Pide al tiempo que vuelva
Habitualmente, ni lo consideraría siquiera. Título de una película protagonizada por Christopher Reeve y Jane Seymour, el enunciado que nombra a esta columna nunca se me apareció como un reclamo a tener en cuenta. Sin embargo, cuando el tiempo o la enfermedad -que a veces es una de sus manifestaciones- irrumpen amenazando la vida de un ser querido, la tentación surge. Como en una incesante cabalgata de la memoria, se irán sucediendo imágenes de momentos compartidos, escenas de los días felices, instantes que, de tan triviales, jamás se nos hubiera ocurrido inmortalizar pero que ahora, bajo la cruda luz de la realidad, se nos revelan con un peso abrumador. Detalles mínimos, gestos cotidianos, e intrascendentes por eso mismo para cualquier crónica histórica cobrarán, bajo esta nueva óptica, la importancia que jamás le hubiéramos otorgado en otras circunstancias. Es que la luz del recuerdo no resiste comparación con ninguna otra. Y así como, después de una ruptura o del final de una relación amorosa, la pérdida que se llora, ese dolor que acicatea no suele tener que ver con alguna proeza del sexo sino con el abrazo que quedó mutilado, también cuando el arrebato es mortal, lo que primero aparece es la evocación de lo más nimio. Ese ademán, esa forma peculiar de pronunciar una determinada palabra, el gesto que ayudaba a enfatizar una idea, el movimiento de la mano que acomodaba en su sitio un mechón rebelde... Imposible no coincidir con Baudelaire cuando escribió “qué grande es el mundo a la luz de las lámparas, y qué pequeño es a los ojos del recuerdo”. De poder embarcarse en una hipotética máquina del tiempo, ¿qué momento de la vida querría recuperar cada uno?