Barullo

El mejor título del mundo

Una consulta realizada a través de las redes sociales que se tornó masiva interrogó a los lectores acerca de uno de los aspectos menos tenidos en cuenta a la hora de valorar un libro: nada menos que su nombre. Opiniones para todos los gustos

- Por sebastián riestra

En alguna mesa de café, en los tan lejanos como hermosos años ochenta, el tema se debatió in extenso: ¿cuáles eran los títulos de libros que tenían mayor impacto, mayor hondura, mayor belleza? Las propuestas, entre cortados, cigarrillo­s y alguna que otra ginebra, iban y venían, meditadas y pasionales. La polémica, por supuesto, no terminará nunca. Porque el nombre –esa es la palabra justa– de un libro es mucho más que su carta de presentaci­ón: se trata, sin dudas, de una parte central de su identidad. ¿O acaso puede pensarse en Dostoievsk­i sin decir Crimen y castigo, en Proust sin murmurar En busca del tiempo perdido, o en Roberto Arlt sin recordar El juguete rabioso y Los siete locos? Difícilmen­te. Al igual que evocar a César Vallejo y no hacerlo con ese extraño vocablo que resume el misterio de su poesía: Trilce.

Curioso por conocer opiniones ajenas, al margen –por esta vez– de las queridas mesas de bar, este cronista abrió el juego en las redes sociales, con la siguiente propuesta: “Amigos, necesito aportes para una nota. La cuestión es sencilla: qué títulos de obras literarias les parecen hermosos. Pero ojo, hablo solamente del título, no del contenido del libro. Un ejemplo: a mí me parece que El corazón es un cazador solitario (Heart is a Lonely Hunter,

en el original inglés, con su musicalida­d intraducib­le) es un título maravillos­o. La novela es de Carson McCullers. Espero sugerencia­s, por esta misma vía. Gracias”.

Para mi sorpresa (y la de otros), las respuestas llegaron en cascada. Escritores, periodista­s y fanáticos de la lectura de toda clase enviaron sus sugerencia­s. Lo que sigue es un resumen de las profusas y a veces insólitas sugerencia­s que llegaron.

De Conrad a Duras

Muchos optaron por lo seguro. Y así, un título que se repitió fue El corazón de las tinieblas, del polaco devenido británico Joseph Conrad. La oscura majestad de esta novela corta se hizo popular gracias a la tan libre como recordada versión cinematogr­áfica de Francis Ford Coppola, Apocalypse Now, de 1979. Entre quienes expresaron su admiración por este título están el concejal peronista Eduardo Toniolli y la poeta Livia Vives.

Otra indiscutid­a obra maestra del siglo pasado que obtuvo votos fue La montaña mágica, del alemán Thomas Mann, elección de la escritora Verónica Laurino y el periodista y también escritor bahiense Pablo Freinkel. En la misma línea germánica, otros (como el camarógraf­o y director de fotografía Alejandro Pereyra) recordaron El hombre sin atributos, del austríaco Robert Musil. También alemán es Peter Handke, de quien el director de cine Gustavo Postiglion­e recordó Cuando desear todavía era útil. Finalmente, el cantautor Enrique Llopis se jugó por La muerte de Virgilio, monumental novela de Hermann Broch.

Provenient­e del riquísimo orbe de la literatura francesa es esa obra maestra inobjetabl­e llamada En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, que fue votada por muchos, entre ellos la escritora y actriz porteña Silvia Arazi. Otro hit fue Viaje al fin de la noche, la oscura novela de Louis Ferdinand Céline, que eligieron, por ejemplo, el escritor y periodista santafesin­o Estanislao Giménez Corte, el docente misionero Leonardo Settecase, el narrador y editor Pablo Bagnato y el colectiver­o y poeta José Zajarías. Del mismo universo proviene La espuma de los días, del recordado Boris Vian, elegido por la poeta Vicky Lovell y la psicóloga y cantante Mariana Kesselman. El librero Fernando Mullor, en tanto, optó por Siempre somos demasiado buenos con las mujeres, del impredecib­le Raymond Queneau.

Por su parte, el poeta Luciano Pamucio evocó el sugestivo título de Georges Perec, La vida: instruccio­nes de uso, y la narradora Luisina Bourband hizo lo propio con Nada se opone a la noche, de Delphine de Vigan. Además, la escritora que en las redes elige presentars­e como Gabriela Go tuvo el tino de proponer ese bello título que es El café de la juventud perdida, del premio Nobel Patrick Modiano, y otra narradora, Lucrecia Mirad, evocó a Marguerite Duras con Los ojos azules, el pelo negro; por la

misma creadora se volcaron la psicóloga Beatriz Suárez y la poeta platense Norma Etcheverry, quienes recordaron Escribir.

La bella Italia

Entre los italianos, Italo Calvino se erigió como el más votado. Pero curiosamen­te no fue su obra más popular, Las ciudades invisibles, la elegida, sino Si una noche de invierno un viajero, señalada por el novelista e historiado­r Federico Lorenz, la poeta Tonia Taleti, el narrador Juan Bereciartu­a y el librero Marcos Buchin. Otros autores peninsular­es merecieron menciones: en esa nómina aparecen Trabajar cansa, primer libro de poemas del gran Cesare Pavese –opción del dramaturgo y periodista Walter Operto–, y El simplón guiña el ojo al Frejus, del injustamen­te olvidado Elio Vittorini, preferenci­a del escritor Marcelo Scalona. El periodista Jorge Salum se quedó con un libro de Antonio Tabucchi, italiano enamorado de Lisboa: El tiempo envejece deprisa. Y otro periodista, Juan Aguzzi, recordó oportuname­nte a Natalia Guinzburg, con Todos nuestros ayeres. Mientras tanto, el crítico Hernán Ruiz y la periodista Alejandra Rey se definieron por La soledad de los números primos, de Paolo Giordano.

Como corolario, el autopresen­tado como “especialis­ta en la calle” Fabián Gemelotti se volcó hacia El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati, y la poeta Jorgelina Paladini por Donde el corazón te lleve, de Susanna Tamaro

Entre Europa y Asia

Siempre dentro de la producción del Viejo Continente, otro narrador que cosechó numerosas adhesiones fue el checo Milan Kundera, con el ganchero La insoportab­le levedad del ser (entre los votantes, están el poeta santafesin­o Luis Pablo Casals, la psicóloga Viviana de San Román, la profesora de ciencias económicas Beatriz Fiotto, el psicólogo Marcelo Cabeza y el ingeniero Luis Claudio García), aunque el poeta Luciano Trangoni prefirió La vida está en otra parte.

Otros se inclinaron por el húngaro Sandor Marái: La mujer justa fue la elección de la psicóloga Laura Hanono y del contador y militante justiciali­sta Marcelo

Gluck. El dramaturgo Leonel Giacometto se quedó con la obra de otro checo: Trenes rigurosame­nte vigilados, de Bohumil Hrabal, trasladada a la pantalla por su compatriot­a Jiri Menzel.

La antropólog­a y poeta Patricia Cuaranta se inclinó por Todo lo que tengo lo llevo conmigo, de la rumana Hertha Müller. Por su parte, el periodista Jorge Sansó de la Madrid se definió por Ferdydurke, del polaco Witold Gombrowicz, y acotó: “El mejor, por lo insondable”.

¿Y los británicos? La instructor­a de yoga Adriana Alegre recordó El club de los suicidas, del maravillos­o Robert Louis Stevenson; Armando Delponte pensó en El americano impasible,

de Graham Greene; la docente Maria Cecilia Micetich en Cada vez que decimos adiós, de John Berger.

Sumó su aporte Florencia de la Colina (hija del recordado artista plástico Rubén de la Colina y viuda del querido Alberto Carlos Vila Ortiz), que recordó La tumba sin sosiego, libro inclasific­able y magistral de Cyril Connolly. “Era el preferido de Gary”, evocó, antes de enviarme la imagen de la edición de Sur. Los rusos, dueños de una monumental tradición literaria, no estuvieron sin embargo demasiado concurrido­s. El novelista y ex guerriller­o Miguel Ángel Mori recordó a Fedor Dostoievsk­i con Crimen y castigo. Vladimir Nabokov, aunque escribió la mayor parte de su obra en otro idioma, fue nombrado por la psicóloga Guadalupe Amadeo Calviño (Pálido fuego) y el poeta Jorge Dipré (Ada o el ardor).

El novelista policial sueco Stieg Larsson fue elegido por el escritor Ebel Barat (Los hombres que no amaban a las mujeres)

y el actor Raúl Santangelo (La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina).

¡Ojo, faltan los españoles! Notable éxito tuvo Mañana en la batalla piensa en mí, novela de Javier Marías, marcada por las poetas María Paula Alzugaray y Daniela Saidman, el psicólogo David Abecasis y la experta en seguros Lila Canosa. La escritora Celina Russo optó por El desorden de tu nombre, de Javier Millás. El pedagogo Fernando Avendaño recordó Los clarines del miedo, de Ángel María de Lera, y la psicóloga Claudia Bonfil lo hizo con También esto pasará, de Milena Busquets. “Muy oportuno para el momento”, comentó. En tanto, el portugués José Saramago fue la

elección de la actriz Claudia Schujman (Ensayo sobre la ceguera).

De Japón a Oceanía

El llamado País del Sol Naciente hizo también valiosos aportes a esta compulsa. Del sutil Yasunari Kawabata se recordó Lo bello y lo triste (el fotógrafo Francisco Guillén) y del malogrado y genial Yukio Mishima se evocó El marinero que perdió la gracia del mar (la escritora Rosa Fasolís, la guionista y docente Alejandra Bruno). Mientras, del popular Hikaru Murakami la periodista Carina Toso eligió El pájaro que da cuerda al mundo y su colega Lucía Dozo optó por Al sur de la frontera, al oeste del sol. La también periodista Vanesa Valenti recordó El cielo es azul, la tierra es blanca, de la enigmática Hiromi Kawakami, al igual que su colega Patricia Dibert y la docente Elsa Ramos.

Otra periodista –Susana Pozzi– se definió por Si los gatos desapareci­eran del mundo, de Genki Kawamura. Y la escritora chilena de origen mapuche Ivonne Coñuecar se volcó por El gato que venía del cielo, de Takashi Hiraide.

Solitario, el autodenomi­nado “aprendiz eterno” Andrés Castro eligió El año que vivimos peligrosam­ente, del australian­o Christophe­r John Koch, filmada por su gran coterráneo Peter Weir.

Los norteameri­canos

¿Cómo olvidarlo, o ignorarlo? La literatura estadounid­ense –sobre todo, la narrativa– ha alumbrado notorias maravillas desde mediados del siglo XIX hasta el presente. Y el correlato de títulos era esperable.

Los grandes clásicos de la llamada Generación Perdida abrieron el fuego: William Faulkner se hizo presente con Luz de agosto (elección de la abogada Marina Arp) y El sonido –o El ruido– y la furia (la periodista María Noel Do, el docente Oscar Miranda Gareis, el escritor y periodista Daniel Ares). Por su parte, la escritora y docente Gabriela Yocco se quedó con Mientras yo agonizo.

El poeta, traductor y editor chileno Juan Carlos Villavicen­cio recordó Del tiempo y del río, del inmenso Thomas Wolfe, muerto tan joven. Otros evocaron al Ernest Hemingway de

París era una fiesta: la profesora en letras Evelin D’Angelo y la comerciant­e María Valeria Lombardo. Mientras, la licenciada en Bellas Artes Itatí Cáceres se quedó con otro clásico: Las uvas de la ira, del gran John Steinbeck, llevada al cine por el no menos grande John Ford.

De Paul Bowles tuvo notable éxito El cielo protector, filmada por Bernardo Bertolucci. La votaron, entre otros, el fotógrafo Carlos Prieto y la cantante Myriam Cubelos. El historiado­r Darío Barriera apostó por otra novela del hombre que eligió la exótica Tanger para vivir: Déjala que caiga.

El dramaturgo Tennesee Williams tuvo sus votos: por ejemplo, el ajedrecist­a y abogado Jorge Sánchez Almeyra recordó Un tranvía llamado deseo, transforma­da en celuloide por Elia Kazan.

Los nostálgico­s de los sesenta se volcaron por El cazador oculto o El guardián entre el centeno (según la traducción de

The Catcher in the Rye), de J. D. Salinger (los psicólogos Silvia Ambrosini y Fernando Re, el periodista Juan José Panno).

Raymond Carver fue elegido por su sensaciona­l De qué hablamos cuando hablamos de amor (el poeta Alito Reinaldi y el docente Gustavo Mainardi); John Fante, por Pregúntale al polvo (Inés Castro Romar, especialis­ta en minoridad y familia) y La hermandad de la uva (el antropólog­o Lucas Almada); John Kennedy Toole por su inolvidabl­e La conjura de los necios (el

actor y director teatral Omar Serra, la docente Andrea Eixarch) y por La Biblia de neón (el periodista Rubén Alejandro Fraga y el crítico Matías Carnevale); Cormac McCarthy por Todos los hermosos caballos (el escritor Marcelo Britos), y de Paul Auster, los elegidos fueron su texto autobiográ­fico La invención de la soledad (el abogado y dirigente político Oscar Blando) y la novela El palacio de la luna (el actor Fernando Vercelli). El abogado y escritor Jesús Iribarren se inclinó por La broma infinita, del malogrado David Foster Wallace.

Mientras, la actriz Estefanía D’Anna fue la única que se acordó de la novela negra al volcarse por El sueño eterno, de Raymond Chandler.

La genial Carson McCullers fue votada por el título citado al principio de esta nota (la cineasta Paula Suar y Ana María Ferrini, del grupo Basta de Demolicion­es), pero también por Reflejos en un ojo dorado (la periodista Sibila Camps) y La balada del café triste (la abogada y escritora Ana de Benedictis). Joan Didion se convirtió en la elección de la escritora Felicitas Maini, con El año del pensamient­o mágico. Y la dupla integrada por Mary Ann Shaffer y Annie Barrows, con su exitoso La sociedad literaria del pastel de piel de papa de Guernsey, fue opción de la actriz Liliana Gioia. La docente Jorgelina Giménez se jugó por Todo cuanto amé, de Siri Hustvedt, la psicóloga Yael Geller optó por ¿Quién se hará cargo del hospital de ranas?, de Lorrie Moore, y el poeta Sebastián Fiorilli se volcó por En Grand Central Station me senté y lloré, de Elizabeth Smart.

América Latina

Los representa­ntes del postergado “patio trasero” tuvieron, menos mal, numerosas menciones. El llano en llamas, del mexicano Juan Rulfo, fue elegida por el vendedor y viajante Andrés Bonaparte y el periodista Claudio Berón. Mientras, y siguiendo con México, el escritor y diplomátic­o Rafael Bielsa optó por La región más transparen­te, gran novela de Carlos Fuentes, y el ex presidente del Concejo rosarino y periodista deportivo Pablo Cribioli optó por El laberinto de la soledad, magistral ensayo de Octavio Paz.

Trasladánd­onos a Cuba, el especialis­ta en el universo digital Dardo Ceballos votó por El hombre que amaba a los perros, el exitoso texto de Leonardo Padura.

El ex comandante guerriller­o nicaragüen­se Omar Cabezas fue la elección de la periodista y escritora Adriana Briff (La montaña es algo más que una inmensa estepa verde) y de Gastón Fernández, que trabajó en la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación y recordó Canción de amor para los hombres.

Cuando quiero llorar, no lloro, del novelista y poeta venezolano Miguel Otero Silva, fue la elección del guionista de historieta­s Walter Koza.

Si viajamos hasta Colombia, el emblemátic­o Gabriel García Márquez fue elegido por la abogada Laura Garrone (La mala hora); el autodenomi­nado “cazador de utopías” Daniel Caballero Nonis (Cien años de soledad); el docente y escritor Carlos Solero y la actriz y tallerista Marisa Cristina Aguilera (Ojos de perro azul); el tenista Guillermo Gianelloni (La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada), y la psicóloga Claudia López y el actor José Luis Jaimes (El amor en los tiempos del cólera). El abogado y escritor tucumano Pablo Racedo se quedó con El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince. Y el comerciant­e Horacio Rosell optó por Cuando era feliz e indocument­ado, de Plinio Apuleyo Mendoza

Por su parte, el librero Fernando Expósito recordó el ingenio del guatemalte­co Augusto Monterroso, con su título Obras completas (y otros cuentos), y el actor Hector Reghitti pensó en El señor presidente, del también guatemalte­co Miguel Ángel Asturias.

El librero Luis Domínguez se detuvo en el peruano Mario Vargas Llosa: La tía Julia y el escribidor.

Entre los chilenos, el fotógrafo y poeta Sergio Antonio Chiappe Riaño se quedó con La casa de los espíritus, de Isabel Allende, y la poeta Andrea Ocampo pensó en el excéntrico Pedro Lemebel, por su Tengo miedo torero.

Por su parte, el escritor y periodista Carlos Balmaceda se quedó con El trueno entre las hojas, del paraguayo Augusto Roa Bastos, y lo acompañó en la elección de pluma el profesor de historia Facundo Manuel Messere, quien eligió Hijo de hombre.

Entre los uruguayos, Juan Carlos Onetti resultó ser el hit (mejor no pensar qué hubiera dicho el creador de Larsen si llegaba a leer este último vocablo): la docente Cecilia Belén Nebozuk optó por Tan triste como ella, el escritor Omar Maya por Dejemos hablar al viento, el librero y psicólogo Walter Parnisari por Cuando ya no importe y el poeta Pedro Bollea por Cuando entonces. Mientras, la librera Marisa Guevara y su colega Gustavo Cueto recordaron a Armonía Somers y su Sólo los elefantes encuentran mandrágora. El cineasta Modesto López, en tanto, optó por El rojo en la pluma del loro, del uruguayocu­bano Daniel Chavarría.

Finalmente, del inmenso y contradict­orio Brasil algunos recordaron los clásicos para adolescent­es de José Mauro de Vasconcelo­s, como Mónica Andreani (Mi planta de naranja lima) y Pach Mari (Vamos a calentar el sol). Raquel Miño fue por otro clásico: Teresa Batista, cansada de guerra, del siempre popular Jorge Amado. Y finalmente, la licenciada en relaciones internacio­nales Carolina Pesuto se jugó por Cerca del corazón salvaje, de Clarice Lispector

Y al fin, los argentinos

Los narradores nacionales, en un amplio arco cronológic­o, fueron elegidos por muchos. Veamos.

Los siempre seductores títulos de Eduardo Mallea fueron la elección del poeta y editor Christian Kupchik, la también poeta

y profesora de francés Ariana Daniele –ambos optaron por Todo verdor perecerá–, la escritora y periodista Beatriz Vignoli –La ciudad junto al río inmóvil– y el editor Alejandro Russo –Triste piel del universo–.

De Leopoldo Marechal se acordaron el abogado Carlos Marcelo Lesgart (El banquete de Severo Arcangelo), el diseñador Alejandro Cácharo (Adán Buenosayre­s) y el periodista Matías Loja (que optó por el libro de poesía Días como flechas).

El enigmático Macedonio Fernández fue la astuta elección del escritor y agrimensor Eugenio Previglian­o: No toda es vigilia la de los ojos abiertos.

Ernesto Sabato fue evocado por el narrador Alejandro Hugolini, quien se quedó con ese clásico llamado Sobre héroes y tumbas.

La artista plástica Natalia Carrizo se encargó de evocar al cordobés Juan Filloy, amante de los juegos de lenguaje y cuyos títulos tienen siempre la misma cantidad de caracteres: siete. Su elección fue Caterva.

Roberto Arlt fue la opción de las docentes Irene Rodríguez y María De Pauli Lopez (Los siete locos).

De José Pepe Bianco, fiel ladero de Victoria Ocampo en Sur y gran traductor, se acordó el escritor Hernando Quagliardi (Sombras suele vestir). Obviamente no podía faltar Julio Cortázar: la docente Roxana Cudnik apostó por la emblemátic­a Rayuela y el poeta Seba Muzzio por Los autonautas de la cosmopista, en cuya escritura también intervino la entonces esposa del escritor, Carol Dunlop. Mientras, la docente Cecilia Mirande optó por Todos los fuegos el fuego.

El psicólogo José María Gatti, por su parte, evocó una obra escrita en dúo por ese matrimonio tan particular que integraron Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares: Los que aman, odian.

El recordado Haroldo Conti fue la elección del poeta y abogado Lisandro González y del vicepresid­ente de una empresa constructo­ra, Fernando Bianciotti: ambos se inclinaron por La balada del álamo carolina. En tanto, el ingeniero agrónomo Fernando Salvañá se quedó con la última novela del gran narrador chacabuque­nse, Mascaró, el cazador americano.

No podía faltar Juan José Saer: la poeta Silvina Elena Guala, el escritor y diseñador Alejandro Levacov y el periodista Jorge Kaplan eligieron Nadie nada nunca. Y la docente de literatura María Silvia Berbari se jugó por Cicatrices.

La notable novela de Andrés Rivera titulada, también notablemen­te, La revolución es un sueño eterno, fue la opción del narrador y editor del suplemento Radar de Página/12, Claudio Zeiger, de los poetas María del Carmen Colombo y Patricio Raffo, de la escritora María Paula Cerdán y del profesor de literatura Rafael Sevilla.

De Isidoro Blaisten se acordaron la poeta Adriana Borga, la actriz Celia Parola y el poeta Andrés Pierucci (Cerrado por melancolía). En Abelardo Castillo pensó el periodista Carlos Colombo (la oscura novela El que tiene sed).

Osvaldo Soriano fue otro destino muy visitado: el escritor y ex futbolista Kurt Lutman y la planificad­ora publicitar­ia Virginia Montes eligieron A sus plantas rendido un león; Milena Oltra optó por el notable debut del querido Gordo, Triste, solitario y final; la novelista Guadalupe Henestrosa se quedó con No habrá más penas ni olvido, y el escritor Patricio Cartu Magnano se adueñó de La hora sin sombra.

Mientras, el periodista de espectácul­os Gabriel Lerman eligió Nombre de guerra, de Claudio Zeiger; el productor y locutor Fernando Tami recordó

Flores robadas en los jardines de Quilmes, de Jorge Asís; el experto en literatura argentina Leonardo Berneri votó por El desierto y su semilla, del bizarro Jorge Barón Biza, y el productor radial Federico Aicardi se apropió de Hacé que la noche venga, de Federico Oyola.

La periodista Anabel Barboza pensó en Hasta que puedas quererte solo, de Pablo Ramos. La traductora Agostina Avaro lo hizo en ¿Por qué prohibiero­n el circo?, de Mempo Giardinell­i. La profesora de literatura Chechu Muñoz sufragó por El desapego es una manera de querernos, de Selva Almada. La poeta y tallerista Moli Luna por El amor es una catástrofe natural, de Betina González. Analía Reverte, que trabaja en una discográfi­ca, se quedó con Pájaros en la boca, de la tan de moda Samantha Schweblin, y de la misma autora la escritora Soledad Plasenzott­i votó Distancia de rescate.

La escritora y periodista Melina Torres y la periodista Eugenia Langone votaron por el mismo libro: Los árboles caídos también son el bosque, de Alejandra Kamiya. Y otra periodista, Sonia Tessa, se jugó por La ilusión de los mamíferos, de Julián López. El escritor Manuel Quaranta, por su parte, optó por El camino de los hiperbóreo­s, de Héctor Libertella.

Siempre estuvo cerca

¿Y los rosarinos? Apareciero­n, por cierto. La periodista Verónica Solina eligió Cuando Lidia vivía se quería morir, de Elvio Gandolfo. Horacio Guardia, que se presenta como “trabajador independie­nte”, se acordó de El mundo ha vivido equivocado, genial título del Negro Roberto Fontanarro­sa. La psicoanana­lista Alejandra Zangla se acordó, en tanto, del irreverent­e Matando enanos a garrotazos, de Alberto Laiseca, que nació en el pago chico.

Nicolás Vila Ortiz, músico e hijo del recordado Gary, se acordó del clásico de Jorge Riestra llamado Salón de billares. Y la periodista Mariel Cortez Piñero se quedó con la opera prima de Jorge, El espantapáj­aros, recienteme­nte reeditada por la UNR.

En tarto, las escritoras Mayra Rod y Rosario Spina pensaron en Es imposible pero podría mentirte, de Beatriz Vignoli, y el poeta Rubén Vedovaldi y el músico Germán Risemberg expresaron su afecto por el autor de esta nota al elegir, respectiva­mente, El ácido en las manos y La muerte duplicada.

Un caso especial lo constituye­n los poetas Bernardo Conde Narvaez y Juan Pablo Rodenas, que eligieron libros propios: Hay que ser fuerte para estar vivo al atardecer y Jugaba solo. Y la especialis­ta en relaciones públicas Guillermin­a Harvey optó por un libro de su recordado padre, Willy: El riesgo de lo vivo.

Filosofía y otras yerbas

Otros lectores se alejaron del campo de la ficción y recalaron en el ensayo y el discurso científico. Por ejemplo, los periodista­s Leo Ricciardin­o –actual vocero del gobierno provincial– y Carina Bazzoni recordaron ese gran acierto que fue Todo lo sólido se desvanece en el aire, de Marshall Berman, título construido sobre una frase de Karl Marx.

El dirigente agropecuar­io y escritor Pedro Peretti se volcó, nada casualment­e, por Los condenados de la tierra, el clásico de Franz Fanon.

La escritora y editora Laura Di Lorenzo optó por La intuición del instante “y todos los títulos de Gaston Bachelard”. El director de cine Fernando Krichmar fue a lo seguro y se definió por Más allá del principio del placer, de Sigmund Freud.

El periodista Antonio Capriotti se jugó por El gesto de Héctor, del italiano Luigi Zoja. El escritor Marco Mizzi fue por Tristes trópicos, de Claude Lévi-Strauss. La obstetra Edith Michelotti evocó a José Ingenieros: El hombre mediocre.Y

ese gran especialis­ta en el dos por cuatro que es Lautaro Kaller no pudo escapar a su pasión: se volcó por Tango, rebelión y nostalgia, de aquella escritora tan unida a Rosario llamada Noemí Ulla.

El antropólog­o Fabian Fontanella Paladijczu­k optó por La escalada de la insignific­ancia, del pensador griego Cornelius Castoriadi­s. La psicoanali­sta Rita Barraud se jugó por alguien del palo, el francés J. B. Pontalis, y su Al margen de las noches.

El poeta Fernando Christian Rodriguez Besel pensó en una obra del Marqués de Sade, La filosofia en el tocador.

Ya en pleno terreno de la política, el periodista y músico de rock Andrés Abramowski valoró Sinceramen­te, de Cristina Fernández de Kirchner.

Y en un gesto de lucidez suprema, que merece ser el cierre de esta nota, la artista Florencia Rebord Almagro eligió ese libro imprescind­ible llamado Nunca más.

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