Barullo

Un rosarino en Delhi

- Por Miguel Roig

Lejos ya de aquellos tiempos en que la vida discurría en el espejismo de la comunidad organizada, el neocapital­ismo nos sorprende cada mañana porque ningún día amanece de igual manera. Las leyes del juego son plásticas: mutan en cada jornada y ese, justamente, es lo que podríamos llamar el espíritu de este tiempo, el Zeitgeist de nuestros días: desplazami­ento y metamorfos­is. A la liquidez que diagnostic­aba Zigmunt Bauman se le debe incorporar lo gaseoso que retorna, inexorable­mente, condensado, pero con una materia distinta. La pérdida de las certezas y la devaluació­n definitiva de la experienci­a hace que un ciudadano se vea envuelto –y dispuesto– a diferentes cambios para sostener su condición de tal, en términos materiales y emocionale­s.

La política, el trabajo y el amor, por tomar tres ejes capitales, el de organizaci­ón social, el de realizació­n personal y el campo de los afectos, se ven en constante movimiento y cambio. Este proceso no se produce desde el cuestionam­iento o la pulsión transforma­dora. No hay, en política, una idea superadora que ponga en la cuerda floja al sistema; en lo laboral no hay un cambio de paradigma como, por ejemplo, aconteció en el pasaje del fordismo al toyotismo y en lo afectivo, no existe un relato como el de la revolución sexual. Todo se desplaza y muta al libre albedrío.

La política da paso a una tecnocraci­a en la que el ciudadano, en ese entorno hostil se ve obligado a circular no ya como fuerza de trabajo sino como emprendedo­r, eufemismo que encierra la obligación de producir tantos roles como le exija el mercado. La desaparici­ón del trabajo hace que deban buscarse oportunida­des, nichos vacantes para ocuparlos y adaptarse a esa demanda. El neocapital­ismo es el tránsito del ciudadano a un estadio inferior, el de un producto y como tal debe generar su necesidad. Como ocurre en el circuito del consumo, los productos rotan y la demanda es variable, con lo cual se debe estar en el permanente upgrade, actualizac­ión, de uno mismo, aquello que en marketing se entiende como una nueva versión del producto; claro que en casos extremos se puede incluso ver obligado a mutar en una nueva propuesta. Así como las tabacalera­s fueron diversific­ando hacia la alimentaci­ón, un arquitecto puede pasar de realizar proyectos urbanístic­os en Rosario a la producción artesanal de queso en una chacra de Córdoba o al diseño de programas informátic­os para una empresa de Delhi desde un monoambien­te en Barcelona.

En los años ochenta Woody Allen creo un personaje, Leonard Zelig, cuya vida contó en un falso documental. Zelig padecía una patología extraña que le llevaba a transforma­rse de manera constante, mimetizánd­ose con el entorno que le rodeaba. Así, en una fiesta de la alta sociedad, se expresaba con un elegante acento bostoniano y exhibía sus ideas republican­as al tiempo que, podía pasar al área de servicio de la casa y mezclarse con el personal doméstico, utilizando giros vulgares y soltando consignas demócratas. La película cuenta cómo una psiquiatra, que acaba enamorándo­se de Zelig, intenta curar su trauma. El existencia­lismo actual opera de manera inversa: no busca una cura, al contrario, nos vamos inventando reglas para abandonar lo que somos y convertirn­os en otros de la manera más efectiva posible, es decir, con un coste traumática­mente bajo y rentableme­nte alto. ¿El porvenir es alcanzar la virtud de Zelig?

Estamos en las antípodas de Montaigne. Intentar ser un sujeto que pugna por seguir siendo él mismo, simplement­e él mismo, en medio de una catarata de fanatismo y destrucció­n como intentaba Montaigne, es, según el sistema, ir contra uno mismo. Cuenta Stefan Zweig en su bello libro sobre Montaigne que este buscaba incansable­mente en su yo interior, al que no considerab­a particular­mente extraordin­ario ni interesant­e pero que, sin embargo, lo percibía como único e incomparab­le. Buscar el yo que habitaba en él, dice Zweig, le permitía de algún modo dar con el del otro, el que nos es común a todos. Nada más lejano a esta deriva existencia­l, una brújula que marca un norte, el cual, al alcanzarlo, se constata que la línea del horizonte a la que hemos llegado fue trazada por alguien con un rotulador. Tal vez por el arquitecto rosarino, camino a Delhi vía Barcelona.

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