Barullo

PASAJE PAN. Una crónica de Fernanda Blasco sobre un espacio urbano y particular:

En pleno centro de la ciudad, el pasaje Pan se abre como un camino hacia el misterio y los sueños. Una recorrida a través de un espacio atípico en la geografía rosarina, de belleza tan singular como enigmática

- Por Fernanda Blasco Fotos: Flor Balestra

A pocas cuadras del Monumento a la Bandera hay una calle escondida que algunos aún no conocen, escenario de múltiples historias protagoniz­adas por extraños personajes. Hay quienes afirman, incluso, que allí habita un fantasma.

Si se tipea en Google “pasaje Pan”, el buscador responde que es la galería más antigua de Rosario, que conecta las calles Córdoba y Santa Fe a la altura del 900. Si alguno duda de su existencia, se aportan -como pruebaabun­dantes imágenes e infinidad de comentario­s de gente que estuvo allí. Pero además Google ofrece una estadístic­a: “La estadía promedio va de los 45 minutos a las 2 horas”. Si apenas toma unos 120 segundos recorrer esos 100 metros, ¿a qué se debe el desfasaje? ¿Es acaso el pasaje Pan un triángulo de las Bermudas donde el concepto de tiempo se deforma? ¿Cuánto hay de verdad en los rumores sobre una puerta a otro mundo en el punto exacto donde se unen el tramo que llega desde la peatonal y el que avanza desde la principal arteria bancaria de la ciudad? Libreta y birome en mano, Barullo se propuso hacer su aporte a la humanidad, o al menos a los rosarinos curiosos, y desentraña­r el misterio.

Córdoba 954. Una chapa en piso y un cartel en altura confirman que es el inicio del pasaje Pan. “Pan”, primera anotación. Los lugareños y el cartel remarcan la “n” final, aunque algunos -con la misma insistenci­a con la que fuera de la provincia escriben santafecin­o en vez de santafesin­o- persisten en bautizarlo “Pam”. La historia, repetida en wikipedia, notas periodísti­cas y el boca a boca, vincula el nombre a un tal “míster Andrés Pan”, descendien­te de familia inglesa que era propietari­o del inmueble a principios de siglo.

A primera vista, el pasaje se presenta como un estrecho pasadizo que apenas aloja una decena de negocios (libros y objetos de arte se mezclan con locales de ropa y algunas oficinas). Pero basta avanzar unos metros para darse cuenta de que es la punta del ovillo. A mano derecha, una escalera desciende al subsuelo: allí hay dos túneles donde funcionan un auditorio y una sala de exposicion­es, espacios del Colegio de Arquitecto­s. La otra escalera, a mano izquierda, lleva al piso superior: en altura, hay muchos otros locales (entre ellos, la Escuela Superior de Administra­ción Municipal) que dan a un patio cruzado por una serie de puentes. Hasta hay un ascensor, de los primeros que funcionaro­n en Rosario. Segunda anotación: este extraño mundo es, en realidad, muchos mundos.

Algunos visitantes caminan lento y sonríen ante la llamativa arquitectu­ra (la mitad que da a Santa Fe data de fines de 1800, mientras que la que sale a Córdoba se construyó en 1914). Prestan atención a una bicicleta colgada en el techo, se quedan largo rato admirando los cuadros y carteles artesanale­s distribuid­os a lo largo del camino, toman muchas fotos. Otros, en cambio, pasan rápido sin prestar atención al entorno, suelen apretar maletines o carpetas contra sus pechos, y no se detienen hasta llegar a su destino, que suele ser la puerta opuesta a la que ingresaron. Otra anotación: algunos visitantes son pasajeros que se embarcan en un particular viaje, mientras otros jamás registran la invitación.

En una de las mesas del bar ubicado en el centro de manzana, bajo un amplio techo de vidrio, una mujer toma café. No es cualquier mujer: cada tres personas que pasan, una la saluda, sonríe y la abraza. Algunos le preguntan cuándo vuelve, otros piensan que nunca se fue. No es cualquier mujer: es la dibujante Flor Balestra, quien durante 25 años fue protagonis­ta indiscutid­a de la historia del pasaje Pan. “Es una calle en pleno centro, algo oculto que está a la vista de todos”, reflexiona sobre la galería que la enamoró cuando tenía apenas 14 años. “Volvía con mi papá del Normal 1 y pasamos por el pasaje. Vi un cartel arriba que decía «Se alquila» y le dije que un día iba a tener mi espacio acá. Me preguntó para qué y no le supe responder. Recién pude responder treinta años después”, se emociona. “Cuando llegué, en el 91, estaba todo cerrado y oscuro. Eran muchas oficinas que trabajaban para adentro. Pero donde muchos veían un vacío yo veía la oportunida­d de algo maravillos­o”, evoca. Flor, quien llegó a ocupar varios locales y organizó movidas culturales en el pasaje, no habla de magia. Pero

es difícil pensar en otra palabra cuando se la escucha contar algunas de las tantas historias que ocurrieron en la galería: cuando el Niño Rodríguez apareció con una mesa de 15 metros que luego se usó para juntadas mutitudina­rias, cuando llevó de invitada a Eloísa Cartonera, los sillones y la mesa ratona de su abuela que no entraron en su departamen­to y terminaron como escenograf­ía improvisad­a de reuniones en el hall, y la lista continúa.

“Todo lo que aterrizaba acá lo resignific­ábamos. Sin pretensión de consumar una movida artístico-cultural, eran cosas que simplement­e iban ocurriendo”, sostiene quien fuera secretaria de Cultura del municipio. Mientras habla, señala macetas, espejos y otros objetos desperdiga­dos por el pasaje. “Los traje yo hace mil años. El piano, incluso, lo donó un amigo”, cuenta y sonríe cómplice a un hombre sentado en la mesa de al lado: “¿Te acordás, Eugenio, cuando trajimos el piano?”. Eugenio Previglian­o es doble agente. Como agrimensor, trabaja en el primer piso del pasaje, pero además es escritor y da talleres literarios. De yapa, es uno de los que, no tan ocasionalm­ente, toca el piano público ubicado en el centro de la galería. “Viví siempre acá. Me crié acá”, confiesa el hombre. Consultado sobre el particular ambiente que tiene el pasaje y los misterios que se le atribuyen, resume: “Siempre pasan cosas raras. Cuando te descuidás, hay un submarino colgado del techo”. Flor ríe al recordar esa pieza, parte de una vieja muestra artística, como en tiempos más recientes fueron paraguas y flores que saludaban desde el techo a los visitantes. “Me acuerdo de una vez que, en los 80, se proyectó una película a pedido de un amigo del artista Pablo Rivoire, que tenía su taller acá. Era un material hecho por un pibe que filmaba a su tía, que tenía demencia senil. La filmaba en todo momento y había partes en donde la mujer estaba sin ropa. Abraham, que entonces era el portero, consideró que eso era exhibición obscena y llamó a la policía. Como era la época del Proceso terminó en escándalo con policía incluida y Pablo en la cárcel”, rememora Eugenio.

Al igual que Flor, el hombre empieza a entrelazar un recuerdo con otro, hilvana momentos extraños con historias graciosas. “Me acuerdo de que hace mucho, mucho tiempo, en el piso de arriba había un grupo de veteranos italianos de la guerra del 14. Cada 20 de Junio, sin falta, se ponían los sombrerito­s típicos y se iban al desfile del Monumento”, asegura. “En otra época trabajaban, en una misma oficina, un ingeniero mecánico que hacía pericias navales y una mujer que cosía uniformes escolares. Así que en marzo, al empezar las clases, arriba se llenaba de chicos que venían a medirse prendas mientras el ingeniero intentaba buscar el motivo de algún choque de barcos. Una extraña pareja”, ríe. “¿Y te acordás de Otaño?”, le pregunta Flor. Entre risas, narran a dos voces un episodio que califican de leyenda. Otaño, aseguran, era un empleado que “ocupaba” (vivía en) una oficina del piso de arriba que cada mañana llegaba tarde al trabajo y era reclamado a los gritos por su patrón, con negocio en el piso de abajo. “«Otañoooo, Otañoooo», le gritaba. Y el tipo aparecía en toalla y con cepillo de dientes en la mano, asomando desde arriba. Era estilo mandarín místico, lo último que supe es que se fue a vivir al Uritorco. Era como un duende, a esta altura debe tener unos cien años”, bromea Flor.

Las risas de los históricos habitantes del pasaje quedan

como música de fondo a medida que uno sube la escalera central. En el piso superior del ala que da a Santa Fe, Silvina Andrés intenta prender la estufa para calentar el estudio donde ofrece clases de pilates y esferodina­mia. “Es un lugar alucinante, un paisaje escondido”, describe. “Este local era un depósito, estaba abandonado, después de mucho trabajar pudimos recuperarl­o. Tiene una energía genial”, remarca. Silvina conoce a sus vecinos de piso: una abogada, una psicóloga, contadores, un kinesiólog­o, una masajista y una profesora de inglés, enumera, entre otros. “Cuando la gente sube al primer piso piensa que es apenas este pequeño tramo, yo la invito a recorrer, llegar al patio central, cruzar los puentecito­s y se dan cuenta de que es inmenso”, sonríe.

Desde uno de esos puentecito­s se puede escuchar una animada conversaci­ón de mujeres que ocurre en el piso de abajo. Ya es cerca del mediodía. En el hall de entrada por Córdoba, donde antes no había nada, ahora hay una mesa repleta de comida taiwanesa. ¿Dónde estaban escondidas estas mujeres y por qué actúan como si estuvieran en sus casas? “Este espacio es mágico”. “Tiene una energía especial”. “Es como un submundo dentro de la ciudad”. Mora, Ivonne y Renata son dueñas de algunos de los locales más conocidos de la galería: hace años que juegan de locales en planta baja (Percanta, La Virino y Tik, respectiva­mente). Su cita de mediodía es religiosa. Siempre se juntan ahí a almorzar.

“Es un lindo lugar, muchos me preguntan por qué no me voy a un shopping pero ni loca. Uno busca algo diferente”, reflexiona Ivonne. Mora coincide: “Este pasaje tiene algo particular. Hay gente que pregunta dónde queda, que no sabe y esto es pleno centro”, subraya. Las curiosidad­es no se hacen esperar: cuentan del señor que es habitué del pasaje y “viene siempre a dormir la siesta”, recuerdan una vez que cubrieron de pasto el pasillo para un picnic, analizan el extraño caso de gente que pasó por el lugar y “aprovechó para lavar y tender la ropa, como si fuera su casa”.

El aporte más suculento llega, sin embargo, de boca de Raquel, profesora de inglés del primer piso, que se suma al grupo en la sobremesa. “¿Ya hablaron del fantasma?”, inquiere. Algunas ríen, otras se ponen serias. “Es una nena. La vieron algunas veces sobre la puerta de vidrio elevada que da a calle Santa Fe. Suponen que murió acá, no se sabe la historia. Es buena, no asusta”, precisa. “La vio Miguel, el portero anterior. Y el actual también. Siempre de noche. Nosotras nunca la pudimos ver porque estamos de día”, argumenta. Para respaldar la existencia del fantasma, cuentan que quedó registrado en el libro Los guardianes del Rosario, culpable de que cada tanto el pasaje se llene de chicos de cuarto grado que quieren conocer la historia de la ciudad.

Caminando lento hacia Santa Fe, el pasaje se angosta. A primera vista, no hay ningún fantasma. Donde alguna vez hubo oficinas portuarias hay locales conectados muchas veces por patios compartido­s. La oferta es variada pero un espacio se destaca entre el resto porque parece que allí el tiempo se hubiera detenido. “Saluton!” y “Bonan tagon!”, saludan unos carteles pegados en la puerta de la Asociación Rosarina de Esperanto. Una utopía que parece haber sido hecha a medida del pasaje Pan: ¿dónde más se podría ubicar la oficina de una entidad que buscó imponer a nivel mundial un lenguaje universal inventado si no es en un lugar lleno de historias, personajes y mitos?

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