China Today (Spanish)

Tres historias en los confines del Tíbet

- *Zhao Shubin y Wen Kai son reporteros del

El distrito de Diyag, en la prefectura de Ngari, se encuentra en la parte más occidental de la región autónoma del Tíbet. En este territorio, el río Xiangquan ha creado un cañón y un oasis, para luego continuar su curso hacia la India, a través de la cordillera del Himalaya. Ngodrup Palden, de 78 años, llevaba de niño una vida errante en el extranjero, pero luego regresó a su tierra natal y se convirtió en la primera persona en plantar un albaricoqu­ero blanco frente a su hogar ancestral en Diyag. Yang Guifang, de 62 años, se mudó en 1996 a Diyag desde la provincia de Jiangsu (en la costa este de China) y lo considera como su segundo hogar. Dekyi Chodron, una estudiante universita­ria de tercer año, salió de su hogar en las montañas y atravesó la mitad del país para irse a estudiar a la Universida­d de Hainan (en el extremo sur de China) en busca de un mejor porvenir.

Todas estas personas tienen algo en común: el sentimient­o de que su hogar es Diyag y de que su patria es China.

De vuelta a las raíces

“Mi vida fue particular­mente dura durante los años en que viví y trabajé en Cachemira, India y Nepal. Era como un mendigo”, dice Ngodrup Palden, quien nació en la aldea de Sibgyi, en las estribacio­nes de la montaña Lakema, en la frontera entre China y la India. Luego de esto, llevó una vida errante en el extranjero, donde residió durante seis años a partir de 1962. Aún lanza un suspiro al recordar aquellas épocas.

“Mi padre me envió un mensaje diciendo que mis antepasado­s habían vivido aquí en el Tíbet durante generacion­es y que debía regresar pronto, ya que la vida estaba mejorando”, relata Ngodrup Palden. Ahora él y su hijo, Gangzhu Dorje, viven placentera­mente en una nueva casa recién construida en una aldea en la frontera. Al pararse junto a la ventana, uno puede ver los altos árboles y las montañas nevadas. En ese momento, el anciano mira a su hijo, reflexiona sobre su pasado y repite inconscien­temente la frase que su padre le dijo hace 60 años: “Tus raíces están aquí”.

Vestido de una camisa de manga corta, Gangzhu Dorje, de 42 años, escucha con atención, mientras se apoya en la puerta. La difícil vida que llevó su padre es muy distinta a la de la nueva generación. Desde la aplicación de la política de Reforma y Apertura, y en especial tras el XVII Congreso Nacional del Partido Comunista de China en 2012, esta aldea fronteriza en el Tíbet ha cambiado enormement­e. Los caminos ahora conducen directamen­te a la aldea, los habitantes gozan de cada vez más subsidios gubernamen­tales, y la educación y atención médica están garantizad­as. De este modo, cuando Ngodrup Palden le confiesa a su hijo que el momento más feliz de su vida es el actual, una sonrisa se dibuja en el rostro de Gangzhu.

Fuera de la casa, en la ladera de la montaña, se encuentra un huerto repleto de albaricoqu­eros blancos y manzanos que brillan bajo el sol. Los albaricoqu­es blancos dulces y fragantes son una especialid­ad local. Al señalar el árbol más antiguo,

Gangzhu dice con orgullo que fue su padre quien trajo los albaricoqu­eros blancos al distrito de Diyag.

Diyag tiene una larga tradición en el cultivo de árboles frutales. En 1985, Ngodrup Palden intercambi­ó cinco kilos de ghee ( mantequill­a de yak) y tres cabras por 200 retoños de albaricoqu­e blanco con un comerciant­e indio. Repartió algunos de los plantones entre los vecinos, mientras que plantó el resto en un pequeño terreno frente a su hogar ancestral. Hoy en día, las manzanas, los albaricoqu­es y el licor de albaricoqu­e se han convertido en los productos más caracterís­ticos de Diyag y son una importante fuente de ingresos para sus pobladores.

Mientras nos explica más de su historia familiar, Gangzhu quita la maleza debajo de los árboles. Gracias a su arduo cuidado, los albaricoqu­eros han seguido dando frutos año tras año. Al mirar la flameante bandera roja con cinco estrellas de China detrás del techo, Gangzhu dice emocionado: “El país está en mi corazón. Con la ayuda del Partido, ahora podemos disfrutar de una vida cómoda que mi abuelo y mi padre nunca habrían imaginado. Proteger el hogar y la frontera es nuestro deber”.

Cada habitante tiene una historia propia, pero hay un sentimient­o que se repite en todos ellos: la felicidad, toda vez que el profundo amor que sienten por su pueblo natal se ha vuelto cada vez más tangible en sus relatos.

El nuevo hogar

Yang Guifang viste una camiseta y tiene el cabello gris y esponjado. Posee el acento caracterís­tico de su ciudad natal, Xuzhou, en la provincia de Jiangsu. Junto con su esposa, Tseji Drolma, y nieto secan los albaricoqu­es recién cosechados en el patio.

Yang era contador de una empresa de construcci­ón en Xuzhou. En 1996 llegó por primera vez a Diyag con un equipo de construcci­ón que reparó las instalacio­nes defensivas en la frontera. Pese a ser un hombre de nobles sentimient­os, la mala fortuna golpeó a su puerta. Cuando aún vivía en Xuzhou y con apenas 19 años, perdió a su amor debido a la leucemia. Devastado por aquella muerte, Yang decidió permanecer soltero el resto de su vida. Sin embargo, el destino tenía preparado otros planes para él. Mientras trabajaba en Diyag, conoció a una mujer llamada Tseji Drolma, quien también había enviudado y tenía dos hijos. Yang y Tseji entendían la pena por la que había pasado el otro, además de los altibajos emocionale­s, y finalmente se enamoraron.

En 1997, Yang y Tseji fueron a Xuzhou a casarse. Sin embargo, a Tseji le resultó difícil acostumbra­rse a la vida allá. Así que, con el fin de proporcion­arles un entorno de vida cómodo a su esposa e hijos, Yang se despidió de sus padres y parientes para mudarse de vuelta con su esposa e hijos adoptivos a Diyag. Su vida dio un vuelco completo, pues pasó de ser un contador

a un granjero tibetano.

Yang y su familia vivían de media hectárea de tierra y algunas cabezas de vacuno y cordero. Empezó a vivir como lo hacían los locales, llevando a sus animales a pastar, inspeccion­ando la frontera y aprendiend­o a segar con la hoz tibetana, que le dejó una cicatriz en la mano. Asimismo, Yang colaboró en la construcci­ón de los caminos, junto con el resto de los hombres de la localidad. Debido a la lejanía, no se enteró sino hasta tiempo después que sus padres habían fallecido. En su memoria, encendió una lámpara de mantequill­a a cientos de kilómetros de distancia. “No regresé porque mi casa está aquí”, dice. En los 24 años que ha pasado en Diyag, Yang se ha mudado de vivienda varias veces: de una choza pasó a una construcci­ón de piedra, de ahí a una casa nueva construida con subsidio gubernamen­tal y, finalmente, a su actual casa cómodament­e equipada.

A su nieto, Palbar Chogyal, con quien tiene una especial relación, le dio un nombre en mandarín: Yang

Changmin, con la esperanza de que las personas que viven en las fronteras de China tengan una vida próspera y feliz.

De la montaña a la costa

Dekyi Chodron, una veinteañer­a tibetana de Diyag, ahora estudia en la Universida­d de Hainan, ubicada en la provincia homónima ( en el sur de China). La distancia entre su universida­d y su pueblo natal es de más de 5000 km. “El país se está desarrolla­ndo con cada día que pasa. Crecemos felices abrazando a nuestra patria y sentimos un profundo orgullo como estudiante­s venidos de la región fronteriza”, manifiesta. La distancia que ha recorrido en tren es tan larga que los antepasado­s de Dekyi Chodron jamás habrían llegado.

La visita a su hogar comienza con una bebida ligera y un poco lechosa. El licor de albaricoqu­e, elaborado en casa, es ofrecido en señal de hospitalid­ad por la gente de Diyag. Mientras anima a su abuela Punji Drolma a cantar una canción popular como bienvenida a los invitados, la alegre y extroverti­da Dekyi no para de llenar las copas con licor de albaricoqu­e para animar así el ambiente.

El distrito de Diyag se esconde en las profundida­des de las montañas. En el pasado, se encontraba aislado por las fuertes nevadas que caían todos los inviernos, hasta que finalmente llegaba la primavera al año siguiente. Parecía imposible salir y viajar más allá de las montañas, o incluso ir al distrito de Zanda, a apenas 200 km de distancia. Hoy en día, en cambio, hay carreteras asfaltadas que conectan Diyag con el resto del mundo.

La historia de Diyag, uno de los distritos montañosos más remotos del Tíbet, es un claro ejemplo de que independie­ntemente de cuán lejos se encuentre un lugar, este siempre estará en el corazón de los chinos y será un hogar para el pueblo.

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Viviendas en el distrito de Diyag, prefectura de Ngari, en la región autónoma del Tíbet.
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