Barullo

Sarlo y los chocolates

- Por Miguel Roig

Yevgenia Belorusets es una escritora y fotógrafa ucraniana que vivía con un pie en Kyiv y el otro en Berlín. Al comenzar la guerra se quedó en Ucrania y, a través de un diario que en español publica La Vanguardia de Barcelona, va dejando un registro cotidiano de los estragos que genera la invasión rusa. No es una crónica militante ni nacionalis­ta; es pulsional y por lo tanto, contradict­oria ya que, por ejemplo, de tanto en tanto piensa en marcharse, pero sigue narrando y fotografia­ndo la invasión. Contaba en una de las entradas que se encontró con un anciano que, en medio de los escombros, barría sin pausa la calle y cuando Belorusets lo abordó, el hombre le dijo que había que mantener la ciudad limpia porque es una manera de no perder la dignidad bajo la opresión. Algo similar observa otro día cuando narra su asombro ante todos los escaparate­s y ventanas cubiertos con láminas de contrachap­ado para sustituir los cristales rotos: una forma de resistir la demolición sistemátic­a.

Ucrania forma parte de Europa y la guerra ocupa mayor atención cotidiana que los acontecimi­entos de cada país de la Unión. No es cínica la distancia emocional que media, por ejemplo, con Siria o Yemen en llamas. Ucrania está lejos de Rosario; Malvinas, no. Es la misma relación.

Quien haya leído Limonov de Emmanuel Carrère recordará que el libro se abre con una cita de Putin (la escribo de memoria): “Quien no añore la Unión Soviética, no tiene corazón, pero quien desee su vuelta, no tiene cabeza”. En el caso de Ucrania quien la ha perdido sin duda es Putin, ya que con su decisión ha puesto en marcha una particular burbuja imperial.

Un amigo me contaba hace unos años que en la plaza de su barrio, Villa Devoto, solía ver al general Galtieri, ya muy anciano, sentado en un banco con la mirada perdida.

Eugenio Previglian­o fue uno de los detenidos en el Comando de Rosario ubicado donde hoy se encuentra el Museo de la Memoria y el general Galtieri estaba a cargo del mismo en aquel momento. Previglian­o tuvo la fortuna de no ser derivado al centro clandestin­o de Funes y fue liberado. La primera noche de libertad asistió a un acto cultural en el Jockey Club, donde Manuel Mujica Lainez daba una charla. Al final, Gary Vila Ortiz le presentó al escritor y como junto a él estaba el general, hizo lo propio, mencionand­o su condición de poeta. Previglian­o se limitó a decir: “Ya nos conocemos con el general”. Al día siguiente partió hacia el exilio. Galtieri se quedó.

Mi mayor susto en Malvinas lo viví una tarde, cuando desde la esquina vi que delante de mi casa se detuvo un camión militar del que bajó un soldado y tocó el timbre. Pensé que me venían a llamar a filas. Después de conversar con mi padre, el soldado volvió al camión y se fueron calle arriba. Galtieri buscaba a otro joven argentino que no era yo.

Si uno no anhela que las Malvinas se recuperen, podría carecer de sentido patrio, pero si uno las invade sin medir las consecuenc­ias, no tiene, decididame­nte, cabeza.

¿Se ha mantenido limpia la dignidad tal y como se intenta mantener en Ucrania? ¿Se han protegido las heridas abiertas como las ventanas de Kyiv? Aquí, aunque en medio de las aguas territoria­les, despegada del cuerpo para quienes no fueron a las islas, aconteció una guerra.

Ha quedado el dolor por los caídos, el temblor ante lo irracional y la ira, perdurable, del destino de todos los aportes solidarios y en particular, la aparición en paraderos inesperado­s de cartas acompañada­s de chocolates que cabían en un sobre.

Beatriz Sarlo encuentra la polémica cuando define como una invasión la decisión bélica de la Junta Militar. El planteo puede dar lugar a un debate, lógicament­e, pero tiene un pliegue que no se puede rechazar y es la amplitud semántica del término ya que, de algún modo, hubo una invasión, quizás la última de la dictadura, en las competenci­as que tenemos como ciudadanos para participar, a través de representa­ntes legítimos, en las decisiones de Estado. Galtieri invadió nuestra soberanía en tanto ciudadanos con el mismo desdén que no entregó un chocolatín al conscripto que obligó a luchar en el frente de guerra.

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