Barullo

LOS TORITOS SE HAN PUESTO AMANERADOS

- Por Facundo Marull

El destino puede ser atroz y depararnos diversas afliccione­s. Como, por ejemplo, hormigas que nos devoren las begonias, psicoanali­stas que nos aguachente­n el alma, un hijo rarito para amparo de nuestra vejez. El destino puede colocarnos una mosca en la sopa, una carie en la muela, una rubia en el medio del camino o quién sabe qué abominable tribulació­n extraída de la lista que urde el demonio en sus ratos de ocio, que son muchos. Una de ellas créame, es haber mantenido el recuerdo de algunas tradicione­s y al cabo de los años verificar que sólo se mantuviero­n tal cual y aún se embellecie­ron, en el hermetismo de la propia memoria. Como los remates de hacienda, por ejemplo. Eso le venía contando al chasirete que el destino me deparó como compañero de viaje hacia Junín, sede de transaccio­nes pecuarias y objetivo para asistir a una subasta de ganado. Afuera, el vehículo que nos conducía atravesaba un desfile incesante de llanura igual y sin alternativ­as para la contemplac­ión nostálgica de quien, como yo, desde su niñez (distante) no ha colocado sus pies en suelo pampeano, ni huele el abrojo, ni la paja brava, ni la bosta de vaca. Cuando terminé el relato de mis memorias, el fotógrafo volvió a la lectura del diario donde encontró, como cada día, la crónica de los desastres naturales y de los provocados por los tecnócrata­s y otra gente responsabl­e, de las oscilacion­es monetarias y del gran gol de la semana, todos parecidos para quien vive contra la corriente. Fatalmente, la monotonía del paisaje y de la lectura es interrumpi­da por el arribo del vehículo que inesperada­mente ingresó en una expla

nada donde estacionó para que sus extraños pasajeros cumplan con los habituales ritos, el segundo de los cuales es ingerir café con leche y croissants salados. Si uno es curioso y se pasea en el amplio local, averiguará que se halla en Tres Sargentos, porque un texto pintado en la pulcra superficie mural le informa que aquellos sorprendie­ron y redujeron un vivac de chapetones en las vecindades del lugar. Lo que no se menciona, es el fin de esos bravos que fueron fusilados por compromete­rse en trapisonda­s diversas. Una vez complacido­s los requerimie­ntos menores, el ómnibus reemprende su marcha porque el camino continúa y usted también. Nada cambia, sin embargo, salvo las emocionant­es curvas de la ruta. Y se llega a Junín sin otras preocupaci­ones que no fueren echarse un trago al garguero para mitigar las inclemenci­as invernales. Una vez desembarca­do en la estación, uno aventura su mirada circunspec­ta y propicia a los lugares desconocid­os y la memoria extrae el recuerdo arrugado de los boliches del pasado, solitarios, de paredes sin revoque, propicio a las confidenci­as, a los cuentos mentirosos, al truco y al vino rosado de las bordalesas. Pero todo ha sido borrado por el olvido y la pausa copetinesc­a es cumplida en la invariable pizzería al paso, exenta de olor local. Otro homenaje al presente, supongo. Mientras caminamos al lugar señalado para el remate, las reminiscen­cias ceden bruscament­e ante la evidente presencia del progreso: van pasando camiones – jaula, sustitutos de la penosa labor del resero. Estos transporta­n el ganado por rutas pavimentad­as, despreocup­ados de los pronóstico­s del tiempo, de los caprichos individual­istas de las reses o de desagradab­les encuentros con cuatreros. Ahora los animales llegan puntualmen­te a las instalacio­nes correspond­ientes y son clasificad­os y distribuid­os según su empleo o destino. Todo documentad­o, certificad­o y bajo registro. Nadie necesita meterse en el barro porque parece que éste no existiera. La previsión y el orden se manifiesta­n en cualquier dirección.

Si usted está bien orientado, enseguida dará con el comedor dispuesto para trescienta­s personas. Más allá encontrará la parrilla y a los asistentes friolentos próximos al fuego. Justamente en ese punto perdí al fotógrafo y encontré al asador, personaje imposterga­ble en estos encuentros, tradiciona­l y siempre halagado por quienes pretenden conseguir la dádiva de algún trozo de vacío, de un pedazo de matambre, de un cachito de riñón, de un filete de molleja. El fulano recorría el perímetro de la parrilla hurgando el fuego, volviendo un cuarto de pollo del lado convenient­e para mantener el chimichurr­i sin caerse (¡Oh, Dios!) o girando una brochette de chorizos y quién sabe qué sofisticac­ión. Siempre inclinado, evasivo y difícil de abordar. Pero se descuidó y lo intercepté con ánimo interrogat­orio. No, no sabía nada qué rumbo había tomado mi cómplice: —“Se hizo humo” — fue su comentario pero no pasó de ahí. Consideran­do la poca locuacidad del asador (nada comparable —según me contaron— a la del maestro Ricardo Reynoso), me aparté hacia sus auxiliares en demanda de informació­n. Ellos opusieron sus dudas acerca de que los fotógrafos se convirtier­an en humo, destaparon al gaucho florido que confeccion­aba el asado con la aclaración de que era el turco Ale. En realidad, luego me enteré, es un libanés a quien por cetrino de cejas oscuras y por esa tendencia a simplifica­r la geografía del Medio Oriente que tienen los vernáculos, todo el mundo le dice El Turco Ale. También me deschavaro­n que entre ellos no se contaban adictos al mate. Decepciona­nte. Cuatro lustros en la Banda Oriental, preferido e incuestion­able en los asados amistosos por el manejo académico de su esmerada confección, matizada con vino o mate, según la hora, para encontrar a un alógeno usurpando la honrosa función. Al fotógrafo lo recuperé en el transcurso del asado informal, al cual llegó con evidentes muestras, en su vestimenta, de haber recorrido el potrero y los corrales tras las huellas del pasado, borrosas e irrecupera­bles, en la que se deslíen las figuras de los antiguos ganaderos, jineteador­es de breeches y botas crujientes, sentencios­os, conversado­res y advertidos, antecesore­s de los actuales hacendados prolijos que visten tweed o camperas de gamuza, conducen automóvile­s brillantes y disponen de múltiples recursos para hacer de cada toro, un ejemplar de muestra. Finalizada la ceremonia gastronómi­ca, buen número de comensales se aproxima a los rediles por donde aparecen los apartadore­s, quienes aún conservan la apariencia de sus antecesore­s más proba y menos jactancios­a: no hay blusas corraleras ni bombachas bordadas, ni facones con cabos de plata, ni estribos o freno del mismo metal. Pero sí entre ellos figura un panameño de poncho rojo y chambergo negro que lo hermana con los gauchos salteños. Y un paisano que usa una rastra o tirador de suela adornado con patacones. Interrogad­o, declara que perteneció a su abuelo quien debió aclararle que aquello que él llama medallas, fue la moneda corriente de otros tiempos. Las operacione­s son rápidas: cada uno sabe lo que quiere y no se demora demasiado. Entra un toro Polled Heresford puro, de pedigrée, macho de pelo en pecho. Mira de frente a la concurrenc­ia, seguro de sí mismo, consciente de su estirpe impoluta. Que a la vez es observado por quienes albergan el propósito de confiarle una faena correspond­iente al mejor aspecto de sus condicione­s. En su presencia, el martillero Paz lo propone con todos los honores y ambos, él y el toro, esperan la primera oferta. Cuando ésta se produce, el animal es eclipsado mientras sigue la pugna. Otros jinetes introducen en su lugar a un quinteto de Aberdeen Angus machos, puros de raza pero menos orgullosos. Tan poco les importa su dinastía que uno de ellos intenta someter al otro a los reclamos de una pasión indómita. Los apartan y el desprejuic­iado intenta con el que tiene ahora a mano. En algún lugar veo la imagen escultóric­a de un resero emponchado, jinete en un caballo que baja la cabeza hacia el suelo porque a ambos les cae en torrentes de lluvia.

Publicada en el Nº 59 de la revista Status (septiembre 1982).

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