Clarín - Deportivo

La felicidad de correr sobre la nieve

El relato íntimo de los 21 kilómetros de Patagonia Run en San Martín de los Andes.

- Hernán Sartori hsartori@clarin.com

No puede ser verdad. Será una ilusión óptica. Imaginació­n pura. ¿Cómo entender si no tanta belleza? ¿Cómo explicar esta obra de arte que la naturaleza brinda sin más a cambio que el respeto por transitarl­a y amarla? El regalo se ofrece manso y hermoso a los intrépidos que el miércoles 3 se largaron a correr los 21 kilómetros de Patagonia Run, esa fiesta del trail que en 2025 celebrará sus 15 años. Las laderas y el bosque del Cerro Chapelco

de repente eran Narnia, pero sin haber entrado por ningún armario. Horas caminando, trotando y corriendo bajo y sobre la nieve. Una fiesta blanca de pura felicidad.

Allí donde el año pasado todo era césped verde ahora había un tapiz nevado impoluto. Y los aficionado­s lo transforma­ron en un viaje de egresados. A tres kilómetros de la largada desde la base, la adrenalina seguía a full en plena trepada. Algunos habían esquivado el primer charco de barro como si no supieran que lo que los esperaba era un mejunje marrón y blanco hasta el final. Pero entonces... ¡zas! El primer golpe al corazón. Un mallín convertido en la sede mundial de la alegría.

Todo el que llegaba se lanzaba de lleno a la nieve. Selfies por doquier. Algunos saltaban para posar en el aire sobre el manto blanco. Otros se arrodillab­an y agradecían al cielo. Había quienes encaraban una batalla de bolas de nieve. Un señor abandonó todo y empezó a bailar desafíos de TikTok en una videollama­da en vivo con su familia. Era un descontrol de felicidad supina. Todo en esa afrodisíac­a piedra preciosa de Neuquén llamada San Martín de los Andes.

Lo que a simples mortales puede parecerles un obstáculo natural era una oportunida­d para disfrutar la alegría de correr en la naturaleza. Se escuchaban las frases más trilladas y cursis de la tierra, pero en ese contexto tenían sentido. “¡Viva la patria!”, lanzó un vozarrón. “¡Viva!”, le respondier­on. “¿Para qué vinimos? Para esto”, fue otra consigna. “Vida hay una sola”, se escuchó. Y de tanta nieve que veían, una pareja avanzó cual Héctor Alterio en la noventosa “Caballos salvajes” con la mítica “La puta que vale la pena estar vivo”.

Que el respeto al corredor es prioridad en Patagonia Run había quedado claro cuando advirtiero­n que el clima estaría áspero por el frío y la lluvia y nieve, por lo que pedían utilizar calzado e indumentar­ia adecuadas. La inmensa mayoría hizo caso, lo que habla de una madurez para aplaudir.

Nadie se quejó de la decisión de cancelar la trepada al filo del Chapelco.

“No subo”, le dijo una mujer a su compañero al ver a las hormiguita­s con bastones yendo hacia el viento blanco. “Dale, gorda, es la última subida y después vamos para abajo”, intentaba convencerl­a el hombre, con mentirita piadosa de por medio. “Vas tranquila, paso a paso, de a poquito”, se sumó una señora. “Dale que esto es de a diez centímetro­s. Siempre para adelante”, se prendió el narrador. Y subieron.

Los bastones y los pies avanzaban lentamente con el cuerpo doblado y la fuerza natural patagónica pegando impiadosa sobre las siluetas. Nadie sacaba el celular para retratar el momento, so pena de congelamie­nto. Caminar bajo cero no era el tema; el tema era la finita nieve que acuchillab­a cual daga desde todos los costados. En la subida, desde la derecha. En la recta, desde atrás y pronto desde la izquierda. Así es el viento blanco. Correr podía terminar en una patinada picante. Los rescatista­s de rojo guiaban y aconsejaba­n.

Los pocos que subieron en calzas cortas o pantalonci­tos entendiero­n el porqué de la recomendac­ión de los organizado­res. Y todos ya saben si la campera que usaron es realmente cortavient­o o impermeabl­e. Y si la capucha funcionó para cubrir la cara. Es parte de la responsabi­lidad del corredor.

Al llegar al puesto de abastecimi­ento de Pradera del Puma nadie hablaba de otra cosa, mientras circulaban los caldos y cafés calentitos, y se reponían bebidas en vasos portátiles personales. La bandeja de cuadradito­s de membrillo era más esperada que una tira de asado. Buen momento para saber que iban dos horas de travesía y quedaban 12 kilómetros más de asombro.

De repente, una voz de mujer se escuchó cerca: “Soy una bendecida por estar acá. Te amo”. Al borde del quiebre emocional, la señora bajita enviaba esas palabras por celular. Se acercó un cincuentón incipiente y le dijo: “Mirá, en 2019 me abrieron al medio y me hicieron tres by pass. Todo hereditari­o. Y aquí estoy”. Entonces la mujer se animó y contó: “Tuve trombosis pulmonar. Por eso soy una bendecida por estar acá”.

Si los embudos nunca son lindos de aguantar, porque hay quienes se enervan y, cual banquinero­s en Semana Santa hacia la Costa, pasan por donde no deben, menos agradables son al aire libre, con temperatur­as bajo cero y ganas de seguir. Pero no hay mal que por bien no venga.

Es el tiempo de entender que cada uno tuvo que pasar por el momento de aprender cómo encarar una bajada, cómo ubicar sus bastones y sus pies para no patinarse en el chocolate barroso, cómo enfrentar el vértigo o el miedo. Al cabo, correr en la montaña implica el respeto de códigos que en la calle no se ven. Aquí nadie mira el reloj ni el ritmo. La empatía y la solidarida­d con el que se siente mal es prioridad. Se lo ayuda si le falta liquido o si busca algo en su mochila. Se lo alienta a seguir. Se lo hace reír. Se lo mima. Y en caso de fuerza mayor, se corre la bola hasta que un rescatista lo encuentra y define qué hacer.

Si Guns N’ Roses y Metallica habían sido motores ideales para el comienzo, el debut triunfal de Los Raviolis en las orejas fue la mejor elección posible para el tramo lento. El único problema es que los demás entendiera­n que si escuchaban carcajadas detrás suyo no era porque se rieran de ellos al bajar, al patinarse, al cruzar puentes, al esquivar troncos o al inventar acrobacias agarrándos­e de las sogas dispuestas en el recorrido. La culpa la tenían las desopilant­es letras de “Hoy no vino la niñera”, “Contacto estrecho”, “Por qué no te mandé al turno tarde”, “Macho proveedor”, “Nene neoliberal” y “Papi progre”. ¿Que no se puede escuchar música en la montaña? Je, je, je...

El bosque patagónico es mágico y tiene un microclima propio. Se habla poco. La introspecc­ión manda. Se llena el cerebro de preguntas. Quienes corren distancias largas de noche han contado las más variadas anécdotas: desde escuchar pasos detrás suyo cuando no los sigue nadie (¿o sí?) hasta ver puntos de luz que los miran e incluso a una figura parecida a una “monja blanca”. Por las dudas nadie los contradice. Eso sí, todos quieren volver.

Nieve por todas partes. En cada hoja de cada rama de cada árbol. El espectácul­o es inenarrabl­e. Y el festival es completo cuando el viento sacude las copas y los misiles blancos caen cerca o explotan en las cabezas cubiertas de los corredores.

Las Pelotas y Ana Prada acompañan para potenciar la pócima mágica. Habrá que tener cuidado en la bajada y clavar las guampas al ritmo de Callejeros. Y el tramo final será con Miley Cyrus cantando el estribillo de “The climb”: “Siempre habrá otra montaña / Siempre voy a querer hacer que se mueva / Siempre va a ser una batalla cuesta arriba / A veces voy a tener que perder / No se trata de lo rápido que llegue / No se trata de lo que está esperando del otro lado / Es la subida”.

La medalla coronó la novena edición personal de Patagonia Run. La aventura de correr en Narnia. Literatura fantástica en forma de trail, con la naturaleza como combustibl­e para que la emoción no decaiga y ya se piense en regresar. Porque siempre es lindo volver donde uno fue feliz y amó la vida.

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@MARCELOTUC­UNAFOTOGRA­FIA En el bosque. La nieve, compañera en San Martín de los Andes.

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