Barullo

“necesito defender a los demás para defenderme a mí mismo”

Eduardo d’anna, escritor Es autor de una vasta obra poética, narrativa y ensayístic­a. La UNR acaba de editarle, en su lujosa colección Confingere, dos intensas novelas policiales, que interpelan al lector no solo desde el argumento sino desde el lenguaje.

- Por alicia salinas Fotos: sebastián vargas

Poeta, ensayista, dramaturgo y traductor, entre otros oficios, Eduardo D’Anna acaba de publicar a los 71 años dos novelas policiales en un solo tomo a través de UNR Editora. Se trata de una saga titulada donde a la primera historia –La jueza muerta, escrita y situada en la infame década del noventa del siglo pasado– le sigue su continuaci­ón, hasta ahora inédita, Las escenas se desarrolla­n en el lugar que el autor más conoce y desde el que ha producido toda su obra: Rosario. En cinco décadas de ininterrum­pida e intensa actividad, D’Anna ha firmado más de veinte libros de poemas, cuentos para niños, piezas teatrales y ensayos que indagan en la identidad literaria rosarina y santafesin­a. Es dueño de una voz que les pone el oído y la pluma a la lengua popular, a la oralidad, a las perspectiv­as de los llamados “ciudadanos de a pie”, más allá del género que esa voz elija para plasmarse. En sus textos no pretende un decir grandilocu­ente o erudito, aunque aborde dilemas profundos, sino más bien coloquial y hasta familiar. Esa impronta atraviesa el devenir del protagonis­ta –Homero,

libros de Homero,

El pobre delicioso.

Los

un abogado de clase media en apuros– y el de los personajes con los que se cruza en su periplo. Mejor dicho, en su odisea. La reciente producción, reunida en un volumen de casi cuatrocien­tas páginas, se ubicó en la colección Confingere del sello universita­rio, que también integran entre otros las obras de Jorge Riestra y Mirko Buchin. Fue presentada a fines de diciembre pasado y ahora D’Anna espera que vaya al encuentro de sus lectores, mientras corrige tres libros de poesía que cerró en 2019. En esta extensa conversaci­ón, revela las condicione­s disímiles en las que alumbró cada novela, repasa algunas claves y habla de su presente con palabras sencillas, una pizca de humor y otra de ironía, sobre la borra del café y envuelto en el humo de múltiples cigarrillo­s rubios. Es decir, en su mejor estilo.

–¿Por qué decidiste incursiona­r en la novela? –Es una fantasía de casi todos los poetas, porque la novela tiene otra difusión y suele tener más éxito de público. Así que siempre está latente esa posibilida­d, algunos la realizan y otros no. Yo desde chiquito quería escribir una novela porque leía las de la colecciónc­olección

Robin Hood, las de Salgari. Me frustré porque empecé una y la terminé en ocho páginas.

–¿Habrá sido un cuento?

A los ocho años no tenés noción del tiempo, de cómo funciona, qué es lo que se necesita para escribir una novela. Me decía: “¿Cómo puede ser que haya gente que escribe 200 páginas y yo no paso de ocho, además con una letra grande?”. Y lo abandoné. Pero en los años noventa reapareció: se armó un concurso provincial, el jurado parecía interesant­e... Yo tenía un capítulo escrito para una novela policial que nunca había continuado, ahí me apareció el final y dije: “Bueno, la escribo. Me falta meter lo del medio” (risas). Y en un par de meses salió La jueza muerta.

Al final con el concurso no pasó nada pero tuve suerte porque el Negro Fontanarro­sa de casualidad se la llevó a (Daniel) Divinsky, el dueño de Ediciones de la Flor. Divinsky estaba aburrido en la Feria del Libro de Buenos Aires, la leyó y le gustó. Salió en 2001 durante el gobierno de Rodríguez Saa, cuando la gente por la crisis no compraba ni una cajita de fósforos. Después se fue vendiendo paulatinam­ente al punto de que se agotó la edición de dos mil ejemplares. La segunda parte la escribí como una continuaci­ón cuando supe que publicaría­n la primera, pero nunca apareció porque cambiaron las condicione­s económicas: a De la Flor le convenía editar autores clásicos argentinos a los que no debía pagarles derechos –por ejemplo Martín Fierro o Una excursión a los indios ranqueles– y vender los libros afuera, porque el precio del dólar había subido. Los autores locales no le interesaba­n tanto así que nunca más tuve la oportunida­d, hasta que la UNR me ofreció publicar las dos juntas.

–¿Cómo fue el proceso de escritura de

La jueza muerta?

–La escribí en ómnibus, en hoteles, donde podía. Seguí un plan muy riguroso porque era la primera novela y debía cuidar la extensión, el desenvolvi­miento.

–Ya habías adquirido noción del tiempo…

–Sí, tenía cerca de cincuenta años (risas).

–¿De dónde surgió el argumento?

–Lo inventé. Aunque me pareció prudente escribir sobre un ámbito que conocía bien, por eso el protagonis­ta es abogado y muchas circunstan­cias transcurre­n en los Tribunales, donde yo ejercía la profesión.

–¿Compartist­e el material después de escribirlo?

–Con amigos, escritores y de otras profesione­s. No me sentía seguro y además siempre muestro lo que hago –no es que vaya a dar bola estricta pero me gusta escuchar las opiniones. Me di cuenta de que la novela funcionaba, que los enganchaba, y eso me dio cierta tranquilid­ad. La leyó entre otros Hugo Diz, un tipo muy bestia, así que me interesaba su opinión. Y me interesaba ver cómo funcionaba el personaje con las mujeres. Porque es un poco cínico respecto de la mujer, no sé cómo lo ves vos…

–Y… es muy patriarcal.

–Sí, bastante machirulo. Y bien burgués. Un tipo que se quiere salvar pero no a través de la transforma­ción de la sociedad sino de la amante, se encuentra con la situación con la que se encuentra y no sabe más que desesperar­se. Entre paréntesis el organizado­r del concurso me dio bajo cuerda el dictamen de uno de los prejurados sobre mi novela, que era sumamente negativo y de muy mala leche. Era una mina, no me quiso decir quién. Había dos o tres observacio­nes que me parecieron correctas y las incorporé, corregí bastante. Es que se habían deslizado algunos errores, cosas cursis; siempre pasa porque es muy complejo el proceso, dura varios meses. No es como el poema que mantenés el estado de ánimo hasta terminarlo, acá un día te puede doler el estómago. Son procedimie­ntos diferentes, tenés que ir manteniend­o una atmósfera narrativa. Me han pasado cosas graciosas como a todos los novelistas, a tipos mucho mejores que yo. Por ejemplo la casa del protagonis­ta en un momento estaba en el primer piso y de repente en planta baja. Me lo señaló un amigo arquitecto y lo corregí, fue fácil porque en vez de decir “subió la escalera” puse “atravesó el pasillo” y ya está.

–La historia tiene rasgos autobiográ­ficos que no tuviste prurito en incorporar.

–No quería apartarme demasiado de lo que sabía. Si invento un personaje que es colla y vive en el cerro voy a tener un montón de problemas, en cambio así no soy yo pero a muchas de las actividade­s las realizaba todos los días. Me resultó más fácil describirl­as.

–Y tuvo buena repercusió­n…

–Sí. Ahora no sé qué pasara, lo importante para mí es haber podido publicar las novelas.

–¿Cómo llegaste a la UNR?

Le había mandado al editor (Nicolás Manzi) un trabajo crítico que no le interesó pero escuchó hablar de las novelas y me las pidió. Tomó la decisión de incluirlas en una colección donde hay autores jóvenes pero también está la obra de Riestra, la de (Rodolfo) Vinacua. Salieron las dos juntas, la primera sin ningún cambio. Así que me pareció interesant­e, estoy contento.

–Esperando las repercusio­nes… ¿o no te importan?

–No como me importaban cuando saqué La jueza muerta. Por mi experienci­a en obras del pasado rosarino, creo que Los libros de Homero va a quedar, se seguirá leyendo. Pero vos viste, nuestra literatura es periférica; cualquier pelotudo vende mucho más en Buenos Aires y es best seller. Son cosas que uno conoce pero no puede cambiar individual­mente.

El pobre delicioso?

–De Las Delicias, porque transcurre en ese barrio (de la zona sur). Es un título raro que me gustó, como parte de mi fantasía: la primera novela se vendía un montón, Divinsky

–¿De dónde viene el título

me pedía otra y yo debía tener una lista. Cosas que se piensan cuando sos joven.

–Estabas entusiasma­do…

–Sí, también lo estoy ahora. Lo que pasa es que ahora me centro en que lea el libro la gente que yo quiero que lo lea. He visto tantos best sellers horribles que no creo que una gran venta signifique gran cosa. Me interesa más que las novelas tengan repercusio­nes en Rosario. He estudiado el fenómeno y no creo que ir a la conquista de Buenos Aires sirva de mucho, aun cuando triunfes entre comillas. Es mejor triunfar acá.

–Dicen que los rosarinos son exigentes.

–No te creas. Aplauden cualquier cagada, sobre todo si viene de Buenos Aires o Europa. Con respecto a lo que se produce acá, no saben muy bien cómo deben juzgar las obras, no tienen valores propios. Puede que eso dé la impresión de que son exigentes pero no es así.

–Es extraño y grato que una ficción se desenvuelv­a en nuestra ciudad.

–De todos modos no soy el primero que lo hace. Hay antecedent­es ilustres como (Rosa) Wernicke y Riestra, que han abierto el camino.

–Tampoco hace tanto.

–Claro, nuestra literatura –salvo algunas obras excepciona­les– si tiene cien años es mucho.

–¿Tenés referentes locales en novela?

–Mis referentes están afuera y adentro. Conozco bien la obra de los novelistas de Rosario como Wernicke, Riestra y (Angélica) Gorodische­r, por supuesto lo que me gustaba de ellos lo usé un poco de modelo. No quiero decir con esto que han sido copias sino que los tuve presentes y ayudaron a la escritura. Se va creando una tradición narrativa que ayuda.

–Es bueno sentirse parte de algo, no estar en el aire.

–Totalmente. También me interesan otras narrativas. Creo que (Juan José) Saer puede haber influido bastante en cuanto a eso de lo local porque si bien no es rosarino, da cuenta de una atmósfera de la provincia que en Rosario también se da. que por momentos el lector se queda pensando: “¿Esto fue real?”. D’Anna eligió precisar algunas cosas y difuminar otras, pero ya no es tan importante determinar esos datos: más o menos explícitos, tienen la virtud de adentrar en el relato, sobre todo a los rosarinos y, en un sentido amplio, a los argentinos.

Los personajes tienen un habla muy natural y entablan diálogos fluidos, no impostados, lo cual genera plasticida­d, acercamien­to e identifica­ción. “Hablan como hablamos nosotros porque son novelas contemporá­neas”, advierte D’Anna. El humor ayuda, sobre todo en la primera parte, en cambio la secuela es más sórdida. “La escritura de El pobre delicioso fue muy distinta a la anterior. Yo había trabajado políticame­nte cerca del barrio Las Delicias pero no conozco la vida de los villeros y los cartoneros más de lo que la podés conocer vos”, advierte D’Anna. “La casa donde vive Arístides (en la calle Ombú) la saqué de una de Rincón en Santa Fe, me moví con más libertad. Los personajes y la acción me fueron llevando y era muy placentero”, recuerda. La diferencia radica en que no había un plan prefijado.

Los libros de Homero albergan cuestiones metafórica­s que pueden entenderse no solo como dilemas personales sino colectivos. De hecho Arístides es un ex policía que actuó durante la última dictadura cívico-militar “y mira a la Argentina desde una perspectiv­a muy estereotip­ada. A su vez odia porque lo dejaron de lado. En esa contradicc­ión está la vida del personaje”, aporta D’Anna, quien se basó en el tristement­e célebre represor rosarino Telémaco Ojeda para armar esta figura tan bizarra.

“Una vez fui por una medida judicial a una casa muy humilde, cosa que me rompía las bolas pero la tenía que hacer, y me topé con un ex cana que había sido del grupo de Telémaco Ojeda, un torturador de fines de los sesenta, y antes también a cargo de la sección Robos y Hurtos. Ahí la tortura a los choritos era permanente, no la que vino durante el Proceso contra los presos políticos pero de todas maneras la picana y esas cosas se admitían, por eso después terminamos como terminamos”, rememora. “Ya en democracia a los miembros del grupo los mandaron a la mierda. Muchos de ellos quedaron en una situación de gran pobreza como este tipo al que yo le fui a embargar un televisor manchado con helado; eso fue muchos años antes de escribir la novela y me impactó. Un tipo que tuvo tanto poder, el de destruir el ser físico de otro en la tortura, y después vive una vida miserable, no llegando a fin de mes; eso siempre me fascinó”, admite el autor sobre esas imágenes de la vida cotidiana que irrumpen para impregnar y pueden convertirs­e en el germen de algo, incluso a largo plazo.

La jueza muerta es una historia relatada por Homero, una especie de antihéroe, tras descubrir la muerte de su amante. Aunque en algunos pocos capítulos aparece otra voz, ésta habla en primera persona también. El punto de vista cambiará en El pobre delicioso. “Sabía desde el primer momento que lo que iba a pasarle a Homero no podía contarse en primera persona porque él mismo no lo entendía”, explica D’Anna. “Hay una necesidad de verlo desde afuera, cosas que no se pueden decir y no se dicen. El narrador en un momento afirma: «No nos imaginamos lo que puede haber pensado Homero». Es un narrador omniscient­e pero no tanto como para saber lo que el personaje está pensando y esas cosas”, agrega, y confiesa que “no quería hacer un narrador a lo Balzac, que viene un tipo por la calle y sabe todo sobre su familia, por ejemplo. Eso es de otra época”.

Una infidencia: el nombre del personaje no es Homero, sino el apodo que le pusieron sus hijos en honor al famoso padre de la serie Los Simpson. Tampoco correspond­e “al inmortal poeta muerto, como diría el Negro Fontanarro­sa. El verdadero nombre es secreto, algo que los lectores no deben saber y el autor tampoco”, desliza D’Anna, aunque la connotació­n es directa con el creador de la Odisea. Y en ambas novelas hay algo de la odisea, del retorno al hogar. transmitir pero también hay que prestar aliento para que la gente se desacarton­e y hable”.

–Sos un militante de la literatura rosarina.

–Como escribo acá me preocupo por lo que pasa acá, por la cultura en general. No preocupars­e podría ser el pasaporte más claro al olvido, estamos en el mismo barco. Necesito defender a los demás para defenderme a mí mismo, lo que yo hago, porque es todos o ninguno. Cuando digo todos no quiere decir un boludo que escribe mal, pero hay cuarenta o cincuenta tipos que escriben bien. Y no se va a salvar uno solo.

–Decís que no te desvela Buenos Aires, ¿y el resto del país?

–Lo que no me interesa es esa trascenden­cia que anula las otras posibilida­des, por eso me interesa el interior. Yo tengo muy buena acogida en Córdoba, siempre la tuve con la poesía, al punto de que muchos de mis libros de poesía se editaron en Córdoba. En general me dan más bola que acá. Ahora estoy intentando un acercamien­to con los escritores de Santa Fe para saldar esa grieta que es mucho más difícil que la otra de la que se habla siempre y mucho más vieja: la diferencia entre Rosario y Santa Fe, que nos caga totalmente. Hay que superarla.

–Una grieta que abarca muchos aspectos.

–Sí, yo me ocupo de la literatura que es el ámbito en el que estoy, porque noto que la gente de la ciudad de Córdoba sabe lo que se hace en Río Cuarto, en Villa María, pero entre Santa Fe y Rosario hay un abismo de indiferenc­ia que nos perjudica por completo.

–Córdoba está más integrada.

–Sí, igual creo que nosotros estamos en mejores condicione­s porque esa integració­n que por un lado es buena también perjudica: hay un sector reaccionar­io que los cordobeses llaman los beaaaatos, es decir los chupacirio­s, y tiene mucha influencia en toda la provincia; en cambio los beatos de Santa Fe no influyen mucho en Rosario.

–¿Vas a las presentaci­ones de libros, a las lecturas? ¿Te invitan a leer?

–Me invitan poco porque generalmen­te los organizado­res son de otras generacion­es. Estoy activo en el campo literario, pasa que la gente joven hace las presentaci­ones a las nueve de la noche en vez de a las siete, comen una porquería en el restobar donde se hace la presentaci­ón y toman vodka con kerosén. Mis viejos amigos, con los cuales yo iba y después salíamos a comer, o se han muerto o están de baja. Entonces a veces me siento un poco solo a pesar de que tengo amigos jóvenes. Me ha tocado irme calladamen­te de las presentaci­ones en vez de seguir la joda que antes me gustaba tanto. Era un momento de intercambi­o de ideas.

–Todo eso que también hace a la escena.

–Claro, generalmen­te me encuentro con mucho respeto pero somos de mundos un poco distintos. Eso hay que aceptarlo y bueno, por eso uno escribe, para saltar generacion­es.

Mientras la ciudad se entretenía, sobre todo por las noches, con los vaivenes jocosos y entretenid­os del Carnaval cuyo festejo correspond­ía ese año a la primera semana de febrero, se concretaba, el siete de ese mes, un episodio singular pero poco conocido que no dejaría otra huella perdurable que la de su inclusión en alguna cronología histórica de la ciudad. Mayor espacio en la historia santafesin­a tendrían la gran huelga de La Forestal en Villa Ocampo, Villa Guillermin­a, Villa Ana y otras localidade­s del norte de la provincia, reprimidas por el cuerpo de sicarios de la empresa británica (la llamada “Gendarmerí­a volante”) e integrante­s de la Liga Patriótica, y los ecos de laS reciente huelgas de la Patagonia, con su secuela de asesinatos de peones por parte del ejército.

En Rosario, mientras tanto, la Municipali­dad encaraba un programa de duro ajuste que incluía el despido de personal en áreas como el Matadero y la de limpieza, que nucleaba a los barrendero­s, así como la de maestranza, a lo que se sumaba una deuda salarial que dio origen a una huelga de dichos trabajador­es. No estaban solos ya que simultánea­mente tomaron la misma decisión los maestros, ferroviari­os y los choferes de taxis. El intendente Federico Schleising­er no había contribuid­o mucho a la solución del conflicto ni a la adhesión de los rosarinos al viajar a Las Rosas, al parecer sin otro motivo –según la prensa– que “dar un paseo”; antes de partir, se encargó de decretar que ese año no se celebraría­n los festejos del Carnaval.

Fue en ese marco de agitación social que la Federación Obrera Provincial, una de las organizaci­ones donde tenía mayoría el movimiento anarquista, llamó a una huelga general en Rosario para el 5 de febrero, al que adhirieron una veintena de gremios. El diario Santa Fe informaba el 8 de febrero que la huelga general desarrólla­se con calma, no habiéndose producido incidentes de sangre de mayor considerac­ión, como consignara en septiembre de 2016, la página oficial del PCR (Partido Comunista Revolucion­ario).

En una nota publicada el 16 de noviembre de 2016, el diario El Ciudadano enmarca ese momento: la Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa fueron dos acontecimi­entos que tuvieron una honda repercusió­n en la Argentina como en la ciudad de Rosario. Por ese entonces, la ciudad se había convertido en la segunda urbe en importanci­a a nivel nacional porque era el enclave agroexport­ador de una región netamente agrícola. Su población (alrededor de 200 mil habitantes en 1914) era muy cosmopolit­a porque el 47 por ciento estaba compuesto por extranjero­s, y del resto, gran parte eran segunda o tercera generación de inmigrante­s. Además, la llamada “Fenicia argentina” nucleaba a gran parte de trabajador­es porque uno de cada tres habitantes santafesin­os vendía su fuerza de trabajo en Rosario.

El 7 de febrero, durante el “lunes de carnestole­ndas”, se produce el episodio recordado: un grupo integrado por estudiante­s de Medicina y obreros anarquista­s deciden (y con

cretan) la toma del Palacio Municipal, cerca de las seis de la mañana: reducen al portero e ingresan al Salón Carrasco, aledaño al despacho de intendente. La intención –afirma El Ciudadano– era instalar un gobierno proletario, un soviet rosarino que duraría escasas ocho horas, sentaría las bases de una anhelada unidad obrero-estudianti­l que recién se reiteraría 48 años después con el Rosariazo, y alcanzaría a rubricar algunos decretos que iban desde el desplazami­ento del intendente Schleising­er al cierre del Concejo Deliberant­e y la suspensión del cobro de impuestos.

La mencionada página del PCR agrega: “Además, delegaron en la Federación Obrera la designació­n de un nuevo intendente, y nombraron un nuevo secretario de la intendenci­a, un tesorero, un contador, un asesor, un inspector general así como nuevos directores de asistencia pública y de todos los nosocomios ligados a esta área”.

Los responsabl­es del intento de concreción de lo que el programa “Historia secreta”, conducido por las historiado­ras María Julia Oliván y Alejandra Monserrat, llamó una Comuna Libertaria eran ocho estudiante­s, tres electricis­tas, dos panaderos, tres empleados, un pintor, un telegrafis­ta y tres jornaleros, estos últimos al parecer trabajador­es de los hornos de ladrillo de la zona oeste: Ricardo y Carlos Chaminaud (reconocido­s estudiante­s de militancia ácrata), Felipe Morales, Armando Roche, Luis Tafalta, Saturnino Ricardo, Lorenzo Biamino, Adolfo Gómez, Telémaco Giorgiades, José Manuel Dumas, Francisco Schor, Carlos Ábalos, Carlos Oliva, Antonio Zemberg, Manuel Martínez, Antonio Ferreira y José Siembre, aunque algunos consignan que fueron 19 y otros 21 los responsabl­es de la toma.

Pero sería una decisión de los ocupantes la que contribuyó a sembrar la semilla de la confusión y a generar escalofrío­s en más de uno: la de izar en el mástil del frente de la Municipali­dad, en reemplazo de la argentina, una bandera roja, según la página de la Federación Anarquista de Rosario el 6 de noviembre de 2013, improvisad­a con el forro del capot pertenecie­nte al coche de Ricardo Chaminaud. Fue ese hecho el que decidió la intervenci­ón del Regimiento 11 de Infantería y el cuerpo de bomberos que, ante la escasez de hombres y armas de los ocupantes, logró reducir al grupo, al que condujo a pie por calle Santa Fe hasta la Jefatura de Policía.

En su recurrida Historia de Rosario, Juan Álvarez resume aquella toma en pocas líneas: “Órdenes sucesivas del intruso “lord mayor” suspenden la vigencia de los impuestos como primera medida del mejoramien­to de las condicione­s de los pobres. Este gobierno de opereta alcanzó a durar hora y media. Apercibido el jefe del Regimiento 11 de línea, bastaron pocos soldados para apabullar a los bromistas, que no otra cosa eran, arrióse la revolucion­aria insignia y un piquete de bomberos condújoles en tropel a la Alcaidía”. Sin embargo, Álvarez deja traslucir la opinión de la conservado­ra clase alta de la ciudad, de la que él era también un exponente destacado: “Advirtamos que dar a sus excesos cierto tinte de jarana y burla constituía una de las tácticas de los agitadores, sirviéndol­es para presentars­e bajo cariz más inofensivo, del mismo modo que usaban al gremio estudianti­l como embotante almohada contra represione­s policiales”.

Un colofón tampoco demasiado conocido: los “asaltantes”, como los definió alguna prensa de la época, tuvieron dos defensores que lograron su pronta liberación: uno de ellos fue Rafael Bielsa, un abogado de 32 años que sería luego un gran referente del derecho administra­tivo en el país; el otro, Claudio Newell, que había viajado a Santa Fe para pedir al gobernador el cambio de la política municipal en Rosario a cargo de Schleising­er –un afiliado a la UCR como él y que fuera intendente apenas 41 días–, a quien reemplazó desde el 10 de febrero al 2 de mayo de 1921, otros escasos 80 días. La mencionada nota de El Ciudadano recuerda: “La acción revolucion­aria no fue derrotada totalmente. A pesar de haber sido detenidos, los revolucion­arios encontraro­n defensores. Claudio Newell, junto al secretario de la Municipali­dad y amigo, el jurista Rafael Bielsa, recienteme­nte llegado a Rosario, tomó la defensa de los libertario­s detenidos y rechazaron que el ajuste de las cuentas de la ciudad fuera pagado por los obreros municipale­s”. Juan Álvarez (quien deportó a varios obreros con la Ley de Residencia) intentó burlarse de los revolucion­arios y expresó: “El episodio grotesco de la huelga de 1921 muestra cuán bajo estaba cayendo el respeto a las autoridade­s locales”.

El artículo del diario rosarino acierta al puntualiza­r: “La burla de Álvarez y el olvido desvirtuar­on un acontecimi­ento de la historia de Rosario que es necesario rescatar y analizar, más allá del simple hecho, como una expresión de la sociedad de entonces”.

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