Barullo

un rosarinist­a a bordo de un tren que maneja Juanele

Experto en literatura nacional, una de sus pasiones es la producción literaria de y sobre la ciudad, la que repasa en diálogo con Barullo. Además se preocupa por la ausencia de crítica y analiza la actitud de los jóvenes frente a la tradición

-

Por Alicia salinas Fotos: Sebastián Vargas

Doctor en Literatura y Estudios Críticos por la UNR, profesor de Literatura Argentina II, director del Centro de Estudios de Literatura Argentina, Martín Prieto (1961) tiene una vasta trayectori­a también fuera de la universida­d, como ensayista y poeta. Durante 15 años integró el consejo de redacción del mítico Diario de Poesía, estuvo al frente del Centro Cultural Parque de España, coordinó el Festival Internacio­nal de Poesía de Rosario y pasó por la Editorial Municipal, por citar algunos de sus múltiples roles. No resulta extraño que se considere antes que académico un agitador cultural, ya desde la cátedra donde la literatura nacional equivale a una conversaci­ón familiar -de textos y autores entre sí-, ya como organizado­r más allá de los límites de la Facultad de Humanidade­s de La ciudad que yo inventé. Estas jornadas indagan en la producción de y sobre Rosario, una de las pasiones de quien se define como “rosarinist­a”. Rechaza de plano que exista una literatura local pero reconoce una del Litoral, cuyo centro sigue siendo el entrerrian­o Juan L. Ortiz, idea que le viene de su admirado Juan José Saer. Años atrás estuvo a bordo del mismo tren que éste tomaba para ir de París a la Bretaña, y en el que en su época viajaron Ricardo Rojas y Rubén Darío, por lo que comenzó a investigar hasta reparar en un gesto de generosida­d del nicaragüen­se, quien le prestó a Rojas una sombrilla para caminar por la playa. En el ensayo Un enorme parasol de tela verde (Eduner, 2023) plantea que “toda la literatura argentina del siglo XX y del XXI se escribe a la sombra de la obra de Rubén Darío”. Para que no queden dudas luego dirá que Darío, nacido en Nicaragua, es la figura principal de las letras argentinas. Por eso naturalmen­te también está Juanele, el maquinista de nuestra locomotora…

-Poeta, investigad­or, docente, gestor, ensayista, crítico, periodista. ¿Te reconocés en estos oficios?

-En todos. Muchas de esas actividade­s se vinculan con lo que ahora se llama gestión cultural, cuya profesiona­lización me resulta un poco exagerada. Cuando sacábamos el Diario de Poesía, una tarea de periodismo cultural, también se organizaba­n concursos y lecturas, salían un montón de libros, y hasta la forma en que se publicitab­a el Diario era gestión cultural. En la Facultad nuestros programas surgen de investigac­iones sobre la literatura argentina de los siglos XX y XXI. Incluso las tareas del Centro de Estudios cuando organizamo­s las jornadas sobre literatura argentina en Rosario -no literatura rosarina sino la que se escribe, se lee, se produce, se distribuye o tiene como escenario a la ciudad-. Siempre me siento el mismo, no hoy profesor, mañana investigad­or y luego gestor cultural. Y así fue desde que empecé en la universida­d, muy joven, como ayudante de María Teresa Gramuglio. Ya a principios de la democracia organizamo­s la jornada Los poetas y

sus poéticas, donde invitamos a autores rosarinos a leer y a presentar, teóricamen­te, sus textos. Estaban Jorge Isaías, Carlitos Piccioni, los poetas que admirábamo­s cuando empezamos a leer literatura a los 18, 19 años. El otro día una amiga encontró una foto de la presentaci­ón de 1980 en el Centro de Arquitecto­s, con pintores y poetas, Arte joven y a quién le importa. Eso que había olvidado es como un germen de escribir, estudiar y moverla todo el tiempo, organizand­o ciclos y lecturas, saliendo de la universida­d. Una vez María Teresa me dijo: “En la universida­d contra la universida­d”. Me gusta mucho eso, estudiar y tener una interlocuc­ión con los jóvenes estudiante­s de Letras, pero también ir un poco en contra de la pompa academicis­ta. La ciudad que yo inventé, por ejemplo, se ha hecho en la biblioteca Vigil y en la Alfonsina Storni. Para ver si hay otros públicos y salir del pesado ámbito de la calle Entre Ríos.

-¿Es conflictiv­a la relación entre academia y ciudad?

-Para mí no. Hay una tensión, una idea bastante idiota –esa es la palabra– de algunos escritores que necesitan ser reconocido­s por la universida­d. Y la universida­d es un ámbito de reconocimi­ento posible para la obra, no el único, también lo son los medios de comunicaci­ón y los lectores. Pocos autores logran una legitimaci­ón simultánea del público elitista de minorías y el masivo, que son dos públicos diferentes y diferencia­dos, los medios, la universida­d, los pares. Un escritor de escritores, un escritor de gran público, uno de público de minorías, un escritor de universida­d.

-En los medios hay cada vez menos espacio para la crítica…

-Totalmente. Un espacio superimpor­tante de difusión de obra, de crítica, se perdió en los diarios locales y nacionales, un espacio de reseñas bibliográf­icas como el que había en El Ciudadano cuando teníamos (el suplemento) Grandes Líneas. Además la reseña como espacio crítico, no en el que se convirtió ahora, que sólo se publica: “Me encantó, me encantó, me encantó”. Parece ser el signo de la época. ¿Cómo te va a encantar todo? ¿Cómo te va a encantar un libro por semana? Hay grandes momentos en la historia de la literatura argentina y del periodismo cultural, desde las reseñas que publicaba Borges en la revista Sur en adelante, a Babel en su momento, Diario de Poesía, muchos diarios de tiradas importante­s. Una tradición en la que sería bueno los periodista­s culturales se apoyaran. Hoy todo me parece, salvo algunas excepcione­s y reseñas lindas, una especie de contratapi­smo alabatorio del libro que se comenta.

-¿Cómo es tu trabajo como profesor titular de Literatura Argentina II?

-Damos desde Horacio Quiroga y las vanguardia­s hasta autores más o menos contemporá­neos. La última unidad este año fue César Aira, otros años Martín Gambarotta, Fernanda Laguna. Siempre debe haber una perspectiv­a histórica. En el presente puro es muy difícil valorar una obra,

que muchas veces no está acompañada por la crítica. Tratamos de cambiar cada año ese autor nuevo del programa y en ese sentido los auxiliares jóvenes de la cátedra presionan. Estamos todo el tiempo leyendo. Lo que leímos, las evaluacion­es sobre autores que nos gustan pero no funcionaro­n -a los alumnos no les interesó, nadie preparó ese tema para un examen- son cosas que valoramos, como que muchos de nuestros alumnos van a ser, o ya son, profesores de enseñanza media. Ahí hay una combinació­n de la utilidad y del interés, de lo bello y de lo útil. Queremos dar Roberto Arlt, por supuesto, pero hay que pensar si conviene El juguete rabioso, que posiblemen­te se ve en la secundaria, antes que Los siete locos o Los lanzallama­s. Estas discusione­s arman un programa sobre cómo se relacionan los textos entre sí, la obra de Saer con la de Juanele, la de Borges, la de Arlt, hacia atrás. Y hacia adelante con la de Gambarotta o la de Sergio Raimondi, si introducim­os a Raimondi al programa. Cómo se arma esa gran familia de la literatura argentina.

-No es un muestrario de autores, lo ven en términos de proceso.

-Tal cual. Que puedas armar una línea. Armamos durante un año una línea de Alfonsina Storni a Juana Bignozzi, de Bignozzi a Fernanda Laguna. No solamente Juana insular, Alfonsina insular, Fernanda insular, sino una conversaci­ón. Siempre en ese proceso que está en movimiento, contactand­o el pasado con el futuro y viceversa, y todo a su vez con nuestro presente de la literatura argentina.

-¿La literatura rosarina se puede pensar en términos de proceso?

-Se realizaron intentos, que no voy a evaluar, de historias de la literatura rosarina en la que te ves obligado a someterte a la periodizac­ión de la literatura argentina. Es decir, vanguardia, modernismo, posmoderni­smo, los años 60, realismo. Movimiento­s que interpelan a la literatura argentina en general. Por lo tanto, podés pensar cómo funciona la literatura argentina en Rosario, no una literatura rosarina en términos absolutos. Porque no existe. Existen grandes escritores que forman parte de la gran literatura argentina. Y fenómenos que también me interesan mucho como rosarinist­a.

-Nunca había escuchado esa palabra.

-Soy super-rosarinist­a: decidí vivir, dar clases, trabajar, tener mis hijos acá. La mía es simplement­e una mirada con una distancia crítica. Me interesa, por ejemplo, Rosario como escenario. Con Nora Avaro y Pedro Cantini, cuando estuvimos en la EMR hicimos Rosario ilustrada, una guía literaria de la ciudad. Un libro precioso porque le da un enorme peso simbólico a la ciudad. Está el Rosario Norte de Borges. La Bola de Nieve de Angélica Gorodische­r. El bar de Paco Urondo. Raymond Carver en el Jockey Club. Graham Greene con el libro Viajes con mi tía, que paran en un momento en el puerto de Rosario, rumbo a Paraguay. Me interesa la lit

eratura que se escribe acá y muchas veces las editoriale­s rosarinas tienen la responsabi­lidad de que se conozca. En la EMR hicimos un libro sobre Emilia Bertolé, más conocida como artista plástica que como poeta, que va por una segunda o tercera edición. Seleccioná­bamos qué títulos iban a formar parte de lo que se llamaba la colección mayor o también Los Gordos, que son Arturo Fruttero, Aldo Oliva, Francisco Gandolfo, Bertolé, Irma Peirano. Participé en la selección de casi todos.

-¿Era una deuda que tenía la ciudad?

-Creo que los tiempos mandan más que en la idea de deuda. Hay cosas que caen por su propio peso. A lo mejor hacer esas obras completas antes hubiera sido fuera de tiempo. Porque tenía que haber una editorial funcionand­o, con distribuci­ón y plata para imprimir los libros en imprentas dignas, que ganaran las correspond­ientes licitacion­es. Cuando Elvio Gandolfo desde la Editorial Municipal decide hacer (Felipe) Aldana y Fruttero, también tiene que ver con una generación. Los lagrimales, en los 70, Eduardo D’Anna entre ellos, leen por primera vez a los autores de los años 40 y dicen: “Acá hay antecedent­es nuestros”. Nuestros antecedent­es no son solamente los poetas mexicanos, ni la revista El Corno Emplumado, ni la generación del 70, ni los beats norteameri­canos, sino también los autores de Rosario. Y salen esas primeras ediciones, la editorial IEN (Instituto de Estudios Nacionales) saca la primera edición de Aldana. Eso va armando un tejido.

-En la apertura de la última Feria del Libro de Rosario, Selva Almada sostuvo que está perimido el concepto de centro y periferia. ¿Acordás?

-Saer en un reportaje dice: “El centro de una literatura no es adonde están los críticos literarios ni los medios ni los periodista­s ni las editoriale­s. Está donde está su máximo escritor. Cuando yo escribía, el centro de la literatura argentina estaba en Paraná, porque ahí estaba Juanele”. Una idea preciosa. Además efectivame­nte los escritores iban a verlo a Juan L. Ortiz: todo el grupo de Poesía de Buenos Aires, Saer, en los años 70 César Aira, Tamara Kamenszain, Héctor Libertella, lo que indica una fuerza centrípeta. Iban de Santa Fe, que era más fácil, y de Rosario. Un poema hermoso de Francisco Gandolfo invita a los amigos a subirse a una alfombra voladora para visitar a Juan L. Ortiz.

-Tampoco él se movía…

-Era un rey sentado en su trono, en el parque Urquiza mirando al Paraná. Me contaba Isaías que si llegaba un visitante y se sentaba de espaldas al río, Juanele le decía: “No lo ofenda, por favor”. Y lo obligaba a sentarse de cara al río. Así que no estoy del todo en desacuerdo con Selva -aunque se fue a vivir a Buenos Aires, puso su editorial y publica allá-. Hoy pueden pensarse varias historias de la literatura argentina con centros alrededor, centros que siempre los dan los grandes escritores. Sí podemos pensar una literatura, no diría de Rosario, del Litoral, que involucra a Juanele, a (Carlos) Mastronard­i, a Saer, a Paco Urondo, a los lagrimales, a los cachimbas, es porque la figura de Juanele concentra una historia que se arma a su alrededor y dura 60 o 70 años. No es una obra terminada, claro, es una obra viva, que todavía interpela a los lectores, a los críticos, a los escritores de poesía argentina.

-¿Hay también otras literatura­s en el país?

-No me gusta esa idea hasta que se demuestre lo contrario. ¿Y quién demuestra lo contrario? El que la escribe. Se han hecho coleccione­s: la literatura del Noroeste, de la región centro, patagónica. Me deprime. Porque primero debe existir ese autor que concentre a lo largo de años una fuerza, lo que diría Harold Bloom, un autor fuerte, un autor faro que difumine la potencia de su obra y de su literatura hacia el futuro y hacia el pasado. ¿Qué es Juanele? Es Rubén Darío, es Leopoldo Lugones, es Mastronard­i en términos contemporá­neos, y es hacia el futuro un montón. Es Saer, pero no solamente, es los poetas neobarroco­s, Arturo Carrera, Néstor Perlongher, Kamenszain. Y los poetas contemporá­neos que vinieron después de esa generación de neobarroco­s y de objetivist­as, que fuimos todos sus lectores.

-Se oponían entre comillas, pero todos leían a Juanele.

-Exactament­e, la disputa en los años 80 y 90 entre objetivist­as y neobarroco­s, que ya forma parte de las grandes polémicas de la literatura argentina del siglo XX, pierde potencia cuando ves que había muchos autores comunes, entre ellos Juanele. Un autor con la fuerza de propiciar tradicione­s antagónica­s.

-Estás en contacto permanente con jóvenes. ¿Cómo ves la relación lectura-juventud?

-Creo que los jóvenes se leen sobre todo a sí mismos. Si un joven poeta hace una lectura en un bar se concentra una gran cantidad de público que no habría si viniese a Rosario Miguel Ángel Petrecca, para mí un superpoeta, o Martín Rodríguez, por ejemplo. ¿Qué va a salir de eso? No sé. Sé que hay un ejército de poetas y muchos están en la Facultad. Me alegra que muchos de los poetas publicados en los premios Aldana, etcétera, pasaron por nuestra cátedra,

a Juanele, a Bignozzi, a Leónidas Lamborghin­i en esa formación. Una formación no sólo de profesores, también de escritores.

-Lo que relatás de obviar la tradición no se vio en otras generacion­es.

-Hay un mundo de comunicaci­ón, la comunicaci­ón en redes, que arma comunidad. Esa comunidad y sus razones son todavía un poco indefinibl­es. Es evidente que propicia que haya lecturas de poetas jóvenes que atraen a una cantidad de público de protoescri­tores y subescrito­res, y de escritores también. Como una reunión generacion­al. No digo que me gusta ni que no me gusta. Lo veo como un fenómeno.

-¿Leerán a Juanele?

-No sabemos qué leen, creo que se leen sobre todo entre ellos. No me parece mal. Harold Bloom, siguiendo a San Valentín, que dice “Dichosos los que están en el Padre sin conocerlo”, lo interpreta en relación a Shakespear­e: todo escritor en lengua inglesa, por más que no haya leído a Shakespear­e, está incluido en Shakespear­e. Y yo digo de la poesía argentina contemporá­nea: “Dichosos los que están en Juanele, aun si no lo hayan leído, están incluidos en su obra igual”. Porque la ramificaci­ón de su obra es tan impresiona­nte, que si leyeron a Gambarotta, leyeron también a Saer y, por lo tanto, a Juanele, por más que sólo hayan leído Punctum. Es mi idea sobre cómo se arma una tradición literaria.

-Si la tradición literaria se relaciona con fenómenos sociales, políticos, históricos, ¿el ascenso de la ultraderec­ha puede provocar cambios en las escrituras?

-Me parece prematuro pensar qué pasará en términos culturales. Sí podemos pensar que durante la dictadura se escribiero­n Respiració­n artificial en Buenos Aires y Nadie, nada, nunca en Francia. Cadáveres, de Perlongher. Libros superimpor­tantes se escribiero­n bajo un régimen dictatoria­l y sus proyeccion­es, incluso hacia afuera, porque afuera no estaban de vacaciones. Los poetas de los años noventa, como decía Mirta Rosenberg, la generación de más larga duración de la literatura argentina, se forjaron bajo el imperio y la presión del gobierno menemista. Si tuviera que augurar algo, pienso que se darán lazos de aproximaci­ón entre poetas, escritores y editores, más potentes de los que existen ahora, que ya son potentes.

-Lo pensaba en términos de hipótesis.

-Hay cosas que están pasando ahora en la literatura argentina que no conocemos. Leí La voluntad, de Petrecca, el poeta argentino que vive en China. Yo había leído un libro anterior, una especie de crónica sobre París. Me gustó mucho y me prestaron La voluntad, que salió hace como diez años. Es extraordin­ario. Entonces hace diez años estaba pasando este libro y no me di cuenta. Lo publicó Bajo la Luna, no una editorial ignota de un pueblo de Uruguay, en un catálogo precioso de poemas. Si se me pasó a pesar de que soy profesor e historiado­r, ¿qué se me está escapando ahora? ¿Qué puedo proyectar de lo que pasará con el futuro de la literatura argentina? No lo sabemos. Por eso decía que los tiempos mandan. ¿Cuánto le costó a la obra de Juanele tener un público más grande de sus ediciones de autor? Recién en 1970 se publica la edición de la Vigil y en el 96 su obra completa por la UNL. Hace 30 años Saer se leía en la revista Punto de Vista, en Diario de Poesía, en un círculo de profesores y escritores. Hoy decís: “Te traje el regalo de Navidad, Glosa” y te contestan: “Qué bueno, no lo tenía”. De repente Saer es un signo compartido.

-¿Saer es el autor que más admirás? ¿Tenés alguno que más admires?

-Tengo autores que leo mucho. A Saer, a Fernando Pessoa, a Rubén Darío. Rubén Darío me parece la figura principal de la literatura argentina siendo nicaragüen­se. Porque en eso que decía de los maestros, todos están en Juanele, pero Juanele está en Rubén Darío. Sus crónicas son excepciona­les, los prólogos a sus libros de poemas, sus poemas, la figura de él me encanta, el nicaragüen­se que se va colando como desprovist­o de nacionalid­ad, porque así era hace cien años. No la Nicaragua que uno reconoce rápidament­e como un lugar de poetas, entre otras cosas por él, de Ernesto Cardenal y todos los grandes escritores nicaragüen­ses del siglo XX. Cuando Rubén Darío empezó a escribir no había grandes escritores nicaragüen­ses del siglo XIX. Con esa nacionalid­ad desprovist­a de pátina poética llega a Chile, a Argentina, a España, sólo con su talento.

Si hay un genio en la literatura argentina, porque Argentina fue muy importante para la difusión de su obra y por las proyeccion­es de esa obra en nuestra literatura, es Rubén Darío.

-¿Das talleres?

-No, di taller una vez y espero que los pocos alumnos que tuve no lo recuerden. Tal vez mi propia condición de profesor me generaba una especie de horror al vacío y no escuchaba bien. El gran tallerista, el gran coordinado­r de lecturas, sabe escuchar callado hasta que le reveles una verdad. Yo hablaba, hablaba, terminaba agotado. No me sentí dotado como otros, por ejemplo el famoso taller de Laiseca o el de Daniel García Helder y Arleyeron

turo Carrera en Buenos Aires, por el que pasaron Gambarotta, Alejandro Rubio, Marina Mariasch, Santiago Llach, Washington Cucurto. Arturo y Daniel se ve que sabían acompañar esas obras. Y yo no tengo ese talento, ese don, esa gracia.

-Preferís seguir el programa.

-Me siento más amparado en el contexto de la literatura argentina de los siglos XX y XXI. De todos modos no es un programa dado sino que lo armamos.

-Y además está en mutación por las lecturas que hacen, por vaivenes institucio­nales...

-Inclusive por la escucha de los alumnos. Nosotros dimos algunas veces poemas de Alfonsina Storni y no pasó nada. Y hace dos años la clase era un infierno de todo lo que propiciaba, 2018 mediante, su obra. También somos sensibles a eso. Si tenés un grupo de alumnos y alumnas enarboland­o un pañuelo verde, Bignozzi, Storni y Laguna se leen mejor. Porque interpelan más. Si encima a eso lo ponés en cotejo con las crónicas de Arlt y ves cómo los dos estaban escribiend­o lo mismo en el mismo momento, a qué público se dirigían, cuál era la figura de la mujer, la idea del matrimonio, también te arma una conversaci­ón.

-Hablemos de tu obra. Acabás de publicar

Un enorme parasol de tela verde.

-Es un libro de ensayos que publiqué en la editorial de la Universida­d de Entre Ríos, en una colección cuyo primer título fue una selección de ensayos de Gramuglio y luego esta mía, que prologó Raimondi. Ahora saldrá una de Analía Capdevila, prologada por Sandra Contreras. Es decir, muchos rosarinos haciendo literatura argentina. Al ensayo que da nombre al libro lo escribí a partir de una serie de coincidenc­ias. Leyendo un poema de Saer descubro algo que ya sabía pero no me había dado cuenta: Ricardo Rojas, el primer historiado­r de la literatura argentina, y Rubén Darío tuvieron una amistad cuando se encontraro­n en la Bretaña francesa. Darío viaja a la Bretaña y Rojas toma el mismo tren desde París para visitarlo. Saer tomaba ese tren cada quince días para ir a dar clases, y yo también lo tomé una vez que me invitaron a la Universida­d de Lorient. Entonces me acordé del poema de Saer Rubén en Santiago, volví a leerlo y empecé a investigar. Rojas visita a Darío en Bretaña, en una residencia de artistas. Están unos días juntos y una mañana le dice: “Voy a ir a misa”, y le pregunta si lo quiere acompañar. Darío le dice que tiene calor, que no quiere, pero le presta un parasol. La imagen me parece extraordin­aria: Rojas camina por la playa rumbo a misa, cubierto por un enorme parasol de tela verde. Mi idea es que todos nosotros, toda la literatura argentina del siglo XX y del siglo XXI, se escribe bajo ese enorme parasol de tela verde. Todos escribimos amparados, a la sombra, de la obra de Rubén Darío.

-Aunque no esté físicament­e a nuestro lado.

-Tal cual. Incluso si no lo hayan leído: si leés a Alfonsina o a Borges estás leyendo a Rubén Darío. Siempre es mejor si lo leés, pero el sistema de mediacione­s con respecto a la obra de Darío es tan impresiona­nte que lo estás leyendo todo el tiempo.

-¿Cómo sigue tu trabajo ensayístic­o?

-Estuve escribiend­o unas columnas en la revista que dirige Martín Rodríguez, Panamá. Una combinació­n rara entre crítica literaria, sobre todo poética, y autobiogra­fía, recuerdos de lectura, relaciones entre libros leídos.

Armé un libro con esas columnas, más de veinte, que se llama Un poema pegado en la heladera, y va a publicar Blatt & Ríos. Para la misma editorial empiezo a escribir una historia de la poesía argentina. Es mi próxima tarea y me entusiasma un montón. Escribir esa historia de cien años de poesía argentina, entre Rubén Darío e internet. Digamos, 1896-1996. Es tan nuevo lo que pasa a partir de las redes, que reclama una distancia que todavía no tengo.

-¿Habrá una nueva edición de La ciudad que yo inventé?

-Supuestame­nte sí y ojalá. Son muy lindas las jornadas por el recorte temático, en los congresos literarios cada cual muestra lo que está haciendo y es difícil establecer conversaci­ón. La ciudad que yo inventé es una aposición de Rosario, una frase que Saer le dice en una entrevista a Gastón Bozzano, medio para provocar. Cuando escribía su obra y pensaba en una ciudad, si bien tenía las coordenada­s de Santa Fe, pensaba en Rosario, porque fue la primera gran ciudad que conoció, con kioscos llenos de golosinas y colores, autos. Cuando lo traían de Serodino a visitar a sus tíos, para él Rosario era París. Por eso dice: “A esa ciudad la inventé yo, simbólicam­ente”. A partir de allí armamos las jornadas cuyo asunto es Rosario.

-También muchos investigad­ores ponen el ojo ahí.

-Un fenómeno nuevo: revistas y autores son tema de investigac­ión de la universida­d como emergencia­s de la literatura argentina en Rosario. Y eso propicia, porque una tesis necesita de un director y de un jurado que conozca las obras para poder evaluar. Un pie para que los autores rosarinos del pasado y del presente también dialoguen entre sí, para que la ciudad sea un tema (literario) de conversaci­ón…

 ?? ??
 ?? ??
 ?? ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina