Los demócratas chilenos, que en 1983 padecían la dictadura de Pinochet, asistieron a la asunción de Alfonsín con la expectativa de un contagio democrático en el Cono Sur. El ex presidente socialista Ricardo Lagos recuerda su afinidad inmediata con el pres
En diciembre de 1983 un rayo de esperanza alumbró en América Latina. Aquí, en el sur del mundo, en Argentina se recuperaba la democracia. Fue un rayo de esperanza para Chile, Uruguay, Brasil, Bolivia y todo un Cono Sur inmerso en una marea de militares y dictaduras.
Como sabemos, una derrota militar – dolorosa para el pueblo argentino– precipitó el llamado a las elecciones, pero de allí emergió una jornada cívica ejemplar que los demócratas del país supieron culminar con la elección de Raúl Alfonsín. Por cierto, los chilenos vivimos ese momento con emoción y cercanía.
En Chile, en agosto de 1983, se creó la Alianza Democrática. El primer conglomerado de partidos democráticos opositores a Pino- chet. La presidencia era rotativa y por azar del destino me tocó presidirla en el mes de diciembre, con lo cual me correspondió encabezar la delegación de cinco personas a los actos de asunción de Raúl Alfonsín.
Llegamos a Buenos Aires con Gabriel Valdés, Enrique Silva Cimma, Mario Sharpe, Armando Jaramillo y nos informan que Raúl Alfonsín ha decidido sobrepasar el protocolo: esta delegación de la oposición tendría asientos cual verdadera delegación oficial en la primera fila en el Salón Blanco ( si bien había una del gobierno de Chile). Fue un acto solemne. Alfonsín se reunió a solas con el general Bignone por unos 15 minutos y luego se procedió a su toma de posesión.
Aquellas conversaciones con Raúl Alfonsín fueron para mí el inicio de una larga amistad. Y de un devenir compartiendo ideas sobre cómo conciliar más democracia, más respeto a los Derechos Humanos y al Estado de Derecho con un mayor crecimiento económico, asegurándonos que ese crecimiento signifique mayor equidad y mayor inclusión.
Era más fácil proponérselo en Argentina, que tenía y tiene un grado de desarrollo tan grande. En aquella primera reunión pasamos revista a la situación en Chile, las diversas estrategias dentro de la oposición para enfrentar a Pinochet. Nosotros, que hablábamos de una resistencia ciudadana y no violenta a la dictadura, y quienes creían que el único camino era el enfrentamiento armado. Ahí, se abrió la posibilidad de que el nuevo gobierno de Alfonsín, con discreción, pudiera ayudar a explicar nuestros puntos de vista a otros amigos en Latinoamérica.
En buena medida, lo que después ocurrió en Brasil en 1984 y Uruguay en marzo de 1985 con la asunción de Julio María Sanguinetti – a cuya toma de posesión también asistimos como Alianza Democrática– fueron la confirmación de nuestra estrategia.
Aquellos días de diciembre de 1983 fueron de fiesta, grande y merecida. Llegaba a la Presidencia quien era, por encima de todo, un demócrata ejemplar. Recuerdo un momento en la gala en el Teatro Colón que lo retrata en su forma sencilla y campechana de ser. Veníamos de una reunión y me dice: “Ricardo, arrímese por acá” y empezamos a entrar juntos al teatro. Entonces una periodista le pregunta: “¿ Me podría explicar presidente por qué se va a tocar la Novena de Beethoven?” La respuesta de Alfonsín fue simple y profunda: “¿ No cree usted que es un día para entonar con ganas el Himno de la Alegría y por ello, después, tendrá que venir el bandoneón, el tango inconfundible de Piazzolla?”. Ahí, en esa frase estaba diciendo que el restablecimiento de la democracia implicaba cantar a la alegría, uniéndolo a lo propio, a lo nuestro, reflejado en el sentimiento creador de Piazzolla y su bandoneón.
Alfonsín supo ayudar a Chile con el cuidado y la inteligencia que se requería para ayudar a los demócratas sin provocar las iras del dictador. Con 4 mil kilómetros de frontera en común, había que ser muy cuidadoso. Por ello, a partir de nuestra conversación, encontró la forma de cooperar estableciendo un diálogo claro y transparente con Cuba, para explicar por qué había que apostar las cartas a los planes de las fuerzas democráticas comprometidas con la resistencia civil, más que en la estrategia de quienes pensaban apostar a las armas y todas las formas de lucha para derrotar a la dictadura militar. Era difícil explicarles a aquellos que, al enfrentarlo con las armas, se le daban razones al dictador para mantener la fuerza y la mano férrea.
En algunos momentos duros, después del atentado a Pinochet, caí preso. Ahí Raúl Alfonsín levantó su voz. Sé que no era fácil por el momento que se vivía bajo el gobernante de facto, pero recuerdo la emoción de mis compañeros en prisión cuando uno de ellos escuchó en su pequeña radio que Raúl Alfonsín pedía mi libertad en uno de sus discursos.
Tuvo una política exterior exitosa, entendiendo que había que tender la mano a las recientes democracias que se incorporaban: Brasil, Uruguay y desde allí entonces empezó a tejer la necesidad de una América Latina que hable con una sola voz. Sin duda, la historia registrará su gran aporte a una nueva vecindad con Brasil, cons-