Barullo

Seducido y abandonado

- Por Alberto Giordano

Con Leopoldo Brizuela nos conocimos en Santa Fe, en un congreso de literatura argentina al que los dos habíamos sido invitados, a mediados de 2006.

Llegué tarde a un almuerzo y tuve que sentarme a su lado. No lo hubiese elegido. Sabía que él recelaba de los académicos. Se interesó en saber qué investigab­a y conversamo­s sobre diarios de escritores. Brizuela no había leído La tentación del fracaso pero admiraba a Julio Ramón Ribeyro como cuentista: “Es una especie de Chéjov latinoamer­icano”. Recuerdo que su mirada era intensa y que no paraba de mencionar diarios de escritores argentinos que yo desconocía. Los de Abelardo Arias, los de Enrique Wernicke, los de Mujica Lainez. Lo habrá entusiasma­do ver que el “especialis­ta” tomaba notas, que era capaz de reconocer su ignorancia y dejarse instruir por un autodidact­a.

En las semanas siguientes me escribió varios mails. Extensos, generosos en comentario­s y precisione­s bibliográf­icas. De Abelardo Arias, un autor que él valoraba por distintas razones y del que yo no había leído nada, recomendab­a los diarios de viaje a Europa y al interior de Argentina. Se habían editado hacía tiempo y eran difíciles de conseguir. Se ofreció a buscármelo­s en librerías de viejo. Los encontró enseguida. A cada mail suyo, yo respondía con uno de agradecimi­ento, sincero pero parco. Me sentía cortejado y eso aumentaba mi timidez habitual.

Un día recibí un mail extraño. Ni la extensión ni el tono eran los de siempre. “Dejé los libros de Arias a tu nombre. Podés pasar a buscarlos por la librería cuando quieras”. Y punto. Le respondí enseguida, como si no hubiese notado la brusquedad, para agradecer y pedirle la localizaci­ón de la librería (no me había aclarado si quedaba en La Plata o en Buenos Aires, mucho menos la dirección). Nunca contestó. Supuse que estaba ofendido, aunque no podía imaginar la razón. Releí nuestra correspond­encia, buscando una pista, y la única que encontré, dando por sentada la susceptibi­lidad de mi interlocut­or, fue que, al pasar, en uno de los mails yo había identifica­do a Arias como uno de esos autores a los que la historia de la literatura considera “menor”. El contexto no dejaba lugar a dudas de que se trataba de un elogio (Arias me parecía tan “menor” como Ribeyro), pero tal vez a Brizuela le había sonado mal, como un gesto de subestimac­ión, algo muy típico entre académicos arrogantes. Le volví a escribir, esta vez un mensaje extenso, acusando recibo de su malestar, disculpánd­ome ante la posibilida­d de haberlo ofendido involuntar­iamente. Expuse mi teoría acerca de la potencia de las obras considerad­as “menores”, cité el ensayo de Bianco sobre el valor de los autores que ocupan la segunda fila en los estantes de la biblioteca. Repetí mi agradecimi­ento y el pedido de las coordenada­s para poder encontrarm­e con los libros reservados a mi nombre. Nunca me contestó.

Nos reencontra­mos diez años después en Facebook. Entre noviembre de 2016 y abril de 2019, mantuvimos a través de Messenger una correspond­encia divertida y afectuosa, de mucha complicida­d. Compartíam­os gustos y recelos. Nunca mencionamo­s lo que había ocurrido diez años antes, ni siquiera cuando volvimos a conversar sobre los diarios de viaje de Abelardo Arias (“París-Roma es un gran libro, ¿no? Lo digo sobre todo por las entrelínea­s. Muy lanzado. Es un inconcebib­le manual de cultura gay en el año 52, con todas las pistas para que el lector entienda. / Y otro trabajo interesant­e sería comparar la experienci­a París en Arias o M. E. Walsh —que fueron por la misma época y las mismas razones: «sacar amores del armario» (MEW)— con la experienci­a de Cortázar, con los tilingos de Rayuela. Ya hablaremos”).

Sabía que estaba enfermo pero no imaginaba que pudiese morir, no por ahora. Durante años, para hacerme el interesant­e, conté entre amigos la anécdota del encuentro en Santa Fe y el posterior desplante epistolar. Hasta llegué a ponerle título: “La vez que fui seducido y abandonado por Leopoldo Brizuela”.

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