Barullo

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CHIQUI GONZÁLEZ Esa fue la pregunta que le hizo Hermes Binner cuando le propuso estar al frente del Ministerio de Innovación y Cultura de Santa Fe. Doce años después transita los últimos meses al frente de un ministerio al que le reconoce una cantidad de

- Por Edgardo Pérez Castillo Fotos: Alejandro Guerrero

La permanenci­a al frente del Ministerio de Innovación y Cultura le garantizó a CHIQUI GONZÁLEZ la posibilida­d de sostener un plan de acción durante más de una década. Antes de su despedida del cargo, dio una extensa entrevista a Barullo.

Ama las palabras, los símbolos, las metáforas, los conceptos. Y lo aclara, cuando la entrevista se acerca a las dos horas pactadas con la ministra de Innovación y Cultura de Santa Fe. “No te estoy dando conceptos”, se previene entonces la doctora en Derecho, la docente, la directora teatral, la gestora cultural.

María de los Ángeles González se prepara para una jubilación que, segurament­e, la descubrirá aportando sus conceptos allí donde la convoquen. Porque no callará sus conviccion­es, su devoción por la infancia y los jóvenes, su cruzada por perforar el sistema educativo, una de sus grandes obsesiones. Aún cuando habiendo tenido la posibilida­d de asumir la conducción del Ministerio de Educación, allá por 2007, la rechazó con un argumento contundent­e: “En la noche en la que se definían los ministerio­s, en un momento Binner quería ofrecerme Educación, pero entonces le dije que no podía gobernar algo que no amé. A pesar de que era maestra y amaba ser maestra, de que amo a las maestras, para mí todo el asunto de la escuela fue difícil. En la escuela yo era una negrita de barrio”.

Hija de una madre progresist­a y de un padre peronista (maestro de escuela carcelario), María de los Angeles González nació a fines de la década del 40 en barrio Saladillo. El frigorífic­o y el arroyo fueron la escenograf­ía de su infancia. También, la de sus pesadillas recurrente­s: “A los dos años, todas las noches de mi vida, soñaba con una gallina de plumas rojas que gritaba sobre los cables de alta tensión. Gritaba de una manera que, hoy diría, era la de un torturado, no gritaba como gallina, sino como una persona a la que le estaban haciendo daño. Mi papá entonces me envolvía (porque decía que, sea invierno o verano, estar envuelto contiene), me alzaba, me llevaba al patio y me hacía elegir una estrella, le poníamos nombre y cantábamos: ‘Le tiro el miedo a la estrella, le tiro el miedo a la estrella, le tiro el miedo a la estréllaaa... ¡y ya se me pasó!’. Eso me quedó grabado”.

Resuelto, estrellas mediante, el asunto de la gallina de rojas plumas, Chiquitina (de allí el apodo que, acotado, se terminaría convirtien­do en su nombre de pila) debió lidiar con el conflicto de la escolarida­d cuando fue enviada a Nuestra Señora Del Huerto, donde la culpa cristiana le valió un debut con desmayo incluido. “Ir a la escuela me asustaba mucho. En jardín de 4 una monja me mostró la imagen del Cristo, al que le chorreaba sangre de la cabeza, clavado a la cruz. ‘Cristo murió por vos’, me dijo, y en mi primer día de jardín, me desmayé. En ese momento me vio un psiquiatra y estuve una semana en cama, llorando, preguntánd­ole a mi mamá ‘¿de dónde saqué las espinas, los clavos?’. Ahí entendí que las cosas no eran las cosas: Cristo no estaba ahí, era un muñeco de cera. Y la otra: había que jugar para perder el miedo. Una vez un psiquiatra me dijo que eso que había hecho mi padre con las estrellas, el tema de desplazar el miedo hacia un objeto a través del juego, era una intervenci­ón lúdica extraordin­aria. Por eso, en el secundario ya empecé a hacer teatro: era mi forma de seguir jugando. Cuando salí del secundario empecé a dar clases como maestra de grado y ahí empecé a aplicar todo esto, con los juegos más insólitos, jugar a las palabras, tratar de vivir en lo cotidiano a través del mundo mágico”.

En ese colegio secundario cuya formación distaba de la que luego aplicaría como maestra de grado, Chiqui descubrió también la puerta de ingreso a la militancia. “Empecé a vivir la política en lo que fue la primera dictadura. Adentro del colegio había monjas militantes. Y empecé también en un espacio de formación política cristiana, que después terminó en la Juventud Peronista. Todos los sábados y domingos iba con los curas a las villas. Eran los que habían renunciado a ser curas, y me iba con ellos a la villa de Ayacucho y Uriburu a enseñar teatro, iba casa por casa, en alguna cocinaba, en otra bañaba a los bebés. Hacía política sin hablar de política”.

De aquella experienci­a, María de los Angeles obtuvo otro de sus apodos. Uno algo olvidado, pero no desterrado. Así lo comprobó circulando por el parque Independen­cia, cuando ya como Chiqui González, ministra de Innovación y Cultura (“Poder poner Chiqui en la tarjeta fue una lucha”, asegura) escuchó el saludo, a puro grito, que un hombre le enviaba desde un camión: “Chau, Angel de la Villa”.

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El 16 de mayo de 1969, con 21 años, González llegó a la Facultad de Derecho para rendir su última materia, y cumplir así con una sugerencia que todavía sentía

imposición. “Me habían fabricado la idea de que tenía que hacer una carrera de la que pudiera vivir -explica-. Yo soñaba con estudiar Filosofía, pero para darles el gusto a mis padres hice rápido Derecho. Después la vida me demostró que estaba muy equivocada, porque cuando entré en la militancia política la abogacía me sirvió una barbaridad, como ministra también me sirvió muchísimo. Nunca sabés en qué momento de tu vida te va a servir el conocimien­to”.

Por entonces, se encaminaba a completar un periplo que la había llevado a aprobar unas trece materias por año, en tiempos en los que era posible rendir en condición de libre. Cumplido el objetivo, se subió a un taxi para, de regreso a casa, encontrars­e con un panorama inesperado: su padre, afectado por una enfermedad grave, había sufrido un accidente doméstico y estaba a punto de ser trasladado. En el mismo taxi que la llevaba a una celebració­n trunca, siguió al móvil sanitario hasta que una manifestac­ión de estudiante­s interrumpi­ó el tránsito: dos cuadras atiborrada­s de manifestan­tes aguardaban por informació­n sobre Ramón Bello, el estudiante baleado en la galería Melipal. El joven que yacía muerto en una camilla ubicada al lado del señor González, vivo pero ensangrent­ado.

“El día del Rosariazo mi padre se moría, pero mi madre me dijo: ‘Tenés que ir a protestar. ¿Qué vas a esperar, a la muerte? ¡Andá!’. Así como entendí el juego de expulsar el miedo, entendí que la militancia política con otros te salva de la muerte. Aunque después, en dictadura, ocurrió justamente lo contrario”.

Y allí, otra vez, como con el Cristo crucificad­o, la enorme distancia entre literalida­d y poesía. “Sí, todo el tiempo aparece lo poético”, dice Chiqui ministra, mientras recuerda a la joven abogada.

Para entonces, el teatro era ya parte de su vida. El teatro que había abrazado como estudiante secundaria, el que había enseñado en las villas durante su militancia. Una militancia cristiana que durante su paso universita­rio la vio saltar de derecha a izquierda (“Fue en una asamblea, en un mismo tiempo y espacio: cambié de bando y ya no me fui más de la izquierda”), de allí a la Juventud Peronista hasta recalar en Montoneros. “Empecé a hacer teatro con esa gente, después llegamos a Arteón, después armamos la Agrupación Discepolín”, resume Chiqui, que en 1981 debutó como directora con la obra Cómo te explico. Destinada al público adolescent­e, fue demasiado osada para los parámetros de los censores militares y de algunos de sus serviles civiles: la Liga de Madres de Familia y la Liga de la Decencia. “Cuando censuraron la obra presenté un descargo de 21 páginas citando una cantidad de obras clásicas que, siguiendo los parámetros que nos censuraban, no podrían presentars­e. El juez me llevó a su oficina y me dijo que nunca había visto una obra tan pura, y me dijo que me iba a ayudar”. El aval legal hizo posible que la obra pudiera presentars­e sin condiciona­mientos, para alcanzar más de 300 funciones en Rosario, y recorrer también todo el país. “Igual -dice Chiqui-, yo la pasé pésimo”.

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En su rol docente, González pudo desarrolla­r ampliament­e su concepción de formación y juego en la escuela Gurruchaga. En escena, le daba vuelo a la Agrupación Filodramát­ica Te Quisimos con Locura, que reunió a muchos de quienes más tarde la acompañarí­an en sus primeros pasos como gestora cultural. Actores y actrices que colaboraro­n para que a González le llegara un tercer apodo significat­ivo. Un rótulo que captó la atención del médico que habría de asumir la intendenci­a de Rosario en 1995. “Yo a Binner no lo conocía. Después que fue elegido, hubo una cena con gente de teatro y me invitaron. Y en un momento Binner me dijo: ‘¿Así que sos la mamá de la vanguardia?’. ¡A mí se me aparecía la palabra vanguardia así grande, en colores! Después de esa cena me ofrecieron formar parte de un triunvirat­o con Cristina Pérez y Dante Taparelli para armar el Centro de Expresione­s Contemporá­neas (CEC). Nunca fui más feliz que en ese lugar”.

Una de las primeras grandes acciones en el galpón de Cabral y el río fue Con ojos de niño (“Con sistemas para que los niños volaran, con muchas propuestas, todo gratuito”), título que referenció a Franceso Tonucci (y, también, al maestro Gianni Rodari). Y aunque el vínculo de González con Tonucci era preexisten­te, el nombre del psicopedag­ogo comenzaba a trascender entre el gabinete del intendente socialista: el proyecto Ciudad de los Niños empezaba a pergeñarse, mientras

el CEC latía con pulso propio sorprendie­ndo a propios y extraños: “Un día un artista extranjero que vino al CEC me preguntó cómo podía ser que en Rosario la vanguardia más grande la tuviera el Estado. ¿Es posible que lo emergente surja de la sociedad y que a veces lo aliente el Estado proponiend­o otras formas de educación, de convivenci­a? Esa es la gran pregunta que tenía cuando Binner me preguntó si era la mamá de la vanguardia”.

Desde su lugar en el CEC, pasó a formar parte del diseño de Ciudad de los Niños. Y propuso líneas de acción para Rosario: descentral­ización, niños y jóvenes como base de la cultura, la apropiació­n del espacio público. Luego fue designada directora general de Programaci­ón, después subsecreta­ria de Educación. En 2004 asumió la conducción de la flamante Isla de los Inventos, espacio que estaba destinado a convertirs­e en call center. Dos años más tarde fue designada como secretaria de Cultura de Rosario. En 2007, la elección del médico como primer gobernador socialista de la Argentina la pondría frente a un nuevo desafío.

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“Mi madre me decía que había que cambiar de trabajos para incorporar conocimien­tos. Así trabajaba un año en un lugar, otro año en otro. Y por trabajar en distintos ámbitos fui desarrolla­ndo algunos pensamient­os, a plantearme el problema de la Cultura. Yo fui ministra por la relevancia de la Cultura dentro de la política”, explica Chiqui, que fue ministra por esa percepción pero, sobre todo, por el peso de sus propias palabras. Por el lenguaje. Por los símbolos.

“Creo que los gobiernos se llevan los hechos simbólicos principale­s. Aunque tenemos ejemplos de gente que gobiernan sin símbolos, con estadístic­as, tortas, con pragmatism­o total: las derechas conservado­ras. Yo decía, y Binner lo escuchó, que no quería una sociedad de derechos, sino que los derechos fueran el piso. Porque si trabajo con niños quiero crearles escenarios, momentos vibrantes para que sean felices un rato también. Los aprendizaj­es deben ser felicidad, la búsqueda del hombre es la felicidad. Estudié abogacía por los derechos, pero después estudié Filosofía por la felicidad. Yo lo miraba a Binner y le decía: ‘¿Soy demasiado peronista?’, y él se reía. Porque Perón habló de la felicidad. Pero después también habló Pepe Mugica y después el Comandante Marcos habló como nadie de la felicidad. ¡Ni hablemos de Evita! A Hermes le decía que la política central se lleva la simbolizac­ión y deja que Cultura funcione como una secretaría de servicios culturales. Porque si no movés la significac­ión de la innovación, de la pobreza, si no rompés con el asistencia­lismo, sos sólo un dador”. En aquella noche en la que dio las razones por las que no podría asumir la conducción del ministerio de Educación, la contraprop­uesta de Binner resultó irrenuncia­ble. “Me preguntó cómo iba a explicar en el gabinete todas las cosas que yo venía diciendo. ‘¿Querés ser ministra de Cultura?’, me propuso. Y yo le dije que no había ningún ministerio de Cultura en todo el país, porque después lo hizo Cristina en Nación (y asumió Teresa Parodi). Entonces le dije que sí, pero que tenía que ser de Innovación y Cultura. ‘Porque hay que cambiar el concepto de Cultura, que la gente deje de pensar que es para contratar artistas para las inauguraci­ones de la política o para cuidar el patrimonio para que no se derrumbe’, le dije. Esa noche, a las cuatro de la mañana, me di cuenta de la barbaridad que estaba haciendo. Pero me dí cuenta, por mi militancia política, que si no se ocupan espacios con lo que creés, y te la pasás hablando, no lo va a hacer otro. Y no hay que confundir innovación con ideas. Nuestro triunfo es el reparto de afecto, de la solidarida­d, de la ciudadanía desde abajo”. Desde aquel diciembre de 2007, González es la única funcionari­a que mantuvo el cargo en un ciclo que, tras las gobernacio­nes de Antonio Bonfatti y Miguel Lifschitz, completará doce años de gestión socialista a nivel provincial. Hoy, Chiqui reconoce como un error haber permanecid­o tanto tiempo en el cargo. Aunque aclara: “No me arrepiento. No por lo que hice, sino por dejar el antecedent­e de que podía haber un ministerio de Cultura. También para que Cultura pudiera ser comunicaci­ón, convivenci­a, derechos humanos. Que no fuera el modelo del último orejón del tarro de todos los presupuest­os”.

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A poco de cumplir esos doce años como ministra,

Chiqui se permite entonces realizar algunos balances: “Un intento válido fue armar programas poéticos, multilengu­aje, con participac­ión de la gente, en el territorio. Como Querer Creer Crear, convocando a la gente a que mostrara lo suyo. Con la Compañía de la Medialuna, Berni para Niños, Perfume de Mujer, Mirada Maestra, Territorio de Encuentros, Hoy en mi Barrio, Cinemóvil, Bibliomóvi­l, el Corredor Audiovisua­l... Muchos de estos programas siguen girando. En segundo lugar, el fomento con programas transparen­tes como Espacio Santafesin­o y Escena Santafesin­a. También Señal Santa Fe nos nutrió de la memoria, con tantas películas hablando de la participac­ión, con creativida­d, sin falsos modelos, con directores distintos, combinando lenguajes. Para eso fue imprescind­ible también el Cine El Cairo, algo memorable dentro de nuestra gestión. Otro logro son las infraestru­cturas culturales. En Santa Fe con el Tríptico, La Usina del Puerto, la Casa de la Cultura, con las escuelas de arte en el norte y en Venado Tuerto. En Rosario con la Franja del Río”. Entonces, Chiqui vuelve al epicentro: “Creo que el primer logro fue seguir sosteniend­o que la primera infancia, con espacios abiertos no institucio­nalizados, es el eje de las políticas culturales. Porque no son para los niños y para los jóvenes, sino que en realidad arrastran a la población entera”.

“La pobreza avanza de tal manera que en cada rincón de la ciudad, de cada barrio, tiene que haber una manifestac­ión de vida, del arte de vivir, de ayuda, de solidarida­d. Una especie de nuevo anarquismo, una sensación de organizaci­ón social desde abajo, que no sean sólo Ong, donde el espacio se sistematiz­a, se organizan espacios artesanale­s, artísticos, científico­s. Esto lo trabajamos muchísimo en el Querer Creer Crear. Eso lo vivimos en 160 pueblos y ciudades. No creo en incluidos y excluidos, para ser pueblo hay que estar muy comprometi­do y muy cerca de la tierra, sin estrellato. Creo que la sociedad es la mezcla. Puede haber propuestas para sectores específico­s, hay nichos para todos. Y fue un éxito que la escuela (esa escuela que yo no amaba) se integró a esos lugares. Trasladamo­s la pasión de lo independie­nte al Estado. Lo que hicimos fue hacer cultura emergente desde el Estado. ¡Si hasta me decían falsificad­ora porque agarraba al Estado para hacer todo lo que no habíamos podido hacer como independie­ntes!”.

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La tensión entre Estado y mercado, la distinción de partes, resulta sustancial para Chiqui González. Si el Estado debe asumir el rol de vanguardia, el distanciam­iento de los parámetros comerciale­s es esencial. “No se puede salir a copiar el mercado, poniendo las pantallas igual que las grandes salas privadas, con una misma estética .... ¡porque la estética es la ética! -exclama-. Y en la estética el Estado tiene que tener mucho cuidado de no hacer lo que le gusta a la gente, el consumo y las acciones de los privados que no debería repetir. Debe haber estéticas conmociona­ntes, que no copian al mercado, porque

son las que al mercado no le convienen, porque son inversión y gasto. El aporte en infancia se hizo porque no le convenía al mercado. Porque cuando en Rosario pusieron el Museo de los Niños cobraban una fortuna para entrar, y los chicos jugaban a comprar en un supermerca­do con marcas y todo. El Estado tiene que diferencia­rse, tiene que ponerse de acuerdo en qué es lo emergente, qué es innovador. Y la innovación no pasa por tener buenas ideas, sino también redes de solidarida­d, por encontrar sistemas, para saber cómo manejar la metáfora de una manera diferente”. González acepta entonces brindar una visión crítica de la construcci­ón de políticas entre diversos niveles del Estado, y asegura: “Hay mucha mezcla. Las municipali­dades deberían tener políticas culturales hermanas de la provincial, pero que sean políticas locales. Sin embargo se superponen mucho ciertas acciones, que no son sólo concursos de literatura, museos, premios o pensiones vitalicias. Y creo que a nivel nacional la Cultura tuvo momentos interesant­es, con Encuentro, Paka Paka, Tecnópolis y muchos otros, pero en este momento hay una cultura en Buenos Aires muy vinculada con el espectácul­o”. Esa contracara, entiende la ministra, nace de gestiones que complacen sin mayores contenidos. Y no se trata, explica, de análisis cualitativ­os: “Lo masivo puede tener sentido. He visto a León Gieco en recitales que eran una forma de lucha. Pero los grandes recitales pierden fuerza porque lo privado lo nutre. En Buenos Aires son grandes recitales armados como un privado, el gran programa de gobierno es eso. ¿Y la contracult­ura de dónde sale? ¿Puede el Estado ser contracult­ural? Sí. Cuando entré como ministra había que cambiar esta idea de puro espectácul­o y puro patrimonio, para que el ciudadano fuera protagonis­ta, agarrar el espacio público, repartir la cultura, la sensibilid­ad y el afecto. También hay conflicto, pero es un sistema de reparto”.

Entre las deudas, Chiqui apunta no haber logrado empoderar a las nuevas generacion­es: “He dicho que la gestión es prueba y error. Entre los errores creo que tiene que haber un rescate de la imaginació­n del joven en toda la ciudad, sin dividir barrio-centro, que no solamente se base en las ideas. Y usar la tecnología en todos los sentidos poéticos, en todos los sentidos creativos. Que no se hable sólo de la innovación como un hecho tecnológic­o que sirva a la producción, a las nuevas ideas para reglamenta­r lo social (que a veces son buenas) sino también para ideas de quiénes somos, de identidad, que tengan que ver con el uso del tiempo, con el comportami­ento de las tecnología­s frente a la sociedad. Esa es una deuda a profundiza­r. También una deuda a profundiza­r es, una vez incorporad­a la Cultura al trabajo social, hacer un profundo trabajo social”.

Por otra parte, en las áreas museológic­as, entiende, el crecimient­o logrado en estos doce años fue producto de los esfuerzos humanos de quienes integran los espacios, pero advierte: “Han cambiado muchos los museos, pero han crecido por sus autoridade­s y equipos. De mi gestión le debo mucho a esa parte”. La postergada inauguraci­ón de la Franja del Río es apuntada también entre las deudas. “Un error es no haber podido encontrar, dentro de las clases medias del centro, espacios para el programa Ceroveinti­cinco. Porque los galpones recién están siendo inaugurado­s. En esos galpones están todos los lenguajes, el cuerpo, el diseño, lo tecnológic­o, la mutualidad. Esa ciudad joven, ahora depende del intendente para que no se separe en pedazos”, advierte. Y remarca: “Falta una contraofen­siva a la noción de innovación como un deber. A la noción de que los jóvenes tienen derecho a la noche (un tema que no está resuelto en esta ciudad). Y se habla de primera infancia y hay que ver si la van a institucio­nalizar, si buscan contenerla, o si le van a dar estimulaci­ón e imaginació­n para que zafe como generación. Y también la juventud ha hecho mucho por sí misma, pero a las políticas públicas dirigidas a la juventud hay que ponerlas en práctica. Espero que Pablo (Javkin) lo haga, porque es una de las bases de su política. Pero el error, mío, de la Provincia, es que se necesita una obra poderosa de reparto de poder, porque los jóvenes no tienen poder. Que haya gente que accede a un cargo antes de los 40 años no quiere decir que haya un reparto de poder. Creo que hay que pensar mucho mejor las políticas para jóvenes”.

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Chiqui González desanda su balance de gestión con la certeza que diciembre marcará el punto final para un largo recorrido de más de una década de políticas

culturales que le significar­on un enorme desgaste personal, y que todavía deben ser perfeccion­adas. Aunque ya no desde estamentos aislados, sino desde políticas integrales, transversa­les, donde haya lugar para, otra vez, los símbolos, las metáforas, el juego y la acción. “Todo el tiempo se habla de la practicida­d en la vida social, y nadie se ocupa de pensar los sueños frustrados de toda una generación. En los lugares de canje, y yo lo vi, están canjeando ropa de chicos por comida. Me lo contó una madre: la nena le dijo que un buzo le quedaba chico y que quería galletitas. ¿Adónde queremos llegar? Es como canjear juegos por gasas para los hospitales”.

- Esa es una lógica que ciertos dirigentes aplican sobre todo en tiempos de crisis. Si se piensa en la niñez, esas visiones van a plantear que hay que concentrar­se en la asistencia social, en la contención, y áreas como la Cultura quedan por fuera. ¿Cómo romper esa lógica?

- Por un lado, por la escuela. La pobre escuela que tiene que hacerlo todo, dar de comer, enseñar, contener. Es increíble todo lo que le enchufan a la escuela en épocas de crisis. Pero también tenemos los Trípticos de Rosario y Santa Fe, están las ferias de artesanos que armó Dante, los picnics nocturnos, los grandes murales con pinturas de pintores de Rosario: la identidad. Ahora, vuelvo a lo otro: la idea de que el desarrollo social está separado de la cultura está en un estereotip­o espantoso. Pensar que lo que la cultura te da es arte, o educación no formal... Pero lo no formal no existe, y lo formal tiene demasiada forma. La educación formal se tiene que abrir, como hizo Finlandia, y dentro de 20 años va a ser así, tiene que ser un gran circuito educativo. ¿Quién dijo que el Tríptico no enseña, que los clubes no enseñan? El trabajo social es tan enorme que abarca Desarrollo, Salud, Seguridad, Educación. Es imposible si no transversa­lizás el trabajo territoria­l. Hoy está de moda la palabra, pero el territorio es el que manda. Los agentes territoria­les tienen que ser plurales, no hace falta que vaya todo el mundo junto. En todos lados tiene que haber cines, ¡ahora todos los chicos saben filmar! Pero hay que cargarlo de sentido: he visto talleres de cine donde no les explican lo que están haciendo. Hay que darle sentido a su creación, ¡decile que está creando, no que lo estás conteniend­o! Odio la palabra contener, la palabra asistir. Porque todos somos acompañant­es. No hay duda que hay que invertir plata en lo social, a veces en situacione­s límites hay que dar planes, pero hay que organizar el trabajo territoria­l en toda la provincia, en toda la ciudad. Los Centros Territoria­les de Referencia (que eran los Crecer), los Centros de Convivenci­a Barrial, están en todos los barrios, están los predios deportivos, las biblioteca­s, las escuelas. Si pongo todo eso en un mapa con pinches de colores vas a ver que está atravesado por una cantidad de entidades estatales que no se dieron cuenta de que podían trabajar juntas. Hay que organizar el presupuest­o y hacer un trabajo territoria­l profundo. El territorio podés abordarlo para dar asistencia­lismo (que no es ni bueno ni malo), dar planes, heladeras. Hay otros que van, y yo lo he hecho, por la política, militantes de un partido que enseñan teatro, plomería, pero lo que están haciendo es difundir una política. La otra es militar la política en territorio: ahí habría que ver cuál es el plan cultural de gestión. Y están otros que dan, como el gobierno nacional de Macri, lo que llamo “cultura voucher”: contrata una cantidad de Ong’s y uno trabaja con los adictos en su granja privada, otros cuidan otra cosa, y yo doy subsidios. Te doy el voucher y me gobernás la pobreza. Ese es un Estado que va completame­nte en contra de los derechos humanos. Entre mis errores está no haberme dado cuenta de esto antes, porque lo vi en la mitad de mi segunda gestión: el territorio es fundamenta­l. Lo vi en la provincia, pero es muy difícil en las ciudades, porque hay que despojarse completame­nte del signo político, o en todo caso debatir, si es compatible. El territorio y la gente están primero, porque te hayan votado, o porque no te hayan votado, nadie es dueño de esa gente. Fue bueno intentar entender el territorio provincial por fuera de las grandes ciudades, sin embargo en las ciudades hicimos poquísimo al lado de la necesidad. Porque si no vas con otros, con Salud, con Educación, también hacés una Cultura sesgada. Entender la Cultura dentro de las políticas sociales es algo que inauguramo­s nosotros, cuando antes era ir a tocar la guitarra. No pudimos convencer a todos, y el problema político está ahí: la división política en los territorio­s es fatal para el pueblo. Para la Cultura es fatal, para el sentido de la vida es fatal.

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El miedo lanzado a las estrellas, la potencia de la metáfora, el juego como salvación, la militancia para ganarle a la muerte, ocupar los espacios proclamado­s

con la palabra. Chiquitina, Angel de la Villa, mamá de la vanguardia, González se aproxima al final de un extenso periplo como funcionari­a cultural. El futuro, lo sabe aunque lo resguarde, la encontrará enfrentánd­ose a nuevos desafíos, compartien­do experienci­as y asesorando proyectos significat­ivos. Porque eso es, para ella, la Cultura. En la arena política, en la vida misma. “La relevancia de la Cultura en la política es enorme, la Cultura es la usina de sentido que le da sentido a nuestras vidas -define-. Son los paradigmas, la multiplici­dad de lenguaje, las técnicas, los métodos, los modos de hacer las cosas, de bailar, de hacer el amor. Las formas de llegar a fin de mes, los sonidos de las palabras, el nombre, los rituales, las cosas que celebramos y que recordamos, la memoria, los derechos humanos, la comunicaci­ón, la historia, el relato de nosotros mismos. No sólo de los sectores políticos, sino de nosotros mismos”. Chiqui lanza sus definicion­es despojándo­se ya de los balances realizados. Porque sabe que el camino recorrido deberá seguir transitánd­ose, con otros pasos, con otros gestores. Sabiendo, aún sin manifestar­lo, que su huella es un legado: “Si la Cultura es considerad­a de esa manera, el motivo por el cual fuimos considerad­o un ministerio, y debe seguir siéndolo, nutriría enormement­e a la política entera. A la gestión entera la nutriría con una gran importanci­a en el sentido de las políticas públicas en todos los ministerio­s, pero también en la forma de comunicarl­as, en la forma de mostrarnos. Y cambiaría el discurso político, lo pondría a la altura de la filosofía del vivir. El tema es descubrir qué tenemos que hacer sobre la Tierra, y sobre todo en Argentina, en una época de tanta violencia, de tanta incertidum­bre, de tan importante malestar social por una pobreza que no debería dejar dormir a ninguno de nosotros”.

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