DECIDIENDO NO DECIDIR
Tanto en las ciencias sociales como en la vida misma se habla muy poco de la “no decisión”. Se tiende más frecuentemente a confundirla con la indecisión. Pero no, no son las dos caras de una misma moneda.
El vertiginoso mundo en el que vivimos nos enfoca en optimizar, acelerar y ejecutar decisiones. Por esto, y no es casual, que se ha investigado bastante poco sobre el efecto, los costos y las causas de las “no decisiones”.
Sin embargo, desde el punto de vista de los mecanismos que operan en una toma de decisión, se trata de un proceso mucho más complejo que simplemente aceptar la opción por defecto (los defaults), materializados en la “cajita pretildada” de ese formulario online que no se llega a entender muy bien.
Pero, de vuelta, presos de la urgencia, sucumbimos al atajo de la narrativa: “si está tildado, por algo será”.
La ciencia detrás del no decidir Allá por los 60, Herbert Simon publicó el trabajo “Bounded Rationality”, donde cuestionaba nuestra racionalidad al tomar decisiones, un concepto firmemente establecido por la economía normativa clásica.
Podríamos simplificar décadas de investigación sobre nuestra manera de decidir, partiendo de la metáfora, en donde nuestro mecanismo interno de decisiones se asemeja a una laptop, cuando el contexto en el que nos movemos nos demanda la velocidad y capacidad de procesamiento de una supercomputadora, como aquella que estuvo a tres jugadas de ganar la partida de ajedrez contra el gran maestro Gary Kasparov.
Ocurre que la economía clásica nos entiende como incansables buscadores de la optimización al alocar recursos escasos. Ahora bien, resulta que hasta el más experto en las ciencias económicas suele sucumbir ante el poder de la cajita pretildada. El no tomar una decisión optimizando sus intereses es la excepción que confirma que nos pasa a todos.
Caemos en la cuenta de que cuando decidimos NO decidir, alguien lo hizo por nosotros. Ejemplos del día a día sobran. Lo notamos en las suscripciones de renovación automática, tan de moda por estos tiempos. Ante el olvido o, si queremos verlo de otra forma, ante la limitada capacidad de procesar miles de opciones, se estructuran modelos de negocios enteros. Más ejemplos: membresías a revistas que no tenemos el tiempo de leer, planes de telefonía celular con más gigas de los que usamos y la lista sigue.
¿Qué hacer? Explorar la ruta menos transitada. Claro que es más fácil como empresa dejarlo correr y que no se note. O quizás olvidarnos de los olvidadizos y ocuparnos solo de nuevos clientes, pero la miopía que conlleva ese modelo es que cuando se acabó, ¡se acabó! Y la sustentabilidad de un negocio no puede (o al menos no debe) apoyarse en las limitaciones de sus clientes. Muy por el contrario, la lealtad será fruto de colaborar y ayudar a nuestros usuarios a ver lo que hoy no están viendo, abriendo las puertas a una propuesta de valor basada en sus necesidades reales y no en lo que se olvidaron de chequear.
Aprender sobre los hábitos, comportamientos de consumo y de uso de nuestros clientes resulta invaluable, y es un factor que puede diferenciarnos de la competencia. Una oportunidad poco explorada, tal vez. ¿Poco rentable? Una falacia.
Los estudios realizados en hábitos de utilización de servicios o consumo de productos revelan el exorbitante costo de adquisición de nuevos usuarios y consumidores. Es, en promedio, cinco veces más caro adquirir un nuevo cliente que mantener uno vigente, aunque existen matices por sector y actividad.
Entonces será siempre preferible que los clientes sigan eligiéndonos porque los atributos de nuestro producto o servicio se mantienen relevantes, y no porque se olvidaron. Indagar en qué hay detrás de las opciones vigentes que revalidan el porqué de su elección puede ser el camino menos practicado, pero conviene recorrerlo antes de que sea demasiado tarde.
Aprender sobre los comportamientos de consumo de nuestros clientes es invaluable.