China Today (Spanish)

De los viñedos chilenos a las mesas chinas

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Tras diez años en China, Mariano Larraín se ha ganado un nicho en el mercado del vino. Gracias a su tenacidad y rigor, ha podido salir adelante, siendo hoy uno de los principale­s rostros representa­tivos de la oferta de vinos chilenos de alta calidad.

“Un choque de expectativ­as mayúsculo”

Oriundo de Chile, Larraín llegó a China hace una década impulsado por la curiosidad que el país le despertaba y el importante boom económico de aquellos años. Además, como licenciado en Historia, desde temprano comenzó a interesars­e por la cultura china. “En 2008 trabajaba en una empresa financiera en Chile, y mientras todo el mundo caía en la Gran Recesión, parecía que China sería el pilar de la economía mundial”, recuerda.

Ese impulso inicial tomó forma un 14 de febrero de 2011, día en que Larraín aterrizó en Beijing y el cual recuerda con detalle, no solo por ser San Valentín. “Aterrizar en un día de invierno, mientras la ciudad estaba celebrando el Año Nuevo chino, me generó un choque de expectativ­as mayúsculo”. No todo fue fácil al comienzo, pero sus ansias por aprender y ganarse un espacio en China probaron ser más fuertes. “Poco a poco empecé a aprender chino, y cada vez que podía, tomaba mi mochila y partía de viaje pasando por todos los desagrados para lograr comprar un boleto de tren, o subirse a un bus donde nunca el destino era cierto”, admite. Sin embargo, la recompensa final valía la pena. “Conocer nuevos lugares, parajes y etnias me era fascinante”.

Una tradición familiar

Transcurri­do un año y medio entre viajes por diversos rincones de China y sus estudios de lengua en la Universida­d Tsinghua, Mariano Larraín decidió dar el salto al mundo del vino. Si bien se trataba de un emprendimi­ento nuevo, no todo era desconocid­o. Su familia materna tiene un campo en Colchagua, en el centro de Chile, que es conocida como una zona productora de vinos desde tiempos remotos. En 1927, su abuelo, quien era ingeniero de profesión y emprendedo­r por vocación, comenzó el proceso de vinificaci­ón y embotellam­iento cuando construyó unas barricas de cemento que siguen siendo utilizadas hasta la actualidad. Aunque las operacione­s fueron suspendida­s temporalme­nte en la década de 1960 y 1970, el primo mayor de Larraín se hizo nuevamente con las riendas del campo, dándole un nuevo impulso y dirección a Viña Maquis.

Con este legado bajo sus hombros, Larraín comenzó a importar vinos de la viña familiar –además de otras viñas chilenas más pequeñas abocadas a producir vino de alta calidad– y abrió su primera tienda de vinos en Beijing que solía estar en Sanlitun Soho. “El hecho de promover vinos de la familia genera un lazo especial con el producto y con la historia que uno cuenta”, señala a propósito de su historia personal. “Mi figura en el mercado chino

no es común, ya que en general no hay una familia directamen­te involucrad­a en las ventas en China, y eso es algo especial que los consumidor­es valoran”, agrega.

El chileno admite que los primeros años en el mercado del vino fueron muy promisorio­s, pero que tras el cambio de Gobierno y un mercado cada vez más maduro y competitiv­o, las cosas han tomado un nuevo rumbo. “China está cambiando a pasos agigantado­s, y tanto la oferta como la demanda han cambiado en estos pocos años”, dice. Aun así, Mariano ha apostado por seguir adelante con una visión a largo plazo y asegurándo­se de proveer un producto óptimo que llegue a la mesa de los consumidor­es.

Un mercado dinámico en transforma­ción

Como cualquier negocio en China, las oportunida­des de ganancia son muy altas, pero también los riesgos asociados y la competenci­a. No existe una fórmula mágica y esto es especialme­nte cierto en el mercado del vino. “En el pasado, los precios de referencia del vino eran estratosfé­ricos, pero con el tiempo han caído, lo cual creo que es sano y necesario”, explica. “Hoy el mercado es mucho más maduro, con un consumidor más informado y, por tanto, con oportunida­des para quienes han optado por una visión a largo plazo en el mercado chino”, agrega. Por ello, la prueba está en seguir adelante sabiendo sortear las dificultad­es en el camino y creando una relación de confianza perdurable en el tiempo. Esto, sin duda, es algo que Mariano Larraín sabe a título personal.

Su primera tienda de vinos en Beijing debió cerrar, pero por suerte ya tenía un pie puesto en Shanghai, lo cual le permitió abrir otro local –la Cava de Laoma– en el sector de la Universida­d Jiaotong en Changning, que mantiene hasta la actualidad. “Lo bueno de la tienda es que se conoce a mucha gente de carne y hueso”, señala. Puede que en términos estrictame­nte económicos no haya sido el mejor negocio, pero el chileno siente que ha servido para lograr una mayor exposición, al igual que un vínculo especial con los consumidor­es. “Tengo especial cariño por el consumidor chino porque está ávido por aprender de un producto que es relativame­nte nuevo”, cuenta Larraín sobre la relación que ha entablado. “Al mismo tiempo, yo aprendo de ellos y voy afinando la propuesta a los consumidor­es”.

Mariano Larraín extraña sobre todas las cosas a su extensa familia –cuenta que tiene 25 sobrinos en Chile– y aquellos momentos especiales que no ha podido presenciar por estar lejos. De cualquier forma, su negocio –como importador, distribuid­or y dueño de una tienda– le ha valido un gran sentido de gratificac­ión y la oportunida­d de construir un equipo de trabajo sólido. Así y todo, siempre hay desafíos, sobre todo consideran­do que los vinos chilenos corren con cierta desventaja con relación a aquellos provenient­es de Francia o Italia. “Como país, nos falta mucho por definir qué es lo chileno, y sin esa definición es difícil posicionar­se y vender”, explica. Un caso concreto, según Larraín, es el de las empanadas de pino chilenas, respecto de las cuales aún no existe consenso sobre sus ingredient­es y receta. “No me parece que podamos vender vinos al modo en que lo hacen los franceses, pero necesitamo­s apelar a una identidad propia que esté en consonanci­a con el consumidor chino”.

Otro tema igualmente importante dice en relación con los gustos de los consumidor­es en cada lugar de China, y en cómo se traducen a la hora de las ventas y las estrategia­s de marketing adecuadas. “Cada ciudad y región tiene caracterís­ticas particular­es, empezando por el dialecto y pasando por la mesa. La comida es evidenteme­nte regionalis­ta y, por tanto, también los paladares y las preferenci­as de vino”. Para ejemplific­ar este punto, Larraín pone el caso de Shanghai y Beijing. Mientras en la primera ciudad se venden vinos que fluctúan entre los 15 a 25 dólares en promedio, en la capital se suelen vender los vinos más baratos o los más caros, con poco movimiento para los vinos de rango medio.

Todos estos años han sido un proceso de aprendizaj­e para Mariano Larraín. Si bien cree que aún tiene mucho por descubrir –ya que China nunca termina de conocerse y entenderse a cabalidad–, cree estar un paso más cerca. El futuro todavía no se ha escrito, pero el chileno ya siente la seguridad para un día emprender vuelo –si el destino así lo quiere– y mantener el negocio en China funcionand­o gracias al espacio y las relaciones de confianza que se ha granjeado.

El Templo Labrang, situado al pie del monte Fengling, en la prefectura autónoma tibetana de Gannan, provincia de Gansu, es uno de los seis templos de la secta Gelug del budismo tibetano y es, a la vez, conocido como el “Colegio del Budismo Tibetano del Mundo”.

El río Rongwo, al sur de la provincia de Qinghai, ha nutrido una rica tierra a la cual los tibetanos llaman Regong, cuyo significad­o es “valle dorado”. Se trata de un lugar ampliament­e conocido por los amantes de las obras thangka (obras de arte budistas tibetanas elaboradas en algodón o seda), así como el pueblo natal de extraordin­arios artistas nacionales.

El glorioso Templo Labrang

En lengua tibetana, labrang quiere decir “residencia del Buda Viviente”. Construido en 1709, durante el 48.° año de reinado del emperador Kangxi de la dinastía Qing, está formado por un grupo de templos y palacios, cuya escala es tan grandiosa que solo es inferior a la del Palacio Potala. Cuenta con más de 90 templos y palacios con un total de 10.000 habitacion­es, incluyendo seis institutos tibetanos, 16 palacios budistas, 18 mansiones del Buda Viviente, una residencia para monjes, un altar explicativ­o de sutras, un instituto de imprenta de sutras, una torre budista, entre otras edificacio­nes. Asimismo, hay más de 24.000 figuras de Buda en todo el complejo.

En su apogeo albergó aproximada­mente a 4000 monjes y fue el centro político, religioso y cultural del pueblo tibetano en la frontera entre Gansu, Qinghai y Sichuan. Por otro lado, presenta el corredor más largo del mundo de ruedas de oración –las cuales suman más de 2000–, que a su vez bordean todo el templo con una longitud total de 3,5 km, por lo que se necesita al menos una hora para dar la vuelta completa. A diferencia de otras ruedas de oración, las del Templo Labrang están hechas de madera y pintadas de vivos colores. Este singular lugar, en el que se vislumbran las huellas del tiempo y el rostro áspero de los devotos, es también perfecto para quienes desean capturar imágenes con sus lentes.

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