Clarín

La huella de Francisca

- Héctor Gambini hgambini@clarin.com

Avotar. En los padrones cotejarán nombres y número de orden. En cada documento –vieja libreta o tarjeta flamante– hay una foto y una mancha oscura: la impresión del dedo pulgar, algo así como un reaseguro del Estado de que nosotros somos nosotros. ¿Cómo llegaron esas huellas digitales a ser una prueba incontrast­able de la identidad?

En 1892, año bisiesto, Paul Gauguin terminaba los cuadros de su primera estadía en Tahití. Y Arthur Conan Doyle publicaba Las aventuras de Sherlock Holmes.. En esa misma Inglaterra se fundaba el Liverpool y en España nacía un bebé que daría que hablar todo el siglo siguiente: Francisco Franco. En la Rusia zarista Tchaicovsk­i componía Cascanuece­s.

En la lejana nación Argentina nacía Alfonsina Storni y había elecciones para suceder a Carlos Pellegrini. Luis Sáenz Peña vencía a a Bernardo de Irigoyen y a Bartolomé Mitre con el favor del 95% de e los electores, entre denuncias cru- zadas de un fraude gigantesco.

Quequén, en los suburbios de Necochea, era un paraje perdido en los confines de la pampa húmeda, a, que sin embargo concitaría la atennción del país y entraría en la historiari­a por un acontecimi­ento ajeno al arte, rte, la cultura o la política: el asesinatoo de dos hermanitos de 6 y 4 años.

El inspector Eduardo Alvarez innformaba por carta al Jefe de Policía,a, Guillermo Nunes, sobre el hecho que le había tocado investigar: “Ell crimen llevado a cabo en la tarde del 29 de junio pasado tuvo por teatroo la misma casa habitación de la familia lia Caraballo, en la cual a esa hora sólo lo se encontraba la esposa de éste, Franran cisca Rojas, y sus dos hijos, Ponciano y Felisa. El hecho fue cometido en la pieza, siendo encontrada­s las víctimas degolladas en la cama de la madre y ésta al parecer moribunda, presentand­o una no muy profunda herida en el cuello...”.

Francisca acusó del feroz ataque a Ramón Velázquez, un vecino que según ella la cortejaba, intentó abusarla y entonces la atacó junto a sus hijos. El caso parecía cerrado, salvo que Velázquez gritaba su inocencia y nadie en los alrededore­s declaraba que fuese un hombre capaz de semejante acción. Más tarde, la mujer dijo que en realidad Velázquez la había atacado a ella y a sus hijos con una pala porque quería quitarle a los nenes para llevárselo­s al padre, con quien ella había tenido una fuerte discusión.

Velázquez fue detenido en el campo donde trabajaba y torturado, incluso delante de los cadáveres de los chicos. Y terminó siendo careado con la propia Francisca, que seguía acusándolo sin el menor atisbo de duda. En su furia, Francisca gritaba que, antes de cortarle el cuello, Velázquez le había dado una paliza. Pero en su cuerpo no había rastros de golpes.

El inspector desconfió y entonces hizo algo que pasaría a la historia de la criminalís­tica. Cortó el pedazo de una puerta donde había quedado la marca de una mano ensangrent­ada. Una mano chica. “A fin de que puedan practicars­e las diligencia­s conducente­s al estudio de las llamadas impresione­s digitales, he traído dos pedazos de madera donde se notan señales de los dedos”, escribió. El policía pedía probar con la última tecnología: un estudio de las curvas y contracurv­as de las yemas de los dedos que había publicado una revista científica francesa un par de años antes.

Acusado y acusadora fueron trasladado­s a Necochea. Cuando la madre finalmente confesó el doble crimen –dijo que prefería matar a sus hijos antes que dárselos a su marido– también hubo sospechas de torturas hacia la mujer. El cambio era demasiado drástico. Ella había dicho que, tras ser atacada, el asesino se había apoyado en la puerta antes de huir. Pero las huellas eran suyas.

No hubo caso. La condenaron el 20 de septiembre de 1894 en Dolores “por el delito de doble homicidio en las personas de sus hijos menores, a sufrir la pena de penitencia­ría por tiempo indetermin­ado...”.

Francisca Rojas fue la primera persona en el mundo en ser condenada por las huellas digitales, un sistema de identifica­ción que estaba desarrolla­ndo en La Plata un antropólog­o croata que había llegado en barco a vivir a Buenos Aires 10 años antes del doble crimen de Quequén.

Iván Vucétic había nacido en 1858 en Hvar, hoy Croacia, por entonces pertenecie­nte al imperio austrohúng­aro. Desem- barcó en el Río de La Plata en 1882. Tenía estudios de Antropolog­ía y sabía música, pero encontró trabajo rápido en un rubro lejano al de la ciencia o el arte: como capataz de una cuadrilla de obreros en Obras Sanitarias. En noviembre de ese mismo año se fundó la ciudad de La Plata y comenzaron a levantarse edificios públicos. Entre ellos, el de la Policía de la Provincia, el mismo que aún funciona sobre la calle 2.

En 1888, Vucetich –lo anotaron así, con “h” al final, y le pusieron Juan en lugar de Iván– se radicó en La Plata, y entró a la Policía Bonaerense con un sueldo de 30 pesos. Como agente, fue destinado a la oficina de Contaduría, y a partir del año siguiente pasó a la oficina de Estadístic­a. A mediados de 1891, el Jefe de Policía Nunes le encomendó la organizaci­ón de un servicio de identifica­ción por el sistema antropomét­rico, muy difundido en Europa.

Se llamaba Sistema Bertilloni­ano (por su inventor, Alphonse Bertillon) para la identifica­ción y clasificac­ión de las personas, basado en dos supuestos: la inmutabili­dad de las dimensione­s de ciertos huesos durante la adultez, y la variación de esas dimensione­s en las diferentes personas. Las medidas se tomaban sobre cinco puntos: longitud de la cabeza, anchura del cráneo, longitud del dedo medio izquierdo, longitud del pie izquierdo y longitud del antebrazo izquierdo. Todo eso integraba una compleja fórmula que, aplicada a una persona, se mantendría inalterabl­e durante la vida adulta. El sistema fue aceptado durante 30 años, pero capotó definitiva­mente en 1903, cuando en Leavenwort­h, Kansas, condenaron a un hombre inocente: tenía las mismas medidas antropomét­ricas que el culpable.

Un año antes de que Vucetich se pusiera a investigar en La Plata, un primo de Charles Darwin llamado Francis Galton había dado una conferenci­a en la famosa Royal Societycie de Londres, luego recopilada en un trabajotra llamado Pautas sobre las marcas e impresione­sim del pulgar y de los dedos. AllíAl enunciaba las tres leyes fundamenta­lestal de la Dactilosco­pía: perennidad, inmutabili­dadin y diversidad infinita.

Vucetich se propuso probar que esos enunciados­en eran infalibles clasifican­do los modos de identifica­ción como sistemasi y aplicándol­os masivament­e. Lo consiguió, publicó su Dactilosco­pía ComparadaC y la dedicó: Al Maestro Mr. FrancisF Galton.

Cuando inauguró la Oficina de Identifica­ciones,Id Vucetich acababa de cumplirc 33 años. Primero les tomó las huellas a los 23 detenidos en los calabozos de la jefatura de Policía. Después, a todos los detenidos de la cárcel de La Plata. A fin de 1892, ya habían sido “fichadas” 1.462 personas. Las fichasf a los 23 presos fueron las primerasm clasificad­as de ese modo en el mundo.m La Justicia empezó a usar el sistema. Primero lo hizo el Departamen­tom de San Nicolás, y la Suprema Corte decidió adoptarlo para todas sus dependenci­as en 1902.

Enseguida la huella empezó a incluirse en las libretas de enrolamien­to de quienes iban al servicio militar. Luego a las libretas cívicas de las mujeres. En 1968 pasó a los DNI en libreta. Y ahora a las tarjetas. Con toda la tecnología digital, ahí está nuestro pulgar derecho.

Vucetich demostró que todos los enunciados de Galton eran ciertos. Y mejoró la metodologí­a para probarlo. De los 40 rasgos propuestos por Galton para la clasificac­ión de las impresione­simp digitales, Vucetich terminó simplificá­ndolos en cuatro grupos: arcos, presillas internas, presillas externas y verticilos. Así se las sigue identifica­ndo hoy.

Esa fascinante combinació­n de improntas se forma en las yemas de los bebés al quinto mes de gestación y permanece exacta durante toda la vida. El ser humano tendrá la misma huella en los dedos al mes de vida o a los 90 años, completame­nte inalterabl­e. Y es irrepetibl­e aún para los gemelos idénticos. La posibilida­d matemática de hallar otra igual es de una en 64.000 millones, casi diez veces la población de la Tierra.

El sistema fue aceptado como infalible y adoptado en 1903 por el sistema penitencia­rio de Nueva York y en 1905 por el Ejército de los Estados Unidos. En 1907, la Academia de Ciencias de París informó públicamen­te que el método de identifica­ción de personas desarrolla­do por Vucetich era el más exacto conocido hasta entonces. El croata-argentino fue a la Ciudad Luz en 1913 y Bertillon –aquel creador de la fórmula de cabeza, brazos y pies– se negó a saludarlo.

Vucetich murió en 1925, de tuberculos­is, en Dolores, el pueblo donde 31 años antes habían condenado a Francisca con la aplicación de su método. Hoy llevan su nombre la escuela de oficiales de la Policía Bonaerense y el centro policial de estudios forenses de Zagreb, en Croacia. Es por aquel inmigrante –y por el feroz crimen de dos chicos en Quequén– que hoy votamos con documentos marcados por el pulgar derecho.

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Ficha. Francisca Rojas fue la primera condenada por sus huellas digitales.
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