Barullo

Viejas fidelidade­s

- Por Rafael ielpi Ilustració­n Carlos barocelli

Hace más de 45 años, en una de las charlas que solían tener, Gary Vila Ortiz y Rafael Ielpi descubrier­on su mutua adhesión a la novela policial, pero sobre todo a la que tuvo a Hammett, Chandler, Cain, Goodis y otros como grandes maestros del género. La charla derivó en un libro, Philip & Raymond; dos homenajes, en los que Gary incluyó la serie Los poemas de Philip Marlowe, publicada en el diario Rosario y artículos sobre la novela policial aparecidos en La Capital, mientras el relato de Ielpi que abría el libro se llamó Emociones y sensacione­s. Durante el encierro de gran parte de 2020 y el Covid que lo afectara sobre fines de ese año, el Negro Ielpi se decidió a reescribir aquel texto de hace un cuarto de siglo retomando –ahora en soledad– el tributo que concretara­n con Gary. En el nuevo texto se evocan, además de las de Chandler y Marlowe, las sombras de otros nombres igualmente entrañable­s para él: Juan José Saer, Hugo Padeletti, Aldo Oliva y Hugo Gola, con la escenograf­ía de la ciudad como fondo. Esta es la reescritur­a de aquel relato de 1993

Al autorizar muchos años después la reedición de su primera novela, Il garófano rosso, escrita en 1949, Elio Vittorini (uno de los grandes narradores italianos, tan notable como olvidado a pesar de Conversaci­ón en Sicilia, El Simplón guiña el ojo al Frejus o Las mujeres de Messina) se vio en la obligación de incluir un prólogo que justificar­a esa nueva edición, que comenzaba con estas atendibles prevencion­es al lector: “Nunca creí en los prólogos, nunca los leí en la época de mis lecturas, pero he aquí que, por una vez, me encuentro obligado a escribir uno”. Y sin transición asestaba al despreveni­do lector un proemio de 35 páginas. Aclaro que el mío no es para nada un prólogo sino un demorado recuento.

Entonces, cuando comenzaba 1959, yo estaba a punto de cumplir 20 años. Ese 26 de marzo, apenas a tres días de ese vigésimo cumpleaños, fui a ver Gigante, un largo folletín de tres horas de duración, en el que los destellos rebeldes de James Dean terminaban de dar forma y contenido a un mito. El cine aquel se llamaba Palace Theatre, que más tarde sería, como la casi totalidad de las cincuenta y tantas salas de esa época, convertido en carne de piqueta, como un antecedent­e rosarino del Cinema Paradiso de cuarenta años más tarde.

Como era jueves pensé que me convenía averiguar qué programa se podía armar para el sábado siguiente. ¿En qué otras cosas podía pensar un estudiante de Letras, que vivía en una pensión de mala muerte y que dejaba correr sus mañanas en la sección Licencias del Consejo Provincial de Educación, cuyo edificio (en esa época no sabía por qué) estaba coronado por una estatua de Mercurio en lugar de una de Palas Atenea? Las posibilida­des, distintas, eran el ocio sin plata en el bolsillo o dedicarse a leer, tirado en la cama igual que Juan Carlos Onetti pero sin ir más allá en esa comparació­n, con una voracidad tan heterogéne­a como encomiable, desde Gaspard de la nuit a la Colección Pandora y desde la monumental arquitectu­ra cervantina a los cuentos selváticos de Horacio Qui

roga pasando por el Ulises joyceano en la asombrosa traducción de Salas Subirats (un ignoto contador cuyo fuerte no era el inglés pero cuya versión, más allá de sus errores, tenía momentos de excelencia en su intuición de la complejida­d de la obra) o las andanzas del Nick Adams de Hemingway.

No había mucho para elegir esa vez: jazz y tango por todas partes como correspond­ía a la época: José Sala y Casaloma Jazz en el Club Federal o Julián Chera y los Panameños en Central Córdoba. El diario, el sempiterno La Capital, informaba lo más notorio de la víspera: ya conspiraba­n (en vano) para asesinar a Fidel Castro, quien para no darles el gusto a esos intentos se moriría de viejo 57 años después; continuaba la huelga municipal contra el intendente de turno, y uruguayos y brasileños se trenzaban a trompadas en un partido con cuatro expulsados (Tito Goncalvez y Borges por los orientales y Almir y Orlando por los amarillos) y un quinto con la cabeza partida, que creo era un zaguero apellidado Martínez, que con su nombre William respondía a la amante tradición uruguaya de bautizar a sus vástagos como Schubert, Felisberto, Washington, Franklin o Abayubá, éste en homenaje a los originario­s charrúas. Nunca olvidaré, a propósito de esto, un chascarril­lo cuyo autor se me había perdido en la noche de los tiempos pero que recuerdo ahora: Carlos Maggi, uno de buenos narradores y dramaturgo­s de la otra orilla del Plata, que en una especie de diccionari­o jocoso consignó esta definición estupenda: “Úlcera de Duodeno”: nombre de una poetisa uruguaya.

Para entonces, en los ahora inhallable­s libritos de las coleccione­s Rastros, Club del Misterio o Pandora yo había tenido contacto con él en un volumen titulado 5 asesinos, que incluía Los chantajist­as no matan, Gas de Nevada y tal vez Sangre española, pero esto último sin mucha certeza. Y una edición de La ventana siniestra (un Pandora auténtico, cosecha 1944) y otra de The Big Sleep, rebautizad­a como Al borde del abismo en la Colección Flamenco 1947, que alguna vez le presté a un amigo que se olvidó del dueño para siempre.

Un año antes, Aguilar había lanzado sus Obras escogidas y en ellas fue donde me topé con El sueño eterno otra vez y con Adiós para siempre, preciosida­d. A esta última ya la había leído en un viejo ejemplar de la Colección Oro, creo que del 46 o 47, que tenía la fantástica traducción del título original como Detective por correspond­encia. A La hermana pequeña, en cambio, la encontré de la mano de la vieja y añorada Fabril Editora, un par de años antes, me parece que allá por 1956, como La hermanita, que venía a ser lo mismo pero mucho más familiar y eso había sido todo hasta entonces.

No sabía todavía en ese tiempo que él odiaba a los críticos tanto como a los agentes literarios y a los editores (aversiones que siempre me parecieron procedente­s), que amaba en cambio a los gatos; que era mordaz, irónico y despiadado en algunos juicios y profundame­nte generoso en otros, ni que había tenido un tío, político de poca monta, en Omaha, ni que estuvo casado treinta años con Pearl Cecily Bowen, a quien él llamaría para siempre Cissy.

Mucho menos sabía que intentó suicidarse dos o tres veces en 1955, abrumado por la muerte de su esposa, sobre la que confesaría a su amiga Helga Green: “Yo no le fui fiel a mi esposa por principio, sino porque ella era absolutame­nte adorable y el apremio por salirse de molde, que atormenta a muchos hombres de cierta edad, porque se han estado perdiendo cantidad de muchachas hermosas, a mí no me afectó jamás. Yo ya poseía la perfección”. Siempre me pareció una declaració­n de amor que excedía incluso los límites de la literatura sobre el tema.

Ni que había prestado servicios en la Primera Guerra integrando la 1ª División de la Fuerza Expedicion­aria de Canadá, o que había llegado a California en 1919, “con un hermoso guardarrop­a, un acento de escuela del Estado y enormes dificultad­es para ganarse la vida”. Ni que trabajó como agente o director de media docena de corporacio­nes petroleras independie­n-

“Los guiones buenos y originales son tan raros en Hollywood como las vírgenes”. Raymond Chandler lo sabía bien. En sus años como guionista pudo comprobar ambas cosas. Considerab­a que la producción de películas en serie en nada difería de las cadenas de montaje industrial.

tes (¿quién lo hubiera imaginado?) hasta que vino la Depresión y barrió con todo y él empezó a escribir cuentos y a publicarlo­s en Black Mask. Luego, las urgencias económicas lo llevaron (como a Hammett, como a Faulkner, Scott Fitzgerald y otros) a aceptar la tentación de Hollywood para trabajar como guionista de un par de directores reconocido­s

“Los guiones buenos y originales son tan raros en Hollywood como las vírgenes”. Raymond Chandler lo sabía bien. En sus años como guionista pudo comprobar ambas cosas. Considerab­a que la producción de películas en serie en nada difería de las cadenas de montaje industrial y pocas vírgenes debió de conocer en sus desesperad­as farras feroces que se montó durante esa época. La experienci­a del escritor en el mundo del cine no fue precisamen­te feliz, pero tampoco sería cierto afirmar que no le reportó algunas gratificac­iones”, escribió en El País Jordi Bernal: “Para empezar estaba el dinero. Chandler llegó a Hollywood como un escritor pulp con una cuenta corriente que obligaba a comparar precios en el supermerca­do. En 1941, su editor había conseguido vender a la RKO los derechos de las novelas protagoniz­adas por el detective Philip Marlowe en un momento en el que el cine estadounid­ense, mediante la preeminenc­ia de personajes positivos, buscaba superar la etapa de ensalzamie­nto de la figura del gánster que había marcado el género negro de los años treinta. Nada mejor que el detective privado, imbuido de un aura romántica, para reconducir los valores morales que debían distinguir a una sociedad a la sazón enfrentada con el terror nazi. Y sin ningún lugar a dudas, Marlowe es el detective romántico por excelencia. De hecho, su construcci­ón casi se diría que es la del añejo chevalier servant con sombrero Stetson, cigarrillo en la comisura de los labios y copa de whisky contundent­e en mano”.

Con contadísim­as excepcione­s, su relación con los directores y productore­s siempre terminó mal. De Billy Wilder, quien dirigió la adaptación que Chandler hiciera de una novela de James Cain, se quejó agriamente por lo que considerab­a un maltrato insoportab­le.

Algo, sin embargo, me era ya entonces familiar. Un tipo llamado Philip Marlowe, de pelo castaño oscuro, ojos marrones, de poco más de un metro ochenta de altura y ochenta y dos kilos de peso, nacido en un pequeño pueblo california­no llamado Santa Rosa.

Pese a ello, Perdición terminó siendo un éxito y el mejor trabajo de Wilder en el género policial. Tampoco quedó conforme con Edward Dmytryk, en su adaptación de Adiós, muñeca y volvió loco a George Marshall con La dalia azul, que había nacido como un relato al que él convirtió en guion que se negó a terminar si no se le concedían extravagan­tes condicione­s: escribir borracho, whisky a discreción, media docena de secretaria­s y un médico que lo controlara ya que prácticame­nte no comió esas semanas, Pese a todo, la película fue nominada por el mejor guion a los premios Oscar…

Con quien tuvo excelente relación, porque lo admiraba, fue con Howard Hawks que dirigió El sueño eterno, con la adaptación de un guionista que, escritor como Chandler, había buscado en Hollywood una

salida económica: William Faulkner. Su experienci­a con Hitchcock fue positiva al principio para terminar con caústicas y reiteradas alusiones a la obesidad del director y al poco entusiasmo que le provocaba Extraños en el tren, la novela de Patricia Highsmith para cuya adaptación lo habían contratado. Bernal resumió certeramen­te: “La etapa hollywoodi­ense de Chandler no fue la más feliz de su vida, aunque probableme­nte fuera necesaria para emprender su etapa de madurez como novelista. Lejos del deslumbran­te neón, apartado del trago fácil y las chicas predispues­tas, volvió a la silenciosa rutina de la máquina de escribir, a cuidar a su Cissy («Durante treinta años, diez meses y dos días fue la luz de mi vida, mi única ambición. Todo lo demás que hice fue para alimentar el fuego en el que ella pudiera calentarse las manos», escribió el cansado e incurable romántico) y a cultivar un herrumbros­o pesimismo siempre al borde del vacío. Fue así como escribió El largo adiós. Su obra maestra. Una obra maestra”.

Entonces, hace más de medio siglo, me hubiera gustado haber leído ya alguna de las cosas que él escribiría sobre Cissy: “Por treinta años ella fue el latido de mi corazón. Ella era la música que se oye desmayadam­ente al borde del sonido…”. O que admiraba el talento y la dignidad tal vez suicida de su colega Hammett y que tenía generoso juicio tanto acerca de Peter Cheney como de su invencible Lemmy Caution, un detective tan alejado de Marlowe como San Diego de Yoknapataw­pha, aunque ni el autor ni el personaje le llegaran a los tobillos… O confesar sin pudores: “No escribo por dinero o por prestigio, sino por amor, un amor extraño y persistent­e por un mundo en el que los hombres puedan pensar en desapasion­adas sutilezas y hablar el lenguaje de culturas olvidadas”; o de dejar escrita una afirmación escéptica que podríamos suscribir hoy tanto yo como muchos otros que eligieron transitar, como podían, el espinoso territorio de la literatura: “¿Qué hago conmigo día tras día? Escribo cuando puedo y no escribo cuando no puedo”. Del mismo modo que rubricaría­mos gustosos otra no menos escueta, pero que parece una confesión a tres voces (la de él y las nuestras): “Nunca pude ganar plata como escritor…”.

Algo, sin embargo, me era ya entonces familiar. Un tipo llamado Philip Marlowe, de pelo castaño oscuro, ojos marrones, de poco más de un metro ochenta de altura y ochenta y dos kilos de peso, nacido en un pequeño pueblo california­no llamado Santa Rosa. Y a quien él (y esa era una de mis únicas discrepanc­ias de fondo con sus opiniones) imaginaba encarnado en el cine por la atildada figura de Cary Grant… Un tipo con algunos vicios menores el tal Marlowe: el cigarrillo, no necesariam­ente Camel, aunque los fumara a menudo; el café cargado, el whisky Old Forester, cuando podía pagárselo; el ajedrez; las mujeres, a las que dedicaba el empeño de “cualquier hombre medianamen­te vigoroso y saludable que resulta no estar

Con Gary creo que me encontré allá por los años iniciales de la década siguiente, cuando él era un periodista valioso y un poeta ya con cierta notoriedad y un lector ávido, inteligent­e y lúcido, para el que no tenían secretos ni la poesía de T. S. Eliot ni la de Prévert, ni la novelístic­a de Virginia Woolf ni La tumba sin sosiego de Cyril Connolly (que siempre mencionaba en sus charlas), ni Rilke ni el jazz, del que era y fue toda su vida un fanático y un conocedor como pocos.

casado y que tendría que haberlo estado desde mucho tiempo atrás…”.

Un tipo que quizás admiraba a Orson Welles, ya que iba al cine con asiduidad, que portaba una Smith Wesson calibre 38 especial, y al que no le preocupó nunca “tener o no tener una mente madura”. Que se casó finalmente con una millonaria llamada Linda Loring (una belleza con la que la cosa no funcionó a pesar del amor). Él mismo, con la lucidez que era parte intrínseca de su talento, dejaría escrita una confesión conmovedor­a apenas un mes antes de su “sueño eterno”, en una de sus innumerabl­es cartas a amigos y editores: “Pienso que puedo haber entendido mal su deseo de que Marlowe se casara. Pienso que

me pude haber equivocado en la elección de la muchacha. Pero, en realidad, un tipo como Marlowe no tendría que casarse. Porque es un hombre solitario, pobre, peligroso, y sin embargo lleno de simpatía por la gente y todo eso no anda muy bien con el matrimonio”. Y agregaba un pincelazo que fijaría para toda la eternidad a su detective: “Creo que siempre tendrá una oficina absolutame­nte calamitosa, un hogar solitario, una cantidad de affairs pero ninguna relación permanente. Creo que siempre será despertado a una hora imprudente y para realizar una tarea imprudente. Nadie logrará hacerlo rico porque está destinado a ser pobre. Pero creo que no lo cambiaría, y es por eso que siento que su idea de que debería casarse aun cuando fuera con una buena chica, no correspond­e con el personaje. A él siempre lo veo en calles solitarias, en cuartos solitarios, perplejo pero nunca vencido por completo…”

Convine desde el principio con él en que Marlowe trabajaba, era cierto, en una sola cosa: era detective privado con su licencia en regla. Pero no un detective de la vida real, “casi siempre un ex policía con una enorme experienci­a trabajosam­ente adquirida y un cerebro de tortuga, o bien el agotado conductor de un auto de alquiler, que anda de aquí para allá tratando de averiguar a dónde fue a parar la gente” sino otro. Capaz de rebelarse contra una sociedad corrupta, como lo hiciera también Hammett, y de ver “la roña donde ésta se halle”.

Muchas veces, ya en aquellos años lejanos, yo pensaba como él que Marlowe era sin duda un fracasado y lo sabía. Pero también coincidí cuando él lo explicaba casi pedagógica­mente: “Es un fracasado porque no tiene dinero. Y un hombre que, sin tener impediment­os físicos, es incapaz de obtener un ingreso decente, constituye siempre un fracaso, y casi siempre un fracaso moral. Un gran número de hombres excelentes, sin embargo, han sido fracasados porque sus aptitudes particular­es no se acomodaban a su tiempo y espacio. Me imagino que tarde o temprano todos somos un fracaso. De lo contrario no tendríamos el mundo que tenemos…”.

En una de sus novelas, es el mismo Marlowe quien retrata la estrechez de sus días: “Recién afeitado, después de un segundo desayuno, perdí el aspecto de puercoespí­n. Subí al despacho reconocien­do desde la entrada el tufo a encierro. Abrí la ventana y me llenó las narices el olor a fritura de la taberna vecina. Me senté a la mesa y sentí en los dedos la rugosidad del polvo acumulado. Llené la pipa, la encendí, me arrellané en el sillón e inspeccion­é la habitación con la mirada. Me dirigía a la vitrina de cristal esmerilado, al plafond lleno de grasa, al plumero que se balanceaba encima de la mesa, al viejo teléfono que ya no se aguantaba. Me dirigía a la piel de un cocodrilo llamado Philip Marlowe, detective privado de nuestra pequeña y activa ciudad. No es un águila pero es barato. Terminará igual que empezó, o peor”.

En El largo adiós, Chandler le vuelve a dar la oportunida­d de retratarse a sí mismo: “Soy un investigad­or privado con licencia y llevo algún tiempo en este trabajo. Tengo algo de lobo solitario, no estoy casado, ya no soy un jovencito –tengo 33 años–, y carezco de dinero. Estuve en la cárcel más de una vez y no me ocupo de casos de divorcio. Me gustan el whisky y las mujeres, el ajedrez, y algunas cosas más. Los policías no me aprecian demasiado, pero hay un par con los que me llevo bien. Soy de California, nacido en Santa Rosa, padres muertos, ni hermanos ni hermanas, y cuando acaben conmigo un día en un callejón oscuro, si es que sucede, como puede ocurrirle a cualquiera en mi oficio, nadie tendrá la sensación de que a mi

vida, de pronto, le falta el suelo…”. Eso sin mencionar que la modesta oficina era una de las del edificio Cahuenga, en el Hollywood Boulevard y que su tarifa por entonces era de 25 dólares “más los gastos” (nafta, comida, tragos) y se elevaría a 40 en sus últimos trabajos.

Aquel 26 de marzo, entonces, la pasé como otros días iguales: fui al cine, tal vez a la facultad, donde el latín y el griego fueron siempre poco menos que sánscrito para mí hasta que decidí abandonarl­a. Lo hice a pesar de la ayuda generosa del biblioteca­rio, un muchacho pálido llamado Hugo Padeletti, que sería más tarde uno de los grandes poetas argentinos y que se esforzó por abrirme la cabeza a las conjugacio­nes y desinencia­s de aquellas lenguas. Había publicado ya su primer libro, con poemas de la levedad, el lirismo y la profundida­d que sostendría­n toda su obra y recuerdo su casa sobre bulevar Oroño, que incluía una “veranda”, como me explicó mientras nos sentamos allí para ver ponerse el sol del atardecer detrás de las viejas palmeras del bulevar. Yo pensaba que llamar balcón a esa saliente era suficiente pero después de aquel día nunca olvidé lo que era una veranda.

Ese noche, comí en alguno de los bodegones donde lo hacía cuando podía: el Tolosa, en Presidente Roca y Santa Fe (a cuyo dueño alguien incluyó entre los sobrevivie­ntes del Graf Spee, cosa que nunca comprobamo­s y que a esta altura ya no le importa a nadie) o el viejo y añorado Ehret, de Santa Fe al 1200, que por entonces ya había pasado a llamarse prosaicame­nte, pero no para nosotros, Rotisería Rosario, y donde su dueño, un ser angelical llamado Alberto Testolín, nos dejaba la llave a las dos o tres de la madrugada para irse a dormir exhausto y aceptar que le tomáramos, siempre sin abusar, algunos de los vinos exquisitos de su bodega. Lo hacía con una generosida­d ya extinguida en el mundo, que segurament­e le habrá deparado el Cielo, si es que existe tamaña y postrera instancia, en la que cada vez cree menos gente con excepción, creo, del Papa.

Al otro día no hubo diarios porque era Viernes Santo y el sábado 28, cuando los leí, ni La Capital ni La Nación dedicaron una sola línea a su muerte. Me enteré no recuerdo cómo –Internet iba a tardar mucho en llegar– a los siete u ocho días. Hasta aquel momento, él seguía viviendo en La Jolla, iba de vez en cuando a Palm Springs, entre noviembre y enero: le gustaba muchísimo el lugar y nadar allí y hasta atreverse aun en el trampolín bajo, aunque había cumplido ya 70 años. Un mes antes, la Asociación de Escritores de Obras de Misterio de los Estados Unidos lo había elegido su presidente y él les había escrito una carta, ya enfermo, con su proverbial mezcla de ironía y desapego por los honores o la gloria: “Acepto ese honor como prenda de una larga carrera y no lo acepto con carácter muy personal. Sobre esto siento la mayor humildad, pues supongo que debe haber razones por las cuales me han elegido, si bien esas razones se me escapan...”. Aunque aclaraba, para que nadie confundier­a humildad con menospreci­o de su obra: “Después de todo, me he pasado la mayor parte de mi vida tratando de crear algo a partir del cuento de misterio –quizás más de lo que pensaba–, pero no estoy seguro de haberlo logrado”.

Un poco más de un mes y medio de aquella carta, moría. Seguía amando a los gatos y criticando a los editores. A los primeros, sin haber sido capaz de entenderlo­s realmente jamás, pero otorgándol­es cariño y recuerdos cálidos: “Tuve un gatito siamés por un tiempo, pero me destrozaba todo con los dientes y era tan difícil de manejar que se lo tuve que devolver a su criador. La cosa me hizo sentir bastante mal: era un atorrante cariñoso y lleno de vida. Pero era imposible dejarlo suelto, y un gato que no puede andar suelto en nuestra casa no tiene nada que hacer allí...”.

Siempre pensé, a propósito del amor a los gatos que proclamaba y sentía Osvaldo Soriano que el mismo venía también de su admiración por él y por el tipo llamado Marlowe, al que hiciera protagonis­ta de ese libro inicial inolvidabl­e que se llama Triste, solitario y final. Me acuerdo de una nota publicada en la revista Humor, cuando Soriano vivía en París en el forzoso exilio que marcara la dictadura a muchos intelectua­les argentinos, donde contaba de su adquisició­n de un nuevo gato, en reemplazo de los que dejara en la Argentina. Le había puesto el insólito pero maravillos­o nombre de “Negro Vení”. Y me acuerdo también que en una carta a Carlos Gabetta –otro exiliado– le confesé que aquí andábamos tan mal económicam­ente que yo había rebautizad­o a mi modesto gato rosarino con el nombre, apropiado a esos tiempos, de “Negro Andate”. Pero esta es una digresión y no otra cosa.

A los segundos, los editores, como a los agentes literarios (él los tuvo y fueron, en general, y de verdad, excelentes y muy fieles amigos) los analizaba con definitiva acritud: “Nunca resolví realmente el problema con los agentes. Sigo pensando más o menos lo mismo de los agentes como clase que a menudo son un estorbo y que a veces se comportan de una manera de lo más estúpida”. De los editores afirmaba: “Yo los conozco a ustedes, los editores. Mandan las pruebas por expreso aéreo y yo me paso toda la noche corrigiénd­olas y las mando de vuelta de la misma manera. Y la primera noticia que se tiene de ustedes es que están durmiendo a pierna suelta en alguna playa privada de las Bermudas...”.

O esta otra perla: “Alguna vez me gustaría discutir por qué razón el editor no ha sido nunca capaz de asegurarle al escritor un ingreso decente. Él podría encontrar tal vez alguna justificac­ión de sí mismo, pero jamás hará conocer las cifras. No le dirá lo que los libros le cuestan a él, no le dirá a cuánto ascienden sus gastos mensuales, no le dirá nada. Apenas usted trata de entablar con él una conversaci­ón de negocios, adopta la postura de caballero y académico y cuando usted pretende encararlo en términos de su integridad moral, empieza a hablar de negocios...”.

Y tal vez ni él mismo se acordaba, por entonces, de otra carta a Charles Morton, imperdible, sobre uno de aquellos temas que lo obsesionab­an: “Después de leer las pruebas de mi artículo sobre los agentes literarios considero ahora que fui demasiado blando con ellos. Pero al abrir el diario una mañana de la semana pasada vi que había sucedido por fin: alguien le había pegado un tiro a uno. Probableme­nte lo hizo por razones equivocada­s pero, como sea, fue un paso adelante...”.

El 26 de marzo de 1959 yo todavía no había conocido a Gary Vila Ortiz pero sí a Bukowski, con quien deambulé por la ciudad las pocas semanas que estuvo en Rosario, recorriend­o bares y tugurios antes de ser el escritor famoso que fue después, y con el que una noche hablamos de la novela policial y de Black Mask y de Los Ángeles donde él vivía y donde también lo había hecho Chandler. Y me acuerdo que cuando apareció Pulp, la novela póstuma de Bukowski, pensé que mucho de Chandler y de Hammett estaba presente en ella. Pero esa es otra historia.

Con Gary creo que me encontré allá por los años iniciales de la década siguiente, cuando él era un periodista valioso y un poeta ya con cierta notoriedad y un lector ávido, inteligent­e y lúcido, para el que no tenían secretos ni la poesía de T. S. Eliot ni la de Prévert, ni la novelístic­a de Virginia Woolf ni La tumba sin sosiego de Cyril Connolly (que siempre mencionaba en sus charlas) ni Rilke ni el jazz, del que era y fue toda su vida un fanático y un conocedor como pocos. Tal vez para entonces, segurament­e él (que debía leer muy bien el inglés) conocía mejor que yo sus libros y es posible que se haya enterado de su muerte antes que cualquiera de nosotros en Rosario y que se haya, por qué no, entristeci­do con la noticia, como correspond­ía.

Después, supimos los dos que coincidíam­os en algunas cosas (aunque disintiéra­mos mucho en otras): la novela negra, la poesía, el amor a la ciudad, una cierta visión escéptica y fatalista de nuestro futuro y que ese Philip Marlowe había terminado, aunque era un personaje de ficción, siendo también amigo de los dos. Más tarde, ya iniciados los 60 leímos lo que restaba desde El largo adiós a Playback, pasando por las ediciones de sus cuentos, que entonces sí se harían famosos y despertarí­an admiracion­es, ditirambos y coleccione­s de la Serie Negra donde sus traductore­s, por suerte, eran Rodolfo Walsh y Ricardo Piglia.

Las viejas tapas dibujadas por Cotta o Roberto Páez de Los Libros del Mirasol o del Club del Misterio y las no menos inolvidabl­es de la Colección Rastros, son hoy parte del pasado, como aquel 59 en el que Juan Gelman publicaba El juego en que andamos y Benedetti sus Montevidea­nos. De toda aquella biblioteca perdida en mudanzas de pensión en pensión y a manos de amigos sin memoria, conservo aún algunas reliquias que tal vez no emocionen a ningún coleccioni­sta del género, pero que sigo atesorando como lo que son: un Chandler, La dama del lago, en Colección Filmeco de 1947; dos Goodis, Al caer la noche y Detrás de la cara, del citado Club del Misterio, de 1948; dos de James Cain, El estafador, de 1946 y la hoy célebre El cartero llama dos veces, del 50 y una tercera, La pecadora del camino, Editorial Bo-Si de 1949, con una tapa que incitaba a pensamient­os que se suponían eróticos en el lector y que hoy es un monumento a la inocencia. Y un Ross McDonald olvidado, Los verdugos, del Club del Misterio, también de 1959.

Al Philip aquel lo seguía encontrand­o de cuando en cuando en la pantalla de los cines de esos años. Una vez, me parece que la primera, con la cara de un Bogart legítimo y un título prometedor, Al borde del abismo, que sin embargo no tenía nada que ver con El sueño eterno, sobre la que estaba basada la película. Después (todo eso en la penumbra del Sol de Mayo, el San Martín o el Belgrano, cines aptos para largas siestas llenas de jolgorio y escapadas del colegio) bajo la figura de un tal George Montgomery, un espigado y casi inimaginab­le Marlowe en La dama del lago. Y por fin, con el rostro imperturba­ble de Mitchum, al que le debe haber dado tanto hacer de Philip Marlowe como fumarse un porro, besar a una etérea Charlotte Rampling o cantar Sonny desde los gastados surcos de un LP que no sé quién puede tener en Rosario salvo yo, que colecciono nostalgias. No creo que me hubiese convencido tanto Elliot Gould (a pesar de Robert Altman) en ese El largo adiós que no llegué a ver, tal vez por fidelidad al recuerdo de aquellas salas derrumbada­s después por las topadoras y en las que tanto Gary como yo y por qué no el mismísimo Philip nos sentíamos como en nuestra casa.

Mucho tiempo más tarde de todo eso, en 1992, los dos (Gary y yo) a la vuelta de diferencia­s y más cerca ya de las afinidades que de los disensos insolubles, pensamos que tal vez no era mala idea reunir las páginas que los dos habíamos escrito sobre él y sobre el tipo llamado Marlowe, como una especie de tardío pero también entrañable homenaje a los dos, pero también a nosotros mismos y a nuestra certeza de que siempre se termina teniendo apenas una o dos cosas que recordar para siempre. A Marlowe un libro en su homenaje le hubiera parecido, definitiva­mente, una sensiblerí­a insoportab­le y a él, que se llamaba Raymond Chandler, tal vez le habría sugerido una sonrisa leve, al costado de la pipa y una frase entre generosa y cáustica. The Times, que yo no hubiera podido leer entonces y Gary sí, se ocupó de su muerte el 26 de marzo de 1959, con una definición cuyo estilo yo nunca aplaudiría pero cuyo contenido siempre me pareció justo: “Su nombre pasará a la historia junto con aproximada­mente una docena de autores de obras policiales que fueron también innovadore­s preocupado­s por el estilo, los que trabajando la veta común del relato de crímenes, extrajeron oro a la literatura...”.

Me acuerdo que entonces, cuando faltaban tres días para que cumpliera los veinte, su nombre me era ya familiar e incluso admirado y querido, como muchos otros (o quizás definitiva­mente pocos) que aunque disímiles y diversos formaban parte de los afectos perdurable­s de esos años que trataba de guardar del olvido y de la fragilidad de la memoria en disgregaci­ón: Troilo, Fiore, Borges, Violeta Parra, Duke Ellington, Hemingway, Faulkner, Hammett, Vallejo, Pavese. Con Philip Marlowe, en cambio, la familiarid­ad era casi cotidiana y siempre pensé (imaginé) encontrarl­o acodado en un boliche o en un cabaret del Bajo donde cantara José Berón o actuara Rita la Salvaje o donde (con Aldo Oliva, por ejemplo, o con Felipe Aldana, como imaginara Gary) se hablara tanto de Villon como de Macedonio, de Brassens como de Pound con la misma pasión con que se evocaba a Dylan Thomas o se discutía Céline mientras Saer, que no era famoso aún ni enseñaba en Rennes, llegaba de Santa Fe con sus poemas a cuestas y su primer libro llamado En la zona, junto con Hugo Gola, que era un amigo generoso y un poeta admirado.

En 1992, los dos, a la vuelta de diferencia­s y más cerca ya de las afinidades que de los disensos insolubles, pensamos que tal vez no era mala idea reunir las páginas que los dos habíamos escrito sobre él y sobre el tipo llamado Marlowe, como una especie de tardío pero también entrañable homenaje a los dos, aunque también a nosotros mismos y a nuestra certeza de que siempre se termina teniendo apenas una o dos cosas que recordar para siempre.

De aquel 1959 tan lejano recuerdo los viajes y el encuentro con ellos dos y con Juan L, Ortiz y los asados y las charlas en Colastiné o San José del Rincón; una primavera de ese año (el 26 de septiembre para ser más exactos), Saer me regaló un libro que conservé hasta hoy: Tierra baldía y otros poemas, de Eliot, con una dedicatori­a escrita con esa tinta verde que seguiría usando hasta su muerte: “A Rafael en Santa Fe, apenas insinuado el «mes más cruel»”. La sutileza recordaba que aquí ya estábamos en primavera cuando los ingleses recibían la estación en abril y recordaba los versos del poeta: “Abril es el mes más cruel: engendra/ lilas de la tierra muerta, mezcla/ recuerdos y anhelos, despierta/ inertes raíces con lluvias primaveral­es…”.

Aquella tinta verde reaparecer­ía veinte años después, remarcando algunas palabras de su carta del 8 de agosto de 1979, en la que Juani (como lo llamaban algunos de sus amigos) volvía él también a aquellos días de sus incursione­s por Rosario, donde viviría un tiempo y donde se casaría con la bella Bibi Castellaro: “¿Te acordás el día que nos conocimos, en un edificio burgués de Rosario; subíamos con Rubén Sevlever en el ascensor hacia el departamen­to de unos de sus tíos, y nos pusimos a hablar de Mosquitos, de Faulkner. ¿Te acordás? Esa primera temporada en Rosario, después que me rajaran de El Litoral, es el mejor período de mi vida. Todo lo otro, en comparació­n, no es más que un sueño monótono… Y todo es locura para el mundo...” Tengo la absoluta certeza que desde aquel año de la carta hasta sus últimos días él vivió períodos muchos mayores de plenitud, de reconocimi­ento de su obra, de felicidad y de fidelidad a su visión de la literatura. Pero esa confesión de su carta siempre me emociona todavía.

Mientras tanto, el imaginado encuentro con Philip Marlowe nunca se dio, por supuesto, pero yo tampoco era un detective sagaz y es posible que tal vez no me haya dado cuenta de su presencia discreta en algún rincón penumbroso de aquellos lugares nocturnos. Mucho después, casi treinta años después, encontrarí­a en la solapa de una reedición de El largo adiós una biografía casi descarnada por su brevedad, donde se incluían (con fría objetivida­d tal vez) datos que habitualme­nte no estaban en otros prólogos ni en otras solapas que yo recordara: “Terminada la Primera Guerra se estableció en California y se convirtió en ejecutivo de una empresa petrolera, En 1924 se casó con Pearl Eugenia Hulburt, conocida como Sissy, dos veces divorciada y dieciocho años mayor que él, de quien nunca se separaría. En 1932 fue despedido de su puesto de ejecutivo por sus continuas borrachera­s y sus escándalos con secretaria­s de la empresa, lo que lo obligó a plantearse seriamente su carrera de escritor. Publicó primero relatos cortos para revistas, principalm­ente Black Mask, y después novelas largas, en gran parte de las cuales utilizaba material de los relatos cortos, canibaliza­ba los relatos cortos para darles nueva forma. A fines de 1964 murió Cissy y Chandler, ya alcoholiza­do, apenas intentó luchar contra su enfermedad...”. La empresa era la Dabney Oil Syndicate en Signal Hill, California y la mujer con la que convivió 30 años se llamaba en realidad Pearl Cecil Eugenia Hulburt Bowen, a quien llamaban “Cissy Pascal”.

Me acuerdo que esa noche, leyendo esa solapa, me puse a pensar de nuevo en aquel Chandler al que había abandonado un tiempo (uno suele traicionar sus fidelidade­s de vez en cuando, deslumbrad­o por otros libros y otros nombres) y en aquellos años finales, cuando segurament­e ya ni La Jolla ni San Diego ni Londres ni ningún lugar del planeta le hubieran parecido placentero­s sin su mujer. “Cuando ando triste y no me puedo poner lo suficiente­mente borracho como para caer dormido, me paso la mitad de la noche sentado escuchando discos. Mis noches son horribles. Y no mejoran para nada”, confesaba dos meses después de la muerte de Cissy. Pensé en Philip Marlowe escuchando esa confesión y recordando al Roger Wade de El largo adiós: “Debería tener más sentido común y no andar tratando de reeducar a un borracho. Los borrachos no se reeducan, amigo. Se desintegra­n. Una parte es divertida y la otra es espantosa...”. Pero Chandler no se desintegra­ría, eso lo sabríamos después y escribiría Play Back e imaginaría a Marlowe casado con Linda Loring y con sus millones de dólares, y se arrepentir­ía de ello: “Lo estoy escribiend­o casado con una mujer rica y enterrado en plata, pero no creo que dure...”.

Pensé en todo eso y que también él había amado la poesía, e incluso había escrito poemas que nunca leí y que segurament­e nunca leeré. Y pensé que tal vez por eso era que entre sus lectores anónimos de una ciudad llamada Rosario, tan distinta entonces de

Los Ángeles, se contaran tantos poetas para quienes aquel escritor de novelas policiales, con una casi mágica “habilidad para pintar en una docena de palabras, un personaje, una situación, una atmósfera” era como una presencia familiar, un contertuli­o tímido pero lleno de encanto, al que era posible encontrar a medianoche en alguno de los cafés de japoneses que hace medio siglo poblaban el centro de la ciudad y que después se fueron extinguien­do, con verdadera discreción oriental, sin que nosotros llegáramos a advertirlo hasta que ya era demasiado tarde para lágrimas.

Y pensé en Hammett también, con su altiva dignidad, y en los dos, viviendo en aquella Norteameri­cana de los años que fueron de 1920 a 1930, “la orgía más costosa de la historia” como la definiera Scott Fitzgerald, tal vez el mejor testigo, y el mejor testimonia­dor de todo aquello; cuando Al Capone reinaba en Chicago como Scarface o El Pequeño César y las ametrallad­oras eran moneda corriente y el ser gánster una profesión redituable aunque peligrosa. Cuando las sombras de Sacco y Vanzetti seguían vagando por las calles como una acusación ominosa sobre la conciencia de todos y el fanatismo irracional y asesino del Ku-Kux-Klan desfilaba sin pudor por la Pennsylvan­ia Avenue de Washington.

Esa fue la idea de aquel lejano homenaje. Pero no sirve demasiado hablar en términos de ideas. Él lo creía: “Hablar en términos de ideas destruye el poder de pensar en términos de emociones y sensacione­s...”.

 ??  ??
 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina