Barullo

De barullos y canillitas

- Por horacio vargas

El canillita del barrio vivía en la misma cuadra de la calle Valentín Gómez donde nací. Uno de los primeros sonidos que detecté con mi oreja imperfecta fue un golpe en la puerta de ingreso de la casa familiar, a la que sueño de vez en cuando: un tapial bajo, un pequeño parque al frente, un fondo con un limonero real, un terreno de 60 metros donde construí una canchita de fútbol e imaginé goles gloriosos ante un arco desguarnec­ido mientras gritaba los goles de Central o el Estrella del Norte, un grito en medio de la siesta de mis padres y mi abuela Rosa.

Don Carlos, el vecino, el diariero, tomaba la calle Valentín Gómez y sin dejar de pedalear su bicicleta de color negro con las noticias de ayer, con el brazo derecho tomaba el diario enrollado del canasto de la bici y lo lanzaba, certeramen­te, hasta la puerta de casa.

Lo imagino a don Carlos pedaleando a ritmo febril, apurado por la entrega justo a tiempo a sus clientes: uno de ellos era mi viejo, al que nunca llamé Lito, su seudónimo tanguero de gran bailarín de los clubes de la zona, o papá, demasiado amoroso para un pibe de barrio.

El ruido que se escuchaba todas las mañanas que viví allí, la ceremonia de abrir la puerta de entrada, de un color celeste, significab­a que había llegado el diario del día. Era como un barullo, acaso una histórica continuida­d ahora que nuestra revista llega mensualmen­te a nuestros nuevos canillas, a nuestros lectores.

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