Barullo

La plaza del amor verdadero

- Por Sebastián Riestra Foto Pancho Guillén

I.

La zona norte de la ciudad nunca fue mi territorio. Pero hubo una época en que, impulsado por el amor, la caminé de noche. Y así fue que la descubrí, mientras andaba suelto, fumando, bajo las estrellas del cielo de verano: la plaza Santos Dumont. La plaza de los arcos de medio punto, hechos de ladrillos, como un monumento etrusco abandonado a orillas del Paraná, resto de un pasado enigmático y remoto.

Rosario no es linda, para qué vamos a engañarnos. Su crudo damero la torna insalvable­mente provincian­a. Y el pragmatism­o sin fisuras que constituye tanto la superficie como el trasfondo de la mayoría de sus habitantes no ha contribuid­o a embellecer­la, justamente. Acá la gente viene o nace para hacer dinero. Y quienes lo hacen, lo gastan en otra parte.

Pero claro, está el río. Esa gigantesca serpiente marrón que acaricia el flanco de la urbe aporta una inesperada ración de milagro. Y ahora, que las rejas que cercaban el puerto han desapareci­do y todo el horizonte se abre generoso hacia el Paraná, los turistas se paran deslumbrad­os ante la bestia dormida que pasa y pasa. Aunque baste recorrer un par de docenas de cuadras hacia el sur para que el paraíso se transforme en infierno.

En la vieja ciudad, antes de las obras que convirtier­on a la costanera en el paseo de los ricos, los rincones desde los cuales se podía contemplar el río eran pocos. Uno era la plaza Guernica, que ahora es el parque España. Y otro, perdido en la intrincada geografía de Alberdi, era mi plaza. Esa donde iba a soñar.

(Siempre llegué a ella con alegría. En aquellos años, de

pelo largo y eterno libro bajo el brazo, la plata que había en los bolsillos era escasa. Apenas alcanzaba para el boleto de colectivo ida y vuelta, un paquete de diez cigarrillo­s y un escueto café. Cuando había para ginebra, era un lujo. Y para comer en un bodegón, una efeméride. Pero alegría nunca faltaba).

Allí estaba, señorial, serena, finisecula­r. Como reclamando la llegada del crepúsculo. Remanso entre remansos, oasis de oasis. Planeta fuera del tiempo. Me sentaba frente al río, con el cigarrillo ya encendido. Suavemente, comenzaba a atardecer.

II.

El debate político nunca terminaba. La ardorosa discusión de turno en el café o la asamblea estudianti­l concluía, pero nos mandaba de cabeza a los libros. Esos libros que iban y venían de mano en mano, tras haber sido adquiridos en algún negocito de usados. Marx, Lenin, Trotsky, Mao, Lukács, Plejánov, Bujarin, Aricó, Astrada, Marcuse, Althusser, Galeano, Hernández Arregui, el Che. Parece otro mundo, ¿no? Ah, perdón. Es otro mundo, no parece.

Muchas derrotas llegaron en la década del noventa. Los que se jugaron la vida y pagaron con la vida, escribí entonces, se jugaron por un pueblo que nunca se jugó. Que aplaudió a Videla en la final contra Holanda, aquel maldito año 78. Que vivó a Galtieri (¡a Galtieri!) cuando los milicos invadieron Malvinas en el 82. Que votó la reelección de Menem. Que eligió a Macri. Ah, perdón. Eso fue más tarde.

El debate político parecía eterno, pero yo a veces me esca

paba. Era poeta, no militante. Y por lo tanto huía. Me iba a fumar, a leer por ahí. A darle un beso a una boca olvidada. Me iba a la plaza Santos Dumont, sobre la calle Álvarez Thomas, en el barrio de Alberdi. Para llegar, tomaba el rarísimo 210 rojo.

(Los taludes bajaban dulcemente hacia la costanera. Más abajo podían verse las canchas de tenis de Remeros. ¿Las nubes eran distintas en 1983? Sin duda. Todo era distinto en 1983).

III.

La música era otra pasión que no tenía límites. Lo curioso es que después de intoxicarn­os con Silvio, Pablo, Viglietti, Zitarrosa, los Olima o los Quila, volvíamos insoslayab­lemente al rock. Es que así nos habíamos formado, entre Serrat y Genesis, entre Spinetta y Crimson, entre la Máquina de Hacer Pájaros y Emerson, Lake & Palmer. Y yo tenía un amor inconfesab­le entre mis amigos de izquierda: me encantaba James Taylor.

En 1981 llegó a mis manos un hermoso vinilo importado: se llamaba Flag, y era lo último de ese songwriter sentimenta­l y medio dulzón que me volaba la cabeza tanto a mí como a algunas chicas que me gustaban demasiado. Había una canción en especial que me seducía, a pesar de que su letra se enfrentaba de plano con mis firmes conviccion­es de lucha social. El tema no era de Taylor, sino de una mujer a la que JT recurrió habitualme­nte para versionar sus canciones: Carole King. Aunque en realidad la letra es de quien fue marido de Carole, Gerry Goffin. La canción en cuestión se llama Up on the Roof ―literalmen­te, Arriba del techo―. Ahí va:

Up on the Roof

When this old world starts a getting me down And people are just too much for me to face I’m gonna climb way up to the top of the stairs And all my cares just drift right into space

On the roof, it’s peaceful as can be

And there the world below don’t bother me No, no

So when I come home feeling tired and beat I go up where the air is fresh and sweet

I get far away from the hustling crowd And all that rat race noise down in the street

On the roof, that’s the only place I know Look at the city, baby

Where you just have to wish to make it So let’s go up on the roof

At night the stars, they put on a show for free And darling, you can share it all with me That’s what I say

Keep on telling you that

The right smack dab in the middle of town I’ve found a paradise

Just about trouble proof

And if this old world starts a getting you down There’s room enough for two up on the roof

Up on the roof, up on the roof, oh now Everything is alright, everything is alright Come on

Drop what you’re doing tonight

And climb up the stairs with me and see

We got the stars up above us and the city lights below Oh

Up on my roof now.

No tiene sentido que la traduzca entera, cosa que por otra parte haría bastante mal. Pero la (hermosa) letra de Goffin es una auténtica apología de la fuga de la realidad: su propuesta es que, cuando el mundo nos canse y “la gente sea simplement­e mucho para enfrentarl­a”, la solución se encuentra, sencillame­nte, “arriba del techo”, donde “está tan pacífico como puede estarlo”. Mi “techo”, ahora lo entiendo, era la plaza Santos Dumont.

Hace mucho que no miro el río desde la querida altura de su barranca. Como a todos, la vida me tiene agarrado por aquí y por allá. Y ya no tengo tiempo para buscar amparo entre sus arcos de ladrillo, que tantas veces me cobijaron en el pasado. Aunque alguna de estas tardes volveré. Ya no existe la ilusión revolucion­aria, tampoco el 210 rojo, pero el 143 que tomo en la esquina de casa, en la zona sur, me dejará en Rondeau y caminaré rumbo al río. Llegaré, como hace tantos años, a la plaza, y miraré de frente el cielo del atardecer.

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