El peor de los olvidos
Cada tanto son noticia: ancianos muertos en sus casas, hallados al cabo de días, semanas, o hasta meses, de cuya ausencia nadie se había percatado. Una de las manifestaciones más atroces de este abandono se registró unos años atrás, de la mano de una brutal ola de calor que aquejó a Europa y que se cobró, sólo en Francia, 14.802 vidas. A esta cifra, de por sí impresionante, se sumaba el horror de otra: después de prolongar dos veces el plazo reglamentario para hacerlo, París decidió inhumar, una mañana, 63 cuerpos, los últimos de un total de 325 que nadie había reclamado, al cabo de semanas. Un funcionario lo resumió en una frase: “Los ancianos mueren más por la soledad que por el bochorno”. Sea por el calor o por el frío, a causa de una enfermedad; por culpa del hambre, de la violencia criminal o, simplemente, por el efecto del tiempo y sus circunstancias, la muerte sorprende, a diario, a muchos hombres y mujeres que la reciben en la más absoluta soledad. Provoca escalofríos, y una indecible ternura, asistir a los relatos de interlocutores circunstanciales en estas ocasiones. Se habla, así, de módicas rutinas, de mínimas ceremonias domésticas y cotidianas, apenas percibidas por esos involuntarios testigos, con los que suelen cruzarse en un pasillo o al hacer una compra, en los breves momentos en que abandonan su lugar. Todos fueron hijos. Muchos, también, padres, tíos, abuelos... ¿Qué pasó con sus afectos? ¿En qué lugar del trayecto se perdieron? ¿Qué es lo que quebró esos lazos, relegando al olvido tantos retazos de vida en común? ¿Cuándo fue que, solos y aislados entre las paredes de una casa, tantos hombres y mujeres quedaron tan a la intemperie?