que ambas entran en conflicto: para nada, se potencian en todo caso.

—Definime crónica.

“Creo que la crónica se ganó su propio lugar y hoy hablamos de la literatura de no ficción y de ficción”.

—La manera más ajustada que encuentro para definirla es que la crónica es un documental, pero escrito. Tienen las mismas técnicas y la misma necesidad de sostener tensión narrativa.

—¿Y por qué elegiste la crónica? ¿Cuál es la satisfacci­ón de escribirla?

—La verdad es que yo no la elegí. Empecé a hacer esto en Página/30 porque era lo que ahí se hacía, y porque había leído las crónicas de Martín Caparrós, de Rodrigo Fresán, y me encantaban. Como a mí me gustaba escribir, siempre tuve el regodeo de la escritura, de la prosa, del cuidado del lenguaje y tenía claro que era una escritora lenta, que necesitaba mucho tiempo para ver, para darse cuenta de lo que necesitaba contar. Y esto no era posible en el día a día, no podía hacer esas maravillos­as cosas que hacen los colegas que trabajaban en la noticia, con la noticia. Para mí ése es un mundo que no conozco, del que no soy capaz, no sé hacerlo. Entonces me parece que empecé a escribir crónicas cuando esta palabra no existía, no se mencionaba como tal y como mi escuela fue Página y te daban tiempo, me malacostum­bré desde el principio y ya no pude hacer otra cosa. Entonces, más que elegirlo, es como una suma de habilidade­s, cierto olfato narrativo y también de imposibili­dades, porque si a mí me largás en un diario a escribir noticias, lo fundo en dos días.

—¿Quiénes son los seguidores/lectores de crónicas?

—Mirá, es un enigma… (piensa) aunque no tanto, porque en el contacto con los lectores, con la gente que se acerca a los talleres o las presentaci­ones, ves que se trata de personas muy diversas: abogados, psicólogos y muchos estudiante­s de periodismo, especialme­nte de afuera. Yo creo que el lector de crónicas comparte el universo de los lectores musculosos, es decir, no se trata del tipo de lector que lee literatura más masiva, popular, digerible. Es del tipo que puede llegar a leer a Flaubert, por ponerte un ejemplo: son lectores más entrenados.

En 2005 Leila, una lectora entrenada, supo que en un pueblo petrolero del sur argentino, Las Heras (Santa Cruz), 22 jóvenes se habían suicidado entre 1997 y 2000. Lo habían hecho de manera espantosa —si es que puede haber un modo no espantoso— y nadie se explicaba cómo, por qué. Guerriero viajó, fue hasta allí, a esa soledad que lo dominaba todo y escribió un libro increíble, Los suicidas del fin del mundo, que la hizo (más) famosa y ya no pudo evitar ni esquivar las miradas.

—¿Se levanta mucho escribiend­o crónicas?

—Lo del levante nooooo, soy muy mala en eso, en el levante, siempre me han levantado a mí (risas). Pero sospecho que hay cierta sensualida­d que se transmite en mis textos, en el acercamien­to un poco desfachata­do y salvaje que tengo yo con algunos temas, en esa falta de mojigaterí­a, en que siento que soy bastante frontal con algunas cosas, siempre guardando cierta elegancia, por supuesto. Me imagino que algo pasa con eso, no sé bien qué es, nunca he recibido ninguna propuesta de tipo carnal a partir de algo que haya escrito, pero me hace pensar más bien un poco en lo que cree la gente que conoce de uno al leerte y la idea que se hace el público sobre la persona que escribe, que a veces no tiene nada que ver con lo íntimo que uno es y otras veces sí. La desfachate­z que hay en mis textos es muy yo, no es en absoluto impostada.

—Para muchos ya sos una escritora de culto, lo que dijiste va a gustarles a muchos de tus seguidores.

“No creo ser una escritora de culto ni nada de eso; pero sí, la vida cambia, cambia mucho cuando estás más expuesta”.

—No creo ser una escritora de culto ni nada de eso; pero sí, la vida cambia, cambia mucho cuando estás más expuesta. Cambia en volumen de trabajo y de viajes. Ahora viajo muchas veces al año y eso conspira contra el proceso del trabajo y ni qué hablar con el de una vida que no esté todo el tiempo recortada entre viaje y viaje. Pasé de ser alguien que escribía a editar. Y lo empecé a hacer con mucho miedo porque lo primero que hice fue para la revista Gatopardo y después un libro tremendo, enorme y maravillos­o que se llama Los malditos

(N. de la R: reúne diecisiete retratos de artistas de América latina contados por Alan Pauls, Mariana Enríquez, Alberto Fuguet, Juan José Becerra y Juan Gabriel Vásquez, entre otros y que habla de talentos e infiernos de autores como Alejandra Pizarnik, Gustavo Escanlar, César Moro, Ignacio Anzoátegui, Porfirio Barba Jacob o Jorge Barón Biza) y eran autores tremendos, estrellas todos y fue maravillos­o, una especie de apertura a un mundo distinto, una nueva dimensión. Luego vino la faceta de la docencia, de ser maestra de crónicas. La edición y la enseñanza alimentaro­n la escritura y también le quitaron a la escritura. Te juro que hago malabarism­os constantes para encontrar tiempo para salir a correr o ir al gimnasio, por ejemplo.

—¿Y el periodismo? Hay quienes dicen que, tal como lo conocimos nosotras cuando empezamos, ha muerto…

—No, yo creo que está en un momento de muchos cambios, que los medios grandes están en crisis, que no le encuentran la vuelta al tema de la publicidad, a la web y algunos cobran y otros no, y es muy caótico. El periodismo no se va a acabar nunca, en todo caso, lo que hay es una crisis de medios. Fijate que yo noto una gran avidez de la gente en tomar talleres, ahora mismo estoy dando clases en Flacso y tengo a 85 personas que se quedan hasta las nueve y media de la noche.

—¿En qué estás trabajando ahora?

—Acabo de editar un libro de Mauro Libertella sobre Mario Levrero, para Diego Portales, de Chile, y otro de Mariana Enríquez. Y para Mirada Crónica de Tusquets, un libro de Fernando Krapp sobre la comunidad japonesa en la Argentina que va a ser un exitazo y otro de Emilio Fernández Cicco, que no tiene título, pero habla sobre el islam en el país. Emilio es un periodista muy border, trabajaba en una película porno para escribir sobre eso o era enterrador en la Chacarita, y de alguna forma, que él relata muy bien, llegó al islam y se hizo sufí. Te juro que es apasionant­e, hay ahí un mundo sumergido que no se puede creer. Y por último un libro de Matías Fernández Burzaco, un chico que tiene una enfermedad degenerati­va y escribe con mucho humor negro, descarnado, que transforma todo en algo más doloroso.

“Sospecho que hay cierta sensualida­d que se transmite en mis textos, en el acercamien­to un poco desfachata­do y salvaje que tengo yo con algunos temas”

—¿Qué te gustaría tener que no tenés?

—Más sabiduría para poder separar y de esa forma escribir, correr, cocinar… Porque por varias razones no puedo escribir todos los días y con eso, la paso mal, muy mal, no poder escribir es como una maldición. Como soy productiva, me cuesta mucho apagar el radar. Me cuesta parar y lo pago con que estoy acelerada, por ejemplo. Tengo cierta incapacida­d de tener ratos de ocio sin culpa.

“El periodismo no se va a acabar nunca, en todo caso, lo que hay es una crisis de medios”.

—¿De cuál de todos tus ascendient­es tenés más en común?

—De los alemanes, por mi abuela, alguien que fue más que importante en mi vida, yo veía en ella todo lo que quería ser, una mujer de avanzada, cuyo padre la cuidaba como una princesa y ella usaba pantalones, malla con voladitos. Mirá, estuvo en Berlín y volvió con otra cabeza y vivía en un pueblo muy chico. Ella me leía mucho todo el tiempo y me dejaba jugar con mis amigas en lo que llamaba “la pieza de los cachivache­s”, que eran sus tapados de piel y miles de cosas. Ella era parca y me reconozco en eso, muy distante, como yo, y disciplina­da.

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