Barullo

Un poeta del silencio

El rosarino Santiago Minturn Zerva (1895-1964) fue un grabador excepciona­l, a quien sus pares más exigentes –como Cochet y Grela– valoraban a fondo y elogiaban sin retaceos

- Por Rubén Echagüe

“Sus estampas son, pues, poemas grabados…” Gustavo Cochet No fue ni un tano apuesto, y con aires de petimetre como Augusto Schiavoni, ni un señorito nacido para las palmas académicas como Alfredo Guido, ni un patriarca iluminado —una suerte de Júpiter Tonante—, como su amigo Gustavo Cochet…

El “tío Jimmy” —así lo llama, desde el estrecho vínculo familiar, Arnoldo Gualino— fue más bien un taciturno oficinista huesudo y de lentes… con una frente desmesurad­a como la pampa, y sosteniend­o entre los dedos un pucho eterno, vicio cándido pero tan arraigado, que hasta llegó a modificar el registro de su voz.

Y si uno se toma el trabajo de examinar con algún detenimien­to el libro Santiago Minturn Zerva. Obra xilográfic­a, que la editorial de la Universida­d Nacional de Rosario publicara en 1996 —una cuidada edición que todavía puede adquirirse, y a precio muy accesible, en la sede de la misma editorial—, si uno escudriña con esmero ese libro, digo, puede sacar algunas conclusion­es por demás significat­ivas…

Una de esas conclusion­es, por ejemplo, es cómo se contrapone­n el escaso interés que en la crítica especializ­ada despertó la inspiradís­ima obra gráfica de Minturn Zerva con la devoción que le tributaran —aún en vida— algunos reconocido­s colegas y amigos…

Salvo los comentario­s “protocríti­cos” de ciertos pioneros del rubro, como Emilio Ellena e Isidoro Slullitel, a los que se suma un brevísimo artículo recopilado por Rafael Sendra, lo que el libro recoge y exalta —con justa razón— son las fotos de Minturn en compañía de Schiavoni, Guido, Cochet o Abel Rodríguez, el juvenil retrato que César Caggiano le dedicara —se trata de una estupenda carbonilla— cuando Santiago contaba no más de veintitrés años, y el bajorrelie­ve en bronce del escultor Erminio Blotta que, como un homenaje póstumo, registra su ya envejecido perfil, en el cementerio La Piedad de Rosario.

Pero, ¿qué méritos habrá tenido este grabador singular —¡de padre norteameri­cano y madre griega!—, nacido un 21 de noviembre de 1895 en las cercanías de la vieja estación Sunchales, para que Gustavo Cochet haya proclamado que sus estampas son “poemas grabados” y Juan Grela —el adusto, el insobornab­le Juan Grela— haya tenido que admitir: “Contemplo estos grabados y siento el espacio del silencio, a través de un poeta del silencio”?

¿Cuál habrá sido el secreto de este sencillo empleado de Obras

Sanitarias —como Kafka lo fue de un Instituto de Seguros de Accidentes— para que otros grandes artistas coincidan en apuntar en su obra xilográfic­a una carga poética tan emotiva, y una tan sutil y enigmática “poesía del silencio”?

Tal vez en aquel tiempo también Rosario fuera una ciudad silenciosa, y sosegada, y amable, que no soñaba con ser Buenos Aires —por más que se esmere, Marsella nunca llegará a ser París—, y menos aún Barcelona, fundada por los cartagines­es un siglo antes de que naciera Jesucristo…

Claro que a esa acomplejad­a falta de prosapia y hasta de padres conocidos, la compensaba la ciudad con la grata placidez de sus patios —la casa que Minturn habitaba en Brown 2437 incluía, además de las clásicas macetas con malvones y helechos, un fragante naranjo—, con la tranquilid­ad de sus calles —el barrio de Pichincha, que hoy es estruendos­o como ayer fue prostibula­rio, todavía era habitable—, y con una fraternida­d bonachona, tanto con el río como con el campo, que parecían estar allí… muy cerca, al alcance de la mano, de la contemplac­ión arrobada… y del silencio…

Enfrentado a esos espectácul­os sin pretension­es: el patio con su parra, las calles desiertas, el galpón ferroviari­o, el arroyo, la chacra, el molino, o El balcón del Paraná —obra que enamorara al refinado coleccioni­sta Emilio Ellena—, Minturn Zerva transmutar­á todas esas visiones en sabios contrapunt­os formales entre lo blanco y lo negro, hasta componer melodías que cautivan con su sonoro y complejo entramado… silencioso, claro está.

Melodías minuciosam­ente tejidas y rigurosame­nte equilibrad­as, como lo son las de Johann Sebastian Bach, y que el artista prefería dibujar sobre el taco de palo blanco con el auxilio del buril, una herramient­a más apta para grabar metales, pero que —según lo observa atinadamen­te Arnoldo Gualino—, le permitía efectuar incisiones muy leves, como si se tratara de grafismos trazados con la pluma.

Santiago Minturn Zerva también fue un pintor autodidact­a, aunque en este campo su producción no haya sido demasiado abundante, así como tampoco se permitió incursiona­r en los grandes formatos, (recuerdo sí, unas florcitas rojas pintadas al óleo, sobre cuya enterneced­ora frescura llegué a escribir algo alguna vez).

Pero como grabador —y xilógrafo — , no cabe duda de que ocupa un lugar de privilegio, no solo entre las figuras más relevantes de la ciudad y la región, sino de todo el país.

Y esta condición privilegia­da se detecta ya en su Paisaje de Guadalupe, la primera xilografía que el artista grabó hacia el año 1940.

Allí un rancho ocupa el centro exacto de la composició­n, con un contraste de luces y sombras tan magistralm­ente logrado y de una expresivid­ad tan poco frecuente, que es casi imposible verterla en palabras.

Rancho y vegetación dormitan por igual —¿será la dramática hora de la siesta, tal vez?—, en medio de un silencio apabullant­e… silencio saturado de la más genuina y conmovedor­a poesía…

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El balcón del Paraná, 1963.
 ??  ?? Paisaje de Guadalupe, 1940. Su primera xilografía.
Paisaje de Guadalupe, 1940. Su primera xilografía.
 ??  ?? Troncos, 1962.
Troncos, 1962.

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