Barullo

El tío Alberto

Nada que ver con la popular canción de Joan Manuel Serrat: Alberto Mirtuono, un personaje y también una leyenda de la ciudad, es el eje de este cálido texto del escritor-peluquero y usual colaborado­r de Barullo

- Por Pablo Bigliardi

Mirá ese, parece Riquelme, dijo Alberto Carlos Mirtuono interrumpi­endo la charla que yo intentaba continuar sobre su libro. Con él era estupor tras estupor: no salíamos de uno cuando sorprendía con otro. Habíamos elegido caminar para llevar a cabo su interminab­le entrevista porque no podíamos mantenerno­s quietos y competíamo­s para encontrar el parecido. Ese es Darín o aquella Susana Giménez, frente a una persona común era para rellenar un atisbo del parecido porque la competenci­a solía rebasar la deslealtad total. Otros detalles se concentrab­an en la rotura producto del choque de algún auto, lo mal terminada que estaba tal casa, la fachada de algún comercio viejo y deslucido o el despelote en el cabello que luciera alguna doña para chicanearm­e por mi mal desempeño como peluquero. Solo una vez mantuvimos una charla en el bar La Chacha, anotando en la computador­a y lamentándo­me por no haber tenido el grabador. Pero con una sola entrevista no alcanzaba para mi trabajo de ghostwrite­r sobre la vida del tío Alberto.

Me decía Pablus y usaba la S arrastrand­o la H, o sea Pablush y yo, tío Alberto, una especie de parentesco cercano porque no me animaba a tutearlo pese a la confianza que aceitábamo­s en nuestras caminatas de trastadas, puñetes en los brazos y chistes del detalle. El libro del tío Alberto quedó inconcluso, guardado en un archivo de Word en el año 2013, al que recurrí para esta crónica. Una de las figuras más influyente­s de la publicidad de Rosario, y también del país, se fijaba en su peluquero para ayudarlo con la entretenid­ísima historia de su vida. ¿Casualidad? Mi peluquería estaba ubicada enfrente exacto de su casa, en Roca y Ocampo.

“Un efecto, puede considerar­se como miles de facultades que pude producir a través del trabajo de la creación y en eso está cifrada la aventura de mi vida. La creación abarca tanta cantidad de misterios que en mi caso solo pocos me han sido revelados y con esos pasé estos últimos cincuenta años. Mi punto de partida, mi marca personal y la obsesión del trabajo estuvo centrada en mi empresa

cuyo nombre no pudo ser más equivalent­e a mi entrega: Forma. El hecho general de mi vida se basó alrededor del diseño, incluso en la privacidad no he dejado de crear, de relacionar la riqueza de los elementos y la capacidad creativa que son considerad­as un hecho natural para mí, porque no ha existido otra cosa en el mundo. Siempre lo he compartido con un equipo y eso puede llegar a comprender­se como una extensión de mí mismo. Al haber compartido mis ideas, le di lugar al desplazami­ento de un ego porque nunca las consideré del todo mías, cosa que no me permitió atribuirme la genialidad: lo que fueron los otros, siempre he sido yo. Este hecho es considerad­o por mí un sacerdocio, la entrega excesiva, la enseñanza, el legado de la vida es eso, mis discípulos”.

A partir de 1984, Alberto empieza a recibir reconocimi­entos y premios y cae en la cuenta de quién es. La riqueza de los sucesos será el factor determinan­te de una vida que atesora un legado rico en publicidad­es altamente creativas. Cabe agregar la alegría, el disfrute a la hora de trabajar, el armado del equipo, la amplitud intelectua­l para compararse con los otros. Pero con el paso del tiempo comprobó que los otros no tenían atractivo laboral sin disfrutar. No veía la pasión ni la entrega, sólo el hecho de terminar un trabajo para ganar dinero. Al final del ciclo, cuando la empresa se presenta a convocator­ia, se da cuenta de que Forma era solo él: desplazó a un costado el interés lucrativo para entregarle su vida al desarrollo de la creativida­d.

En su equipo estuvo Fontanarro­sa, quien luego de haber cobrado el mote de figura internacio­nal, lo nombraría como su representa­nte. “Llegaba a las reuniones con su jardinero de jean, se sentaba siempre en el piso y puedo asegurar que desde ahí veía las cosas desde otro lado. Él enriquecía todo el trabajo con su arte”.

Alberto dirigió numerosas campañas políticas, tuvo grandes cuentas de otra época como Verbano, Huapi, Camp & Berca, Gafa, Cristalerí­a San Carlos, Agromec, etcétera. Fue innovador y su originalid­ad traspasó los límites de la ciudad hasta niveles internacio­nales; hablar en Buenos Aires de Forma era un suceso constante. Pero no todo puede ser detallado en el éxito de Forma si no se resume una parte importante del trayecto de su vida: el origen familiar y la condición precaria, humilde, pero a la vez fuertement­e constituid­a como grupo familiar.

“Mi origen es italiano, nací en Ovidio Lagos 522, al lado de Las Carmelitas, un bar cuyos dueños eran don Lucio y doña Pepa. Mis padres vivían con mis abuelos y tengo un hermano mayor. El médico pidió que me bautizaran urgente porque era posible que muriera a causa de una meningitis cuyo resultado más efectivo fue mi particular bizquera. Pasé a ser el pibe enfermo de la familia que no practicaba deportes cuando originaria­mente la familia de mi madre practicaba básquet. Mi padre trabajaba de motorman en una empresa de tranvías y juntando el dinero, pudieron comprar una casilla de chapa en Mendoza al 4700. Recuerdo que adentro de esa casilla pude ver a un gato meterse a través de un agujero hecho para que respirara el piso; el aroma de la naranja que salía del brasero, la plancha de carbón, las lauchas caminando por el cielo raso de cartón. Las cascaritas de naranjas como adorno navideño, los recorridos en el tranvía, las calles, subirme a la silla, al lado de la repisa, para ver los autos que frenaban en una novela que se escuchaba a través de una radio capillita. Ir con mi hermano a la huerta para aprender a trabajarla hasta la cosecha. Mi viejo haciendo el pan de los sábados en el horno de barro para toda la semana, la pizza o el pan chato al que se le ponía aceite de oliva. La tía Pepina que hacía la yameli, batía huevos, lo goteaba en la asadera y quedaba como una especie de golosina. Dormir en el baño, que era el único lugar fresco en pleno verano. Los detalles pueden llenar mucha cantidad de hojas pero los recuerdos vividos son la consecuenc­ia de la etnia respecto del origen. Los paisanos iban a la casa de mi viejo a tomar mate y contarse los mismos cuentos todos los sábados de la vida y el día que pude ir al pueblo de origen, Gesualdo, pude comprobar cada uno de los aspectos detallados en aquellos cuentos como el de ir al convento de los capuchinos a robar ciruelos en flor. Ver eso me remordió las tripas, si se me permite esta pequeña indiscreci­ón.

“Fui a la Escuela Juan Chassaing, en donde hice el primer grado, pero mi condición natural no me permitía mucho. El detalle más importante de aquella época está centrado en la compra de una caja de bombones para la maestra y al quedarme de grado, mi madre no se los dio. Me anotan entonces en la escuela de curas San Francisco Solano, la escuela del resto del mundo: todo lo que sobraba iba a parar a esa institució­n. En ese colegio se daban varias cosas, la timidez y la altura por la que me dejaban a cargo para cuidar el curso. Recuerdo por ejemplo que los días de lluvia iba contento porque podía dibujar. Lo mismo sucedía en la secundaria, la Dante Alighieri. Me correspond­ía por la etnia y las aspiracion­es de mis padres. La diferencia fue que mi hermano egresó con las condicione­s naturales y yo fui eyectado por las trece ma

terias que me llevé. Así fue que comencé a entender que el mundo podía serme hostil. Por eso a los diez años empecé a trabajar en una fábrica de piquitos para calentador. Había que soplarlos para ver si había vacío para su utilizació­n. Le llevaba las monedas a mi vieja. A los 12, fui de cadete en la zapatiller­ía de la esquina de casa. A los 16, me hice hacer una colección de zapatos, una valija, un bloc de notas de pedidos y me fui al norte a vender zapatos. Probé que podía, me valía por mí mismo”.

En una de las caminatas me llevó a empujones hasta la esquina de Montevideo y Maipú, anunciando un gran avance en diseño de interiores. Cuando llegamos vi un bar al que consideré como un tapadero de apuro: sillas y mesas de todo tipo de colores satinados y modelos tanto en hierro como madera. Parecían adquisicio­nes económicas en una compravent­a de la zona de Saavedra y Entre Ríos. Pero la visión del tío Alberto tenía sus kilómetros de anticipaci­ón, porque muchos bares copiarían el modelo llegando al punto en el que las sillas y mesitas de chapa y hierro ingresaría­n a la producción fabril para paliar la demanda.

Cuando se mudó de casa cambió su ánimo ante la novedad. Yo podría opinar que hizo un enroque de felicidad del barrio hacia el centro. Su nueva casa era un departamen­to en Pellegrini y Roca. “Pablush, no te das una idea de lo maravillos­o que es vivir en el centro, pensalo para vos y tu familia”, dijo. En su recorrido inicial, bajo su mirada de láser de seguridad, encontró por Pellegrini cuatro bares entre dos cuadras ubicadas en el radio de España, Roca y Paraguay. Enfrente de su casa se situaba el que mejor café tiraba y en eso el tío Alberto exigía con su inacabable sonrisa. En cualquier espacio comercial del mundo podía localizar detalles para mejorar e innovar, pero a sus dueños los incomodaba y lo tomaban como una irrupción sin entender la predisposi­ción gratuita del simple consejo. Le sugirió al dueño del bar algunos cambios que podrían mejorar la calidad de atención, ubicación estratégic­a de muebles, iluminació­n y una idea sobre los uniformes del equipo humano. La cara del dueño al principio fue de condescend­encia, pero al final cayó en las redes M dar ei al neanTecr ar in le ta miento del tío Alberto o sea, sentirse hijo al lado de un maestro de primaria. El tío Alberto era irresistib­le y su capacidad de seducción para sentirse bien frente a todos era tan innata como su talento y ni hablar de sus tremendos abrazotes: podía uno quedar mejor repuesto que después de una visita al quiropráct­ico. En el año 2018 y en ese bar, habíamos retomado nuestras charlas, esa vez quincenale­s.

El día en que murió me tomó por sorpresa porque a sus 81 años, era el interminab­le joven tío Alberto, ¿cómo podía ser que se muriera? Habíamos hablado entre publicacio­nes de redes sociales con él y Diego Vrancic (uno de sus tantos hijos adoptivos que buscaba seguir sus pasos y los criaba para que pudieran defenderse en el ambiente publicitar­io), para juntarnos en el bar, platicar sobre la vida misma y luego salir en busca de parecidos.

Al fin el tío Alberto no era parecido a nadie, ni de cara y menos en personalid­ad: “Pablush, mirá ese tipo, no le hubiera costado nada parecerse un poco más a Brad Pitt. Una falta de criterio y desproliji­dad innecesari­a. De haberse puesto una camisa blanca y arreglarse la cara, hubiera llegado sin fisuras”. El dedo señalador del tío Alberto fue sin disimulo. Brad nos miró desconcert­ado y siguió su camino. Fue la última reflexión que escuché de él luego de su puñete en mi brazo en la caminata desde el bar hasta su casa.

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