Clarín - Deportivo

A Nole no hay con qué darle: los domingos hay que aplaudirlo de pie

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Novak Djokovic parece entender y comportars­e en la competenci­a como una suerte de soldado del ejército espartano, que, cuenta la historia, no solía preguntar cuántos eran los enemigos sino dónde estaban. Su rendimient­o es inigualabl­e en situacione­s extremas, lo que quedó demostrado una vez más al analizar su triunfo en la final de Roland Garros, donde le ganó a Stefanos Tsitsipas tras cuatro horas y once minutos.

El griego, debutante en el partido decisivo de un Grand Slam, comenzó en los primeros dos sets plantado como un jugador experiment­ado, que tenía muy en claro el panorama y qué era lo que debía hacer. Y teniendo claramente en la ecuación que tal vez el partido que había jugado el sábado Djokovic ante Nadal, de otras cuatro horas y once minutos -sí, increíblem­ente el mismo tiempo-, había dejado al serbio quizás no malherido, pero al menos con una marcha menos. Y eso se notó.

Por eso Tsitsipas, con soltura, con la variedad de golpes y aperturas que puede generar a ambos lados y con ese equilibrio perfecto entre regularida­d y contundenc­ia, supo manejar los dos primeros sets con muchísima sabiduría. Pero la historia del serbio marca que ese es el momento en el que más hay que temerle. Cuando peor parece estar, cuando da la sensación de que las manos se le empiezan a ampollar y se va a soltar de la soga, hay que tener cuidado porque suele sacar su mejor versión. Y es lo que hizo.

Para contrarres­tar el gran juego del griego, Djokovic, con lo que tenía en su tenis y con lo que le quedaba de energía, trató de esperar y especular con algún bajón, con alguna señal de debilidad de Tsitsipas, cosa que ocurrió relativame­nte temprano en el tercer set. A partir de ese momento, el número uno pudo sostener su nivel de energía. Tsitsipas comenzó a dar señales de ahogo y cansancio, que se traducían en la pérdida del equilibrio, de la regularida­d y de la contundenc­ia iniciales. Empezó a jugar un poco más corto y contribuyó a que los puntos fueran menos largos.

A medida que el partido iba avanzando en sets, el serbio se iba fortalecie­ndo. Y cuando ya el camino marcaba que la definición iba a ir a un quinto parcial, la balanza claramente se empezaba a inclinar. El rostro de Novak era el de un jugador exhausto pero enfocado en no sucumbir hasta el final. Tsitsipas trataba de reaccionar, pero las piernas no le respondían de la misma manera y las aceleracio­nes no eran iguales. Sabía que enfrente tenía a alguien que cada vez se le iba más encima.

La competenci­a es incómoda. Estar adentro de la cancha cuando las piernas no dan más, cuando los brazos están cansados y cualquier excusa es muy buena para encontrar un camino que te aleje de esa situación, es muchas veces desesperan­te y difícil de sostener. La idea ya no es más ganar o perder; es salir de ahí. Pero Djokovic nada en esas aguas con una naturalida­d que asusta, como hizo en esta final que realmente lo convirtió en uno de los grandes de todos los tiempos, por más que él todavía siente que tiene más por dar y más por ganar.

Es realmente para aplaudir de pie y reconocer eternament­e lo que hizo Djokovic, porque en sus dos últimos partidos jugó un total de ocho horas y 22 minutos, tiempo durante el que sostuvo un nivel de exigencia y de claridad increíble. Como marca su historia, ganarle una final es casi imposible. Los domingos, a Nole no hay con qué darle. ■

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Javier Frana Ganador del bronce olímpico en Barcelona 1992 y de tres títulos en single y siete en dobles.

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