A pocos meses de asumir como nuevo PABLO JAVKIN intendente de Rosario, concedió un extenso reportaje a Barullo donde habla de política y cultura. “Creo mucho que la política es imaginación, y la imaginación se conquista leyendo”, reafirma.
“la política es imaginación, y la imaginación se conquista leyendo”, dice Javkin en una extensa entrevista a Barullo. Recorre la línea de tiempo (los padres, los libros, la militancia en el radicalismo, el día que le dijo a Alfonsín que dejaba Buenos Aires para volver a la ciudad aunque algunos insistían con que él era su sucesor). Es el político que promete dar pelea cultural contra la idea de que “el culpable es el otro”. Y es también el electo jefe del municipio que piensa que la cultura pública es mejor si permite que broten expresiones emergentes y disímiles
Raúl Alfonsín en un acto de campaña en plaza Montenegro, previo a las elecciones de 1983. Los primeros comicios electorales en el Superior de Comercio, a mediados de los 80. Los almuerzos familiares, ineludibles, de cada sábado en casa de Marcos, su abuelo comunista. Una carrera en silla de ruedas por la pendiente de calle Tucumán sólo por aceptar el desafío de su amigo Fabricio Simeoni. Los nacimientos de su hijo e hija. En cada imagen Rosario aparece como escenario principal en la vida de Pablo Javkin, el intendente electo que supo ser el joven maravilla del radicalismo argentino y niño mimado de Raúl Alfonsín; el amante de la literatura de Roberto Bolaño que hace más de una década se lanzó a recorrer México siguiendo los pasos del autor chileno; el lector voraz que sabe de letras pero esquiva las publicaciones; el abogado que desandó la profesión en aquellos (pocos) años en los que no ejerció cargos políticos. El hombre que entiende la pluralidad como una clave para gobernar en los tiempos que corren. El que conoce de triunfos, pero dice haber aprendido de las derrotas. El político que buscará gobernar Rosario de la mano de una convicción: la imaginación al poder.
Javkin es un hombre de letras. “Siempre leo. Es fundamental para nutrir. Creo mucho que la política es imaginación, y la imaginación se conquista leyendo”, explica a Barullo quien en sus años de alumno ejemplar en los talleres de Marcelo Scalona estableció una amistad inquebrantable con el poeta Simeoni, un pilar fundamental en su proceso de recuperación tras el grave accidente automovilístico que sufrió en diciembre de 2005. De las impredecibles jornadas que tenían al Rengo Simeoni como epicentro, Javkin fue cosechando amistades dentro del amplio universo de la cultura rosarina.
Y siguió alimentando así una formación cultural que nació en el entorno que le brindaban Eduardo y Mirta, profesionales de la medicina pero amantes de las artes; y que se nutrió también en los períodos vacacionales en dependencias del Instituto Movilizador de Fondos Cooperativos. “En esas vacaciones había un nivel de debate político alto y los coordinadores de la recreación eran gente más vinculada a los movimientos culturales, entonces también de muy chico empecé a vivir eso”, narra el nuevo intendente rosarino, que tuvo su primer cargo como delegado escolar en el Superior de Comercio, cuando comenzó a vincularse con la Franja Secundaria. Desde entonces, su trayectoria política no tuvo descansos. Aunque sí reglas claras: “La única condición en casa era que no me llevara materias. Mis viejos habían participado en la época universitaria, mi papá un poco también en la recuperación democrática. En mi casa siempre hubo lecturas, libros, poesía, música, muy ligada a eso. Con lo cual hubiera sido muy antinatural negarse. De hecho les gustaba, pero no tenía que llevarme materias, era como el piso de exigencia. Después en la universidad era igual: tenía que recibirme y hacer la carrera a tiempo”.
—Luego llegó la presidencia de la Federación Universitaria de Rosario, de la Federación Universitaria Argentina (FUA)... Si uno va enlazando años no hay muchos huecos en los que no hayas ocupado un cargo político.
—Sí, la política estuvo siempre. Cuando terminé la FUA me eligieron presidente de la Juventud Radical a nivel nacional. Fueron cuatro años en los que viajé por la Argentina, el presidente del partido era Raúl Alfonsín. Pero la pasamos muy mal con todo el gobierno de De la Rúa, y en el 2001 en Rosario desde el radicalismo estábamos más cercanos al Frente Progresista, que se estaba formando, y fui candidato a concejal, me vine desde Buenos Aires para ser candidato. Entre otras cosas porque lo otro es muy abstracto, acá era realmente estar en contacto con la gente. Desde ahí la mirada estuvo más en Rosario.
“Nosotros venimos de las escuelas más duras del rigor, la formación, el compañerismo. Los pibes construyen desde otra lógica”.
—Todavía no asumiste como intendente y seguramente hay sectores pensando que si hacés una buena intendencia serás candidato a gobernador. Es un permanente tiempo futuro. Habiendo dedicado toda tu vida a la política, ¿cómo se sale de esa vorágine?
—Hay cosas que me ayudaron. Porque tuve como una suerte de militancia ideal pero el 2001-2002 fue un quiebre, se derrumbaron un montón de ilusiones. Me terminé yendo del radicalismo, que fue el divorcio más fuerte que tuve en mi vida... Ese fue un primer sacudón, porque tomé la decisión de dejar un lugar donde había logrado todo para empezar de nuevo. Cuando terminé de tomar esa decisión salí del optimismo permanente, de la lógica acumulativa sin fin. Después, la combinación de haber dejado un lugar y el accidente, y la recuperación del accidente, que también te acomoda, porque te muestra que todo esto es muy precario: quedás de este lado, pero sabiendo que la pelotita también puede ir para el otro. La eternidad no existe, y eso te baja un poco el ego. Y el tercer golpe al ego son tus hijos: todo el ego lo ponés ahí, se terminó tu vida como protagonista principal, te baja el narcisismo. Y también porque perdí varias veces: de hecho últimamente me cargaban porque nunca
ganaba y eso también está bueno. Después me tocó dos veces empezar de nuevo, porque en el 2015 a lo mejor podría haber sido candidato a intendente de Cambiemos, pero decidimos obviamente irnos, no integrar ese espacio, que es otra decisión que tomás contracorriente, arriesgando todo.
—¿Ese fue otro divorcio?
—No tanto, porque ahí fue más natural: nos íbamos a ir, no había conflicto. Sí comparto que volvió a aparecer esto de que pasaron ocho años en un espacio y había que volver a empezar... Pero no me agarran más con ese razonamiento, porque aprendí que todo alterna. Cuando era presidente de la FUA quería ser presidente de la Nación, y sentía que podía serlo. Ahora olvidate, yo me quiero quedar acá, aquello no me genera ninguna expectativa ni ilusión. En otra época sí, porque era un dirigente nacional, recorría la Argentina, estaba todo el día al lado de Alfonsín, todos me jodían con que era su hijo mimado, el sucesor. Eso en algún momento te juega. Pero cuando me vine para Rosario quebré con todo eso. Me acuerdo de haberlo hablado mucho con el viejo Alfonsín, que me reputeaba porque me iba a ir de concejal. Y le dije: “Tengo que defenderme en algún lugar concreto. ¿O usted qué carajo hizo cuando empezó?”. “Fui concejal”, me respondió, se cagó de risa y me dijo: “Andá”. Ahí se me acomodó la cabeza, tenía treinta años: si no te acomodás la cabeza ahí...
—El paso del tiempo da la posibilidad de hacer una lectura más firme del camino recorrido. En tu canal de Youtube hay fragmentos de discursos a lo largo del tiempo…
—Estoy muy contento de que las dos o tres veces en las que había que tomar una decisión drástica, la tomé por el lado de mayor riesgo. Como ahora se coronó parece un cuentito de hadas, pero creo que cuando tomás esas decisiones tenés que asimilar que es probable que nunca se te dé. El mejor ejercicio es cuando le perdés el miedo a arriesgarlo todo. Creo que de lo que más contento estoy es de haber dicho “no” en los momentos en que había que decir que no. En esta elección también dimos una pelea un poco desigual, y no dudamos en darla. Aun cuando uno podría haber buscado otras cosas. Ahí sí hay como un premio a habérsela bancado: ¿otra vez íbamos a fundar un partido nuevo? Sí, y realmente fundamos un partido nuevo (Creo), lo armamos provincialmente, discutimos en seminarios qué nombre ponerle, su filosofía, buscamos una casa que nos permitiera hacer lo que queríamos, algo abierto. Claro, cuando se te da de esa manera, vale mucho más.
—Hoy el radicalismo también tiene un espectro muy amplio. ¿Al momento de pensar un nuevo partido tuviste en cuenta alguna de estas líneas?
—Me animo a decir que no. Teníamos muy claro que tenía que ser un partido de este siglo, de este tiempo. Para mí, la característica principal es la siguiente: los partidos se sostenían siempre en una idea de que era una construcción vertical, una concepción de poder vertical donde de alguna manera el Estado era el dueño de todos los saberes y los medios y tu pelea era por acceder al control del Estado. Creo que hoy eso está roto, que la sociedad es distinta, es más plural, más horizontal. Más injusta, también, más desigual. Entonces la idea de construir un nuevo partido político tenía que ver con una herramienta que permita interpretar eso. Es una lógica diferente sobre el poder y sobre dónde se construyen los saberes... Nosotros construimos un partido con una enorme cantidad de jóvenes sin armar una agrupación universitaria, que es otra tradición. Fueron varios cambios conceptuales. Buscamos jóvenes por su agenda temática, por lo que los moviliza, no necesariamente porque tengamos una agrupación universitaria que te nutra de militantes, aceptando que es un tiempo nuevo, que la mayoría de los pibes tiene otra cabeza, muy superior en torno a la libertad, a la información que manejan. Nosotros venimos de las escuelas más duras del rigor, la formación, el compañerismo. Los pibes construyen desde otra lógica, e hicimos un partido donde convivió eso.
“Creo que de lo que más contento estoy es de haber dicho «no» en los momentos en que había que decir que no”.
—¿Esa concepción de Estado que mencionás es la que buscarás lograr en tu intendencia?
—Sí, no tengo dudas. Es un tiempo de redes. Si no, no te alcanza. Poné como ejemplo las adicciones, que es un desafío de gestión respecto a las políticas de trabajo con los pibes: tenés debate ideológico, distintas visiones sobre cómo enfocar el tema. No das abasto. Está bien que tengas políticas públicas, que tengas tu enfoque, pero no puedo darme el lujo de no trabajar con las experiencias parroquiales de los curas que están trabajando en los centros de día, o las experiencias de una iglesia evangélica, o de sectores que trabajan con los pibes. Para abarcar el desafío tenés que trabajar en redes. O para trabajar sobre la primera infancia: no voy a tener recursos para construir doscientos centros de atención, sino que tendré que juntarme con todos los que están trabajando, poner un común denominador y definir el piso mínimo. Después cada uno le pone su matiz. Creo mucho en esos desafíos sociales. No sólo porque hoy en día el Estado no puede, sino porque en algunas cuestiones no sé si sería bueno. En materia cultural es un ejemplo: está buenísima la cultura pública, cumple un rol, pero la cultura no puede ser toda oficial. Es bueno generar oferta pública pero es mejor aún si permitís que broten culturas emergentes, expresiones disímiles. Creo que hay que pensarlo así. Y obviamente los espacios públicos son fundamentales, porque te generan un piso.
—En muchos casos el Estado pasa a ser el regente de la cultura, se genera esta cultura oficial en la que intentan insertarse las expresiones emergentes. Pero, a la vez, empieza a faltar una contracultura.
—Comparto eso con vos. Está bueno que haya oferta pública gratuita, pero también que emerjan otros espacios, porque si no lo diferente, ¿dónde nace, dónde se nutre? Tenés que equilibrarlo. El acceso a la cultura también depende de la diversidad. Una cosa es que vos garantices lo público como factor de igualación; otra cosa es que iguales toda la oferta, o que se te dé la situación de que termines dando la única oferta. Imagino una idea que permita que los lugares se puedan sostener, porque es muy difícil sostener hoy un lugar de generación de cultura. Más allá de los debates sobre las ordenanzas, hay mucho de política cultural, de qué querés programar. Lo mismo con lo emergente: ¿vas derecho a lo que funciona o te animás a apostar por expresiones emergentes que van a brotar después? En eso hay que hacer un quiebre. Me parece que hemos tenido muy buenos años de una visión de la cultura pública muy positiva pero que creo que hay que combinarla con la diversidad. Y la diversidad se fomenta no necesariamente desde el ámbito estatal, o no sólo desde el ámbito público. En lo barrial sí creo que el Estado tiene que poner más, a los auditorios de los distritos hay que hacerlos brotar de cosas. A lo mejor a las producciones independientes hay que ofrecerles el ámbito físico, la técnica. No se trata del retiro del Estado, que es lo que otros creen: es el Estado generando diversidad. Vos podés construir un playón polideportivo o podés ponerle guita a un club. Donde hay clubes, tenés que poner la guita en el club, y se multiplica por diez: el pibe que entra al club no se queda sin zapatillas, seguro que merienda, tiene toda una red de contención que vos no la vas a poder generar. Después sí, hay lugares donde hay que poner un playón, porque no hay posibilidades. Eso es una vuelta a la discusión. Pasamos tan a los bandazos a una lógica neoliberal de retiro del Estado, que hay que plantear estas cosas con mucha delicadeza: la vuelta a la generación de redes alternativas, donde sea el Estado el que se anime a multiplicarlas y promoverlas.
“Tenemos que generar la cultura del trabajo en términos de dignidad de la producción cultural. Es un debate importante al que tiene que entrar el Estado. Si no es una acumulación de precarizaciones”.
—En todo esto que planteás hay muchas cuestiones que implican consenso. Por supuesto cualquier político en su sano juicio va a reconocer la importancia de lograr consensos. ¿Por qué, entonces, fallan?
—Primero porque la cultura política, no sólo en la Argentina, ha exacerbado la idea de grieta y de acumulación de conflicto. En el fondo, como los Estados han perdido capacidad de respuesta a las demandas sociales, que son cada vez más complejas y diversas, y los Estados tienen cada vez menos peso en términos de recursos económicos (porque esta es una etapa del capitalismo financiero que desfinancia las cuestiones públicas), lo que te pasa es que se genera un gran nivel de insatisfacción. Y esa insatisfacción es muy beneficiosa para aquel que acierta en repartir las culpas. Y si las culpas las reparte con pulsiones extremas, es imbatible: Trump, el Brexit, Bolsonaro en Brasil. Acá en Argentina no tenemos ese nivel porque, creo, vivimos una dictadura que puso un límite a esa lógica, pero de a poquito te vas acercando. La idea de la eliminación del otro, de que el culpable es el otro, es una lógica política muy complicada. Y es muy efectiva electoralmente, porque genera apasionamientos, movilización, articulación de discursos. Obviamente un efecto mediático muy atractivo. Para mí esa es una pelea cultural, y vale la pena darla, aun a costa de fracasar. Creo, realmente, que el problema de fondo es: si se pierde toda legitimidad democrática, se pierde toda vocación consensual, a la larga lo que va a nacer es cada vez una posición más extrema. Hay un discurso de Alfonsín, del 85, donde dice algo muy interesante: el gran problema de la Argentina es que siempre hay una gran discordancia entre los períodos democráticos y los cambios sociales. Pareciera que es incompatible generar cambios sociales en períodos democráticos, es lo que nunca queda resuelto. Parece que los cambios sociales requieren violación del consenso democrático, o al revés, que el consenso democrático implica que no haya cambios sociales. Eso está irresuelto, hay que apostar a resolverlo, de lo contrario es peligrosísimo, porque nunca sabés de qué lado va a caer el tipo de cambio social que se busca. En los 90 creo que fue muy complicado, porque se dio un cambio social con consenso democrático muy recesivo, lastimó mucho esta idea. Creo que a la larga es el debate que tenemos, cómo generamos equilibrio. Entiendo que empieza a haber una posibilidad de reacomodamiento. Te doy un ejemplo, la idea de control: tenemos una sociedad que cree que la norma hay que respetarla en términos de quien tiene que ejercer el control. La culpa es siempre del que ejerce o no el control. Para mí, y lo digo con todo respeto, el pos-Cromañón generó un poco esa idea, la responsabilidad del Estado debe estar, pero también se asocia eso a una idea de que no hay corresponsabilidad social. No hay un principio de respeto a la norma, sino que el Estado debe hacerla cumplir. Por eso se generan sociedades de control cada vez más complicadas, porque la única manera de hacerlo es restringiendo libertad. Creo que ahí hay un punto de quiebre también, que tiene que ver con esa lógica: tiene que haber un mínimo consenso social para convivir con el otro, hay cosas que tengo que hacer bien de por sí. Eso hay que reconstruirlo, y eso va desde el fondo del debate político a cómo paro el auto si
en una esquina hay un cochecito. Que parece un ejemplo pavo, pero es muy demostrativo de hasta dónde llegás: no darte cuenta de que hay un bebé en un cochecito en la esquina, no pensar en eso... es un vínculo de respeto al otro que hay que reconstruir. Estoy convencido de que hay que lograrlo, porque lo otro lleva a una cultura violenta. Lo otro se recompone violentamente en extremo, cuando la gente no aguanta más, reparte culpas, se rompe el consenso social. Además creo que el problema es dejarse gobernar por la minoría extrema, cuando razonás como si todo fuera una red social, donde se exacerba el debate sobre las posiciones más extremas. Eso hay que animarse a marcarlo, no asustarse por lo que un extremo te marque.
—Una ciudad que crece poblacionalmente deriva lógicamente en una mayor demanda , lo que implica ampliar la planta del Estado, reordenarlo. Por lo general, esa ampliación se da a través de contrataciones que generan personal precarizado. ¿Es posible lograr también allí un ordenamiento?
—Sí. Hay desafíos transversales que se pueden promover. Vamos a ver si nos sale. Porque hay como una idea general, una tendencia al refundacionismo, a refundar todo. Segundo, hay una lógica que dice que hay que alterar las estructuras, cambiar nombres de secretarías, sus funciones. Yo no creo mucho en eso, sino en que hay que tener cuatro o cinco políticas transversales como eje, y poner lo que tenés en función de eso. Por ejemplo, una prioridad creo que son los pibes de 0 a 3 años. Si tenés una estructura fuerte en Cultura, como la que tiene la ciudad, hay que poner esa estructura en esa prioridad, no hace falta crear una secretaría de niñez y pasar la mitad de los empleados ahí. Hace falta que dentro de la programación cultural pongamos a los equipos a pensar en los chicos. Objetivamente, estoy pensando seriamente en no modificar mucho el esquema, porque después perdés un montón de tiempo burocrático. En un cambio de secretaría perdés seis o siete meses hasta que se recompone el circuito de firmas, que se cambia el nombre, una cantidad de detalles que genera una decisión que en términos de impacto es nulo y en términos de tiempo es larguísimo. Los problemas hoy hay que abordarlos transversalmente, no hay ningún área que no interactúe. Por eso me imagino un esquema de gabinete temático, donde haya prioridades que se aborden transversalmente por las secretarías. No podés tener una política de niñez abordada únicamente desde Desarrollo Social sin Cultura; no podés tener una política de movilidad sólo desde la lógica del transporte, sin discutir la cuestión cultural también. Hay que revisar todo eso, porque la ciudad funciona así hoy.
—Has sido crítico con otras áreas del Frente Progresista, y en campaña utilizaste la figura de David y Goliat para graficar la disparidad de recursos de cara a la interna. Lo cierto es que, una vez que asumas, cuando accedas al control del Estado, está el riesgo de convertirse también en Goliat...
—Es lo que hay que evitar. Tenés que luchar contra eso, evitar convertirte en lo que de algún modo combatías. Te diría que es el desafío más difícil que tiene la política cuando te va bien. Porque cuando te va mal tenés el reaseguro de que no te va a pasar. Pero tiene que ver con la concepción de fondo respecto a cómo funciona la sociedad y cómo debe funcionar el poder. Creo que hay un elemento que tiene que ver con ese debate casi cultural-ideológico acerca de cómo funcionan las relaciones sociales y el poder en esta sociedad. El riesgo siempre está, con el paso de los años... Yo leo mucho, sobre todo ahora con este fenómeno de la democracia liberal, la antidemocracia. Hay un concepto que me gusta mucho, de un tipo que se llama (Yascha) Mounk: si a las propias reglas democráticas las llevás a un extremo sin violarlas, en definitiva te llevan al borde y que hay una lógica que es de autolimitación. Pero si no lo tenés claro te convertís en eso, sobre todo cuando tenés consenso. Creo que hay una autorregulación que uno tiene que tener, aun pudiendo no hacerlo. Es un tema fundamental.
“Lo que genera la cultura rosarina es lo de acá. Tenemos una tradición hermosa. Y hay que ponerle más oído a eso”.
—¿Qué escenario imaginás, a nivel nacional, provincial y local, para poder concretar los 115 puntos que planteaste en tu programa de gestión?
—Como la Argentina es tan impredecible, tan maleable, soy de los que creen que hay que tener una caja de herramientas muy amplia. Porque si te limitás a lo que considerás lo urgente, te perdés oportunidades que tienen que ver con imprevisibilidades. Podemos tener gobiernos municipales, provinciales y nacionales de distinto signo político, o no, y a veces los planetas se te alinean con algo que no esperabas. O a veces se producen hechos muy negativos en cosas que, para vos, eran las que iban a ser más accesibles, y tenés que reorientar. Más allá de que las prioridades están: ordenar la ciudad en términos de cuidado, del respeto por las personas que están en la calle, y cuidar a los pibes. Hay una caja de herramientas que tienen que ver con esas dos prioridades. Después en todas las demás claramente dependés de otros factores. Tenemos propuestas que tienen que ver con las habilitaciones, la ocupación del suelo industrial, que si se te da en un marco de recuperación económica del país, eso se acelera. Y a lo mejor no estaba en la agenda urgente, pero hay que aprovechar la circunstancia. La línea de trabajo es esa: aprovechar lo que tenés. Siempre hay liderazgos que generan avances en áreas que no vienen de lo estatal. Si lo leés con inteligencia te apalancás en esa oportunidad. Son cosas que po
demos potenciar y aprovechar. No porque en el futuro no haya otras políticas. Hoy en materia cultural pasa lo mismo: tenés un montón de cuestiones emergentes, a lo mejor lo que tenés que hacer es ponerle todas tus herramientas para ayudar a que broten con más contundencia, se multipliquen.
—Esas herramientas no deberían estar ancladas únicamente a lo económico. Si bien el apoyo económico es fundamental, también es un límite fino: el reparto de fondos genera dependencia.
—Totalmente, creo que hay que hacer un equilibrio en esto. Y generar los aportes en términos de reproducción, de crecimiento, y no de simple sostenimiento. Porque si no después se vuelve dependiente y, cuando no tenés manera de sostenerlo, sonaste. Hay que apuntalar para que crezca. En lo biotecnológico, tecnológico y en industrias culturales tenemos una potencia indiscutible. En Rosario tenés la Escuela de Animadores, ¿cómo no te va a impactar eso en la generación de una continuidad en materia de determinada producción en una industria cultural? Tenés la Musto, las escuelas, los músicos. Hay que aprovechar eso, porque si no queda descoordinado, ponemos un montón de recursos en eso y después no le permitimos que crezca solo, que genere alternativas.
—Si bien en su esencia algunos espacios tienen el objetivo de formar actores culturales profesionales, no siempre se piensa en crear un entorno que permita que se desarrollen trabajadores de la cultura.
—Pero yo creo en eso, y lo hemos discutido. Tenemos que generar la cultura del trabajo en términos de dignidad de la producción cultural. Es un debate importante al que tiene que entrar el Estado. Si no es una acumulación de precarizaciones. Pero como no vas a poder sostener todo, tiene que ver con herramientas inteligentes que permitan hacer crecer a los proyectos culturales. Me gusta mucho vivir la vida cultural de la ciudad, he participado por fuera del ámbito político (en mi caso más desde el mundo literario). La potencia que tiene Rosario en producción en letras es un ejemplo: tenés que pensar cómo poner recursos para que eso pueda desarrollarse, además de hacer el Festival de Poesía. A lo mejor, si hacés un evento menos y lográs multiplicar la generación de sostenimientos de proyectos por ahí es más positivo, porque después el evento se genera solo.
—Claro, pero también entra a jugar allí lo que se mide a partir del resultado electoral: puede pensarse que un gran festival tiene mayor impacto...
—Dejame dudar de la efectividad de eso, de la efectividad de la política del espectáculo masivo. La cosa es que lo hagas como factor de acceso a los derechos culturales. Otra cosa es que vos creas que eso reditúa de otra manera, tengo mis serias dudas. Hay ciclos que me encantan, como “Hoy en mi barrio”, porque conjuga el club, la lógica cultural, el encuentro. Después lo masivo masivo... tengo alguna duda. Yo prefiero poner la ficha en lo emergente, en el acompañamiento a los proyectos para que crezcan, se sostengan. No digo que un 20 de Junio no pongamos a un artista masivo. Pero después pasa que le pagás un montón a ese artista y a los artistas locales los tenés ocho meses sin cobrar. Y lo que genera la cultura rosarina es lo de acá. Tenemos una tradición hermosa. Y hay que ponerle más oído a eso. Hoy también cambió el concepto de lo masivo, la gente va más a bares que a boliches. Hay que multiplicar, lograr que haya diversidad.
“Dejame dudar de la efectividad de la política del espectáculo masivo”.
—Tu contacto con el ámbito literario, con la música, el haber vivido la adolescencia y primera juventud en la recuperación democrática, ¿te dieron una mirada que influirá en tu política cultural?
—Sí, pero entendiendo que es otro tiempo. Te marca porque Rosario tiene una cultura urbana muy propia, es portuaria, urbana, diversa, muy libre. Y esa es una impronta que hay que marcar. Generacionalmente uno va cambiando, no existen más algunos lugares a los que uno iba. Pero creo que eso sigue existiendo, Rosario tiene una capacidad única porque es una ciudad rebelde, que lucha. Eso se ve en todos los movimientos culturales. Y siempre acá el cruce es muy lindo, muy profundo, es parte de la riqueza que tenemos.
—Como Estado, para que esa pluralidad, esa rebeldía, florezcan, es necesario equilibrar: antes mencionabas al pos-Cromañón y es necesario controlar, pero no anular. Y mencionabas también la simplificación de normas: la discusión sobre la nocturnidad tampoco se ha podido resolver hasta ahora.
—Estoy de acuerdo, totalmente. Pasa en toda ciudad. No hay un conflicto entre la cultura y los vecinos, sino que falta un poco de sentido común sobre lo que es el lugar de reunión de gente y el respeto al otro. Es un problema más cultural que normativo.
—¿Cómo se resuelve?
—Poniéndolo en consideración. A lo mejor suena naif, pero realmente creo que el componente de conflictividad que surge por no mirar al otro, es el 90 por ciento del problema. Hay cosas en las que hay que dar un debate. Y se trata de una presencia más focalizada que de normativa general. Porque si la gente no siente la norma... Antes era imposible pensar que no se podía fumar en un bar. Y hoy no se fuma ni en un boliche, y no hacen falta inspectores para controlarlo. Eso permite resolver con libertad temas que, si no enganchan en la cultura, no podés resolver por más normativas que generes. Creo que las pautas culturales se construyen en términos positivos cuando lográs visibilizar que no tenés que joder al otro.