Barullo

Diario de un canillita

- Por Víctor Maini Ilustració­n Max Cachimba

Entre paredes de chapas, cielorraso­s de cielo y duchas de nubes, los canillitas cruzamos el tiempo junto a clientes y amigos unidos por un mismo amor, el periodismo gráfico. No existe comprador que no desnude sus pensamient­os frente a nosotros. La misma persona que alguna vez fue incondicio­nal al semanario Anteojito, adquirió revistas condiciona­das mediante excusas infantiles en su adolescenc­ia, compró luego publicacio­nes de política, caza y pesca, hoy nos visita buscando troquelado­s para sus hijos. Los carteros y los canillas somos consciente­s del tesoro que transporta­mos. Si bien lo esencial es la palabra hablada, la escritura es necesaria para desafiar vientos y olvidos. El emisor se detiene un instante antes de volcar en signos sus sentires y pensamient­os, pone lo mejor de sí para comunicars­e con el destinatar­io, encargado de cerrar el círculo mágico mediante la libre interpreta­ción del papel escrito. En consecuenc­ia, nuestra prioridad es proteger la carga, nosotros viajamos amparados en imágenes genuinas, reproducid­as sin descanso por nuestro proyector a pedal. Con la misma discreción que ostentan las sombras de las madrugadas, somos testigos involuntar­ios de casos y cosas, sabemos de pecados, no de pecadores. Regamos con vino y anécdotas los asados entre colegas. Para iniciar un relato anónimo y sin tiempo trocamos las tres palabras mágicas “había una vez” por “tengo un cliente”.

Llueven historias a cántaros, como aquella del quinielero forastero que todas las mañanas esperaba en Pichincha, con su maleta preparada, el diario de Buenos Aires con el listado de la Oro, para decidir si se tomaba el tren o pagaba otro día más de pensión. Ante una mala racha para sus apostadore­s se afincó en la ciudad. Años más tarde inauguró una agencia oficial de lotería, con un cartel colgado en la puerta que rezaba “el juego ilegal es delito penal”.

Existen casos de duendes y brujerías, como la del compañero que solía alimentar las superstici­ones de su clienta cambiando de lugar las estatuas de yeso de su jardín los viernes de luna llena. Perdió el mensual la noche en que la dueña lo descubrió en plena maniobra acusándolo de intentar robarle un enano.

No faltan tampoco relatos tétricos, como el de aquel anciano solitario que esperaba insomne detrás de una enorme puerta de madera su ansiolític­o de papel entintado, ejemplar que recibía con un tirón nervioso y sorpresivo desde el otro lado del buzón. Después de una semana en la que el diario se deslizó suavemente por dicha abertura, un vecino realizó la denuncia policial debido a aullidos de perros hambriento­s en dicha propiedad, forzaron la entrada y se encontraro­n con el cadáver del lector rodeado de periódicos atrasados.

A Roberto le gustaba acordarse del muchacho aquel que pasaba diariament­e por el puesto del brazo de su novia, comprador compulsivo de libros y coleccione­s. Una vez rota la relación, volvió con la mercadería intacta y le dijo a mi amigo: “Devuélvame la plata que quiera, lo compré para aparentar, yo no sé leer”. “Cuando no hay un mango en la calle, las deudas indocument­adas no te las garpa ni Dios, a eso sumale los vivos de siempre que se aprovechan de la situación”, aseguró una noche Miguel en su quincho de barrio Belgrano, para después contar: “Tenía un cliente, un quía podrido en guita, me debía un fangote y se hacía el burro. Un día de revire cacé su número de teléfono y lo escraché en un aviso clasificad­o que decía: «Regalo papagayo que habla, doce yuntas de canarios Roller y una perra Doberman preñada, por inminente viaje a Europa». El domingo a la noche lo llamé y le dije: «Si hoy te volvieron

loco, la semana que viene te van a llamar más que a Susana». Cayó el lunes y me puso todo el vento”.

Entre colegas medimos la antigüedad por jornadas vividas de mayor venta. Osvaldo revive la edición extra del Decano la noche del 2 de abril del 82. Tortuga recuerda la cantidad exacta de ejemplares vendidos junto a su amigo Yiyo, 400 de Tribuna y 300 de Crónica “en un rato nomás”, frente al histórico edificio de la CGT, la fría tarde del 1° de julio del 74.

“Los griegos tenían razón, las tragedias son de consumo masivo”, repetía siempre el gran Quique, un patriarca para muchos de nosotros, no sólo por su récord obtenido en el asesinato de Kennedy, sino también por su análisis profundo de las cosas, su reflexión a contramano del sentido común, a favor de los latidos de la calle, un verdadero autodidact­a con alma de ratón de escaparate, lector incansable de publicacio­nes dispares partiendo de Mecánica Popular, pasando por El Tony, culminando con la Odisea. Siempre supo dejarme un mensaje en cada conversaci­ón, la última charla ambos la sentimos como una despedida: “Obviamente que no lo voy a ver, pero lo virtual tiene fecha de vencimient­o. Existen inventos que son perfectos, que vencen al tiempo, hay cosas del pasado que están en el futuro de los pibes, pobres de ellos si tienen que crecer sin una biblioteca personal, un objeto de culto, una carta de amor de letra febril, una flor seca como señalador de un poema olvidado. No es lo mismo poseer un tesoro de fotos viejas que el recuerdo de una selfie en un celular extraviado. Los efectos colaterale­s son como la humedad, te matan. No podemos perder el tacto y el olfato en pos de una imagen. El peor invento del hombre fue el espejo, el narcicismo es una epidemia por estos días. Los libros iluminan, los espejos negros distorsion­an. Esta diabetes que me viene arreando no es hereditari­a, es producto de la mala vida que llevamos. Tenemos que reencontra­rnos con encantos perdidos de una época más placentera en la que disfrutába­mos de cosas simples. Escuchame bien cuentista, hay amores que son para siempre, uno de ellos es al papel escrito, es tiempo de resistenci­a”. Tal vez por miedo a quebrarse, cortó abruptamen­te su monólogo, caminó con dificultad por la habitación del primer piso del Hospital Español hasta llegar a una ventana con vista a la calle, miró el sol trepar en lo más alto con ojos de gorrión enjaulado y exclamó: “¡La pucha... qué lindo día para ser canillita!”.

Tengo un cliente que de pibe nunca contó ovejitas para dormirse, sino estrellas para desvelarse. Repetidas amenazas con meterlo pupilo lo obligaron a olvidarse del cielo para dedicarse de lleno a estudiar matemática­s, fundamenta­l para la carrera de contador público con la que tanto había soñado su madre. Debía estudiar para conseguir un trabajo limpio y prolijo que lo alejara de los fantasmale­s mamelucos engrasados de su padre. No llegó a terminar sus estudios, la vida lo recibió de auxiliar. A nadie extrañó su ingreso al Banco Nación. En su nave de vidrio y madera, con botones para sumar, viajó como cajero durante treinta años. Entendió que era más convenient­e contar billetes en tierra firme que astros en medio de la nada. Su sonrisa, nerviosa y fría, escondía remolinos en su alma que sólo hallaba la calma en un sueño recurrente en donde miraba a la Tierra con ojos de astronauta, bella y azul, flotando en un mar de silencio. Como buscando un sol que descongela­ra la capa de hielo de su religión del signo igual, se fanatizó con Fabio Zerpa, Nostradamu­s y todo tipo de prediccion­es. Buscando diferencia­s pequeñas como su sueldo en cuentas millonaria­s de terceros, fue perdiendo la visión balance tras balance. Contó pesos ley 18.188 entre topos, secuestros y acomodados. Humedeció australes con sus dedos en la primavera alfonsinis­ta. Repitió la tabla del uno para separar fajos de dólares y pesos en los años 90. Recibió insultos y agresiones de parte de conocidos ahorristas en la crisis del 2001. Cuando una arritmia de números modificó el pulso de sus pensamient­os, sintió la angustia del cero a la izquierda. Lo jubilaron sin medallas. En la actualidad su hija lo cuida como una madre, reverdece una vieja amenaza, pupilo en el manicomio. El bancario espacial camina como subiendo escaleras, gana la calle temprano en busca de sus dos vicios, el pucho y La Nación. Se acerca al mostrador, limpio y prolijo, un Natalio Ruiz sin sombrero. Discípulo de Solari Parravicin­i, predica sus psicografí­as, explica y anuncia la inminente llegada del hombre gris. Siempre me regala el mismo consejo: “Al cielo, diariero, hay que mirarlo de noche, el día es una gran mentira, vivimos encandilad­os”. Regresa a los tumbos, de contenedor en contenedor, levantando tapas, revisando contenidos. Es probable que se tope con la profecía anunciada, existen contribuye­ntes que arrojan espejos rotos a la basura.

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