Una vida rápida y la sospecha eterna
Florence Griffith-Joyner. Murió a los 38 años y, con o sin doping, sigue siendo la más veloz del planeta.
A Florence Griffith-Joyner la encontraron muerta en su cama el 21 de septiembre de 1998, a los 38 años. Era la mujer más veloz del planeta, dueña de los récords increíbles quien elevó el atletismo a una popularidad vital; dejó huellas y no sólo sobre el tartán.
De una forma completamente inesperada, en 1988, Flo-Jo detuvo el cronómetro en los cuartos de final de los 100 metros en el clasificatorio olímpico de Indianápolis a los 10s49. Había bajado la marca anterior en 27 centésimas.
En las semifinales marcó 10s70 y en la final registró 10s61. Es decir, logró en tres carreras seguidas los tres mejores tiempos de la historia en la competencia estrella del atletismo.
Pero hubo -hay- polémica y sospechas. Una de las primeras razones fue el funcionamiento del anemómetro, una herramienta que se introdujo en 1936 para medir el viento. Para que los récords puedan ser homologados la “ayuda” recibida de los atletas por parte de ese factor de la naturaleza no puede ser mayor a los 2 metros por segundo.
Misteriosamente en la carrera del récord el registro del viento fue de 0 m/s. Algo poco habitual y más aún en aquella jornada del 16 de julio de 1988: ese día las mediciones habían oscilado entre 2,7 y 5 m/s, registros que hubieran invalidado cualquier marca.
Un informe que el científico Nicholas Linthorne elaboró en 1995 para la antigua Asociación Internacional de Federaciones de Atletismo afirmó que la velocidad real se debió ubicar entre los 5 y 7 m/s aquel día.
¿Cuánto “ayuda” ese factor a un atleta? Según los cálculos del australiano ese viento le habría permitido a Griffith-Joyner correr casi 40 centésimas más rápido: sin esa velocidad habría quedado lejos de cualquier récord.
Eventualmente, a las pocas semanas, en los Juegos Olímpicos de Seúl, se llevó el oro en los 100 y 200 metros y en la posta 4x100, además de la plata en la 4x400.
En los 200 metros de la cita olímpica hizo algo parecido a lo del Preolímpico, aunque esta vez sin anemómetros confusos: estableció el récord mundial en las semifinales con 21s56 para superar su propia marca en la final con 21s34. Sus registros persisten.
Séptima de 11 hijos de Robert y Florence Griffith, Florence Delorez Griffith creció en un condominio de viviendas sociales en Watts, un barrio olvidado del sur de Los Angeles habitado en su mayoría por personas negras de clase trabajadora, pero también con una fuerte presencia pandillera.
En 1988 recordó aquellos días con el diario estadounidense Los Angeles Times. “Los demás chicos se reían de cómo me vestía, de los muebles de mi casa”, contó.
Ya crecida, Griffith buscó trabajo y consiguió entrar en un banco en el que permaneció incluso después de ser medallista olímpica. En 1984, como “local” en Los Angeles, se había quedado con la plata en los 200 metros, pero no abandonó su puesto.
Desde chica se había interesado en la moda, lo que también la llevó a trabajar como estilista y manicura para arrimar algunos dólares más a su casa. Y no fue un detalle menor. Como deportista, Griffith empezó a diseñar sus propias prendas. Por accidente -quería hacer agujeros y terminó haciendo un corte excesivo- llegó a los pantalones cubiertos en sólo una pierna. Corría con el pelo suelto, se maquillaba, se dejaba las uñas de las manos larguísimas (hasta 10 centímetros) y las decoraba.
Llenó de color el atletismo entre las mujeres y aunque debió soportar estereotipadas críticas raciales se convirtió en un ícono al desafiar -sin proponérselo- las retrógradas ideas que estigmatizaban, por ser “menos femenina”, a la mujer deportista en general y a la mujer negra deportista en particular.
El éxito la acercó a las marcas camino a la globalización definitiva y eso, más las oportunidades de negocios, hicieron que Griffith decidiera pegar un portazo sorpresivo para dedicarse justamente al diseño. Uno de sus trabajos más icónicos es uno que los amantes de la NBA seguramente recordarán, aunque tal vez no conozcan el origen: el uniforme que Indiana utilizó durante más de media década en los 90.
En 1993, el por entonces presidente estadounidense Bill Clinton la nombró co-titular del Consejo Presidencial de Aptitud Física.
En la mañana del 21 de septiembre de 1998, la línea 911 recibió un llamado de Al Joyner quien les indicó a los operadores que su esposa estaba inconsciente, sin respirar. Nada se pudo hacer cuando llegaron los servicios de emergencia a la casa de Mission Viejo: Florence Giffith-Joyner había muerto.
Su trayectoria no estuvo al margen de las suspicacias. Siempre fuera del micrófono sus colegas se quejaban ante la prensa y les exigían “contar la verdad”, señalaban sus músculos, hablaban de hormonas. Ella, que nunca dio positivo un control, se defendió siempre con un “nunca usé esteroides, estoy a favor de los exámenes y me puse a disposición de que me hicieran análisis en cualquier momento”.
Surgió la versión de que la causa fue un problema cardíaco. Se dijo que su corazón tenía un tamaño excesivo, que podía deberse al uso de drogas para la mejora del rendimiento. Lo hicieron trascender los colegas, lo reprodujeron los medios. No lo comprobó nadie.
Ni siquiera los resultados de la autopsia que confirmaron que había muerto por una asfixia al quedar boca abajo en la cama cuando sufrió un ataque de epilepsia, junto a las pruebas toxicológicas que no detectaron drogas y alcohol (sólo un paracetamol y un antihistamínico en su cuerpo) pudieron detener las sospechas.
El jefe de la oficina forense que estuvo a cargo de la autopsia de Griffith-Joyner afirmó que no había encontrado ninguna anomalía en el corazón de la mujer, que era “normal para una atleta en buen estado”.
Ni siquiera la autopsia que indicó que había fallecido por asfixia mientras dormía boca arriba durante un ataque de epilepsia pudo alejar los rumores.