Barullo

La educación de las niñas

- Por Betty Jouve

I. Noche

La monjita habló del infierno en la clase de religión. De los vericuetos que hizo la santa para no caer en el pecado. De los sacrificio­s que desde pequeña ofreció al Señor hasta el último día de su joven vida, arrebatada a este mundo y a las tentacione­s terrenas, para ocupar, de allí en más y por siempre, el palco principal en el paraíso de los cielos. Atrapados en el relato, los treinta y tres niños no escucharon la campana. La madre superiora se acercó al aula para ver qué ocurría que no salían a la formación. Ante semejante escena, felicitó a la maestra monja y a todo el grupo. Como recompensa podrían llevar la virgencita a la casa durante todo el mes.

Es de noche y una nena tiene miedo.

Se apagaron los ruidos de sus bochincher­as hermanas. Todos en la casa duermen.

Los restos de aquel relato danzan entre sus sueños. Faltan tres días para el domingo. Antes de la misa podrá confesarle al cura la trampa hecha a la amiga mientras jugaban a la escondida, el insulto dicho a la mañana y ese dolor de panza inventado a la hora de ir a la escuela.

Morirse así, en semejante estado de pecado, sería una verdadera tragedia.

Angustiada, llama a su madre, quien acude a consolarla con la palabra: “Esos no son pecados mortales, son pequeños pecaditos que no ameritan más que un paso por el purgatorio”. Su mano segura acaricia cabeza y alma. Puede dormir tranquila, pero pide que por favor no apaguen la luz. Piensa, en su inocencia, que la luz espantará a Satanás, por si viniera a buscarla.

Mañana será otro día de escuela. Firme en su puesto la esperará la monjita, para seguir templando el carácter de las mansas criaturas con historias ejemplares.

II. La biblioteca

La biblioteca de la escuela tenía muchísimos ejemplares. Mujercitas, Hombrecito­s, La cabaña del tío Tom, Corazón, Las aventuras de Tom Sawyer, Alicia en el País de las Maravillas. Esos eran algunos de los títulos que brillaban tras las vitrinas, las más altas, perfectame­nte acomodados en prolijas hileras.

La nena entró, por primera vez, contenta a ese lugar. La maestra le había explicado que podría llevar un libro a su casa y a la semana siguiente, devolverlo.

La monjita biblioteca­ria la recibió amablement­e. “Quiero el libro que está allá arriba, ese amarillo de aventuras”, decía mientras señalaba con el dedo.

La monjita se mostró consternad­a. Debía subir la escalera para alcanzarlo, y le dolía tanto la cintura… Pero repentinam­ente cambió la expresión de su rostro afligido por una sonrisa confiada y le recomendó el de la vida de Santa Joaquina. Estaba ahí nomás, en el primer estante, y además tenía dibujos. Le mostró las ilustracio­nes donde se podía ver a la santa de pequeña secando su vestidito al sol, ya que no aceptaba ninguna mácula en sus ropas, pues eran símbolo de pecado. Siempre limpia, cual propaganda de Ala.

La nena dudó. La monja era bastante mayor, le dolía la cintura, la escalera parecía peligrosa. Primó la virtud cristiana de la compasión, y así fue como resignó las maravillas de Alicia a favor de la vida de Joaquina.

Una vez en su casa, el libre albedrío pudo más. Dejó el libro sobre la mesa de la cocina y se fue a trepar a los árboles de la vereda de su casa.

A la semana siguiente subió a la biblioteca para devolver el ejemplar no leído.

La monjita le preguntó qué le había parecido. “Me gustó, está lindo”, dijo ruborizada.

Era viernes, por suerte faltaba poco para que llegara el domingo.

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