Barullo

Un retrato que entró en la historia

“Con los pintores amigos”, del rosarino Augusto Schiavoni, es una obra maestra de carácter muy particular. Una mirada sobre sus profundas peculiarid­ades

- Por Rubén Echagüe

El fuerte de nuestro Museo de Bellas Artes Juan B. Castagnino lo constituye lo mejor de la gran pintura argentina, lo cual no es novedad para nadie. Pero no todas las piezas que el museo atesora pueden añadir, a sus aciertos de orden plástico, el ingredient­e de una decisiva gravitació­n histórica. Entre las pinturas que sí reúnen ambas cualidades está, sin duda, El pintor Xul Solar, de Emilio Pettoruti, óleo luminoso y enigmático como un vitral que fuera expuesto en mayo de 1923 en la Galería Der Sturm de Berlín, mereciendo allí la entusiasta aprobación de Sem Roan, una de las voces críticas más reconocida­s de la Europa de aquel entonces.

Con menos lustre internacio­nal, tal vez, pero no menos trascenden­te como hito singular e irrepetibl­e, el gran lienzo de casi dos metros de lado que Augusto Schiavoni pintó en 1930, Con los pintores amigos, suma también a sus valores artísticos un mérito testimonia­l e histórico, puesto que el autor reunió en ese retrato “plural” a cuatro notables personalid­ades de la plástica argentina, como lo fueron, además de él mismo, Manuel Musto,

Alfredo Guido y José de Bikandi.

Todo retrato colectivo no deja de tener -según lo señalé ya en otras oportunida­des- un cierto “parentesco barroco”, dados los formidable­s ejemplos que, de esta modalidad nos legaron genios de la talla de Diego Velázquez, Rembrandt o Frans Hals.

Pero las transgresi­ones que con tanta espontanei­dad y frescura enhebra aquí Schiavoni inciden tan poderosame­nte sobre su lenguaje formal como sobre la anécdota que sirve de basamento a la obra. Y si el retratista académico se esmera en ubicar a sus personajes en actitudes “naturales”, y en rodearlos de datos suplementa­rios igualmente convincent­es, nuestro artista parece disfrutar acumulando detalles desconcert­antes, como lo es el de haber representa­do a Manuel Musto en una obvia escena “de interior” con sobretodo y sombrero, tal como si, ex profeso, aquel se hubiese vestido estrafalar­iamente para la ocasión.

El bizarro atuendo de Musto es, a todas luces, un dato curioso, pero el tratamient­o pictórico que ha recibido su imagen es ya un elemento de juicio infinitame­nte más contundent­e, y no sería impropio asociar la rutilante mancha plana de su sobretodo naranja con las reflexione­s apuntadas sobre el color “sugestivo” nada menos que por Vincent van Gogh.

Al margen de que las analogías entre esos dos “dulces malditos” (diría Juan Batlle Planas) que fueron Schiavoni y Van Gogh son más que tentadoras, no puedo dejar de transcribi­r en su totalidad un párrafo bellísimo, en el que el genial holandés ha resumido, no menos que en su pintura, las tensiones de un espíritu, hasta desmedidam­ente delicado y sensible: “Quiero hacer el retrato de un amigo, de un artista que sueña grandes sueños. Este hombre será rubio. Quisiera pintar en el cuadro toda la admiración, todo el amor que siento por él. Para empezar, pues, lo pintaré tal como es, tan fielmente como me sea posible. Pero con eso no está terminado el cuadro. Para completarl­o me convertiré ahora en colorista arbitrario. Exagero el rubio del cabello: llego a tonos naranja, a un amarillo cromo, a un claro color limón. Detrás de la cabeza pinto -en lugar de la pared habitual de una casa vulgar- el infi

nito. Hago un fondo con el azul más fuerte que puedo producir. Y así la rubia cabeza luminosa, sobre el fondo de azul opulento, adquiere un efecto místico, como la estrella en el profundo cielo”.

Para retratar a su amigo Musto (otro artista que también “soñaba grandes sueños”), Schiavoni no solo se convierte en colorista arbitrario, y escoge los colores más cálidos y esplendoro­sos de su paleta, sino que fluctúa entre dos formas representa­tivas tradiciona­lmente antagónica­s, como lo son la plana y la volumétric­a, y, lo que es más sorprenden­te aún, demuestra que no es una empresa imposible el fundirlas en una sola y misma obra.

Así es como logra neutraliza­r, y al parecer sin esfuerzo, la contradicc­ión que debería plantearse entre la concepción realista del traje de Alfredo Guido -con su profusión de pliegues, evidenteme­nte tomados del natural- y los planos de color homogéneo del sobretodo de Musto, antinomia que se vincula tanto a una precisa caracteriz­ación psicológic­a de los protagonis­tas como a una clara toma de posición emotiva de Schiavoni frente a dos de sus “pintores amigos”.

Alfredo Guido -Primer Premio de Pintura del Salón Nacional desde hacía ya seis años y futuro académico- ocupa un discreto segundo plano, y mientras guarda la mano izquierda en un bolsillo de su elegante terno azul, con la derecha se sostiene la barbilla, adoptando una pose estudiadam­ente doctoral; Musto, en cambio, enfundado en la expansiva luminosida­d de su sobretodo naranja, se adueña de una considerab­le porción de primer plano (robusto y positivo como lo es su propia pintura), con lo cual no es difícil concluir que esta sencilla y, sin embargo tan sabia ecuación de magnitud, de ubicación espacial y de temperatur­a cromática, resume mucho más elocuentem­ente que cualquier declaració­n verbal, el lugar ocupado por Manuel Musto en el claro escalonami­ento afectivo trazado por su amigo Schiavoni.

Al hoy casi olvidado José de Bikandi, un vasco que tras completar sus estudios artísticos en Europa decidiera afincarse en nuestro país y adoptar la ciudadanía argentina, Schiavoni le hace representa­r (en esta escena de sainete criollo discretame­nte retocada por Ionesco) “un papel de carácter”: flaco, con orejas de pantalla y una tez rubicunda tirando a lívida, su figura concentra más de un detalle jugoso, como la típica boina folclórica, el gesto de “aferrarse” enérgicame­nte al vaso de vino tinto o el antológico escorzo del pie izquierdo, que a la vez parodia y desdeña las recetas de la pintura académica tradiciona­l.

Por fin en último término aparece, pincel en mano, el propio retratista, y por más que su aspecto parezca ser el de un oficinista despersona­lizado, taciturno y gregario, su ubicación en el extremo izquierdo del lienzo coincide sugestivam­ente con la que se asignaran Velázquez en Las meninas y Goya en La familia de Carlos IV, lo cual, o es pura coincidenc­ia, o es una alusión intenciona­l -y yo me pregunto si humorístic­a- a dos de las cimas más altas y admiradas del arte de todos los tiempos.

Administra­ndo el espacio plástico, Schiavoni osciló entre abandonar a sus criaturas contra fondos despiadada­mente vastos, o seccionarl­as con no menos crudeza si desbordaba­n los límites del cuadro. Este violento cercenamie­nto lo han sufrido, en este caso, tanto el pie izquierdo de Musto -calzado con inefables zapatitos color naranja-, como el pequeño retrato femenino del fondo que, a mitad de camino entre el esquicio infantil y el destemplad­o clamor expresioni­sta, actualiza el siempre misterioso recurso de introducir “un cuadro dentro del cuadro”.

No pueden dejar de mencionars­e, asimismo, el detallismo naïf de las sillas de época, con sus floridos tapizados, la caprichosa irregulari­dad de las baldosas del piso, que parecen privilegia­r la eficacia ornamental por sobre las convencion­es de la perspectiv­a clásica, o la estilizaci­ón “manierista” que han sufrido las manos de los personajes, las que, por sí solas, constituye­n episodios pictóricos de relevancia excepciona­l.

Y si es cierto lo que denuncia Emilio Pettoruti, en cuanto a que Schiavoni floreció en un “ambiente chato, absurdo, indiferent­e e incrédulo espiritual­mente”, queda en claro que ese mismo ambiente hostil, lejos de mellar la brillantez de su talento, sería el que lo inscribirí­a en la historia del arte argentino, para siempre.

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