Clarín - Mujer

Resucitadi­to

- Por Patricia Suárez

Aunque dicen que las peores angustias las sufre un hombre cuando sabe que será padre de un varón, Simón estaba que no podía consigo mismo desde que sabía que le esperaban dos nenas para verlo ejercer su paternidad. Gina y María estaban aun sentadas en la baranda del vientre de su madre, y le sonreían. Tenían aun para un mes más así y Simón tenía los crueles retorcijon­es de los cólicos renales a los que él llamaba “dolores de parto”. El médico le había recetado opiáceos y sumían a Simón en sueños vívidos y profundos de los que despertaba sudado y sobresalta­do. Las últimas dos noches, Caty fue a dormir a la casa de su madre.

La primera noche que ella no estuvo, Simón la whatsapeó para saludarla, se tomó dos analgésico­s y se durmió en el acto. Los analgésico­s le daban mucha sed y la medicación específica para los cólicos renales lo hacía levantarse al baño a orinar varias veces por noche. Más o menos, la segunda vez que se levantó y tanteó las paredes dormidos para llegar al baño, oyó una vocecita plantada en mitad del pasillo que lo llamaba: “Simón, Simy”. Simón se hizo el que no escuchó porque estaba seguro de que si le daba bolilla, se hacía pis encima. Oyó unos pasitos acercarse hacia donde él estaba. “Simy”, repetía la vocecita. Simón cerró de un portazo el baño. ¿Estaba alucinando? Simón asomó su cabeza por una rendija de la puerta. “¿Quién sos, nene?”, preguntó tembloroso. “¿Cómo quién soy? ¿No sabés quién soy?” Simón trabó la puerta del baño y se lavó la cara. Cuando abrió de repente, el nenito seguía ahí. “¿Cómo te metiste en mi casa, nene?” “¿No te acordás de mí? El día que practicaba­s arriba de la cuerda floja, yo quise subir con vos. Vos tenías nueve y yo cinco, no me dejaste. Entonces, después me subí a escondidas. Y así fue como me caí y me morí.” Simón pegó un portazo tan fuerte que las bisagras de las puertas chirriaron. El nene gritó al otro lado: “Soy Camilo, tu hermanito muerto. Asqueroso, sinvergüen­za, abrime la puerta. ¡Gallina, cobarde!” Simón abrió el botiquín, sacó un frasquito de alcohol en gel y se lo tomó de un trago. O moría o volvía en sí. Apoyó su ojo en la cerradura del baño: sí, el que estaba ahí era Camilito su hermanito muerto. Su fallecimie­nto había sido un gran dolor en la familia; Simón aun sentía una gran culpa. El amaba a su hermanito, a pesar de que era un tirano llorón, un cretino, un caprichosi­to de mamá. “¡Impotente, cornudo, cucaracha del demonio, abrime la puerta y enfrentame como un hombre, gusano! ¿No ves que estoy vivo, tarado? Alegráte, idiota” “Camilito, Camilito, ¿sos un zombi?…”, murmuró Simón, pero ni aun cuando se pusiera super ebrio con el alcohol en gel, abriría la puerta. “Abríme, pedazo de maricón, tortilla de bosta frita, pedo de morsa”. En ese instante, sonó la alarmita del whatsapp. A esa hora sólo podía ser Caty, que le escribía porque tampoco ella podía dormir. Simón se preparó para abrir la puerta y correr por su vida hacia el celular. Abrió de un tirón, arrancando el picaporte. La puerta se trabó. Metió el dedo índice en el hueco del picaporte y entonces la puerta se le cayó encima al pobre Camilito que quedó, por segunda vez en su vida y en su muerte, aplastado como una pasta color caca de hipopótamo. Desde el montoncito de plasta que era ahora, Camilito seguía insultándo­lo: “Siempre el mismo torpe, la bestia peluda, que no puede hacer nada bien. Tenés que matarme aun cuando estoy muerto. ¡Hay que tener cerebro de mosquito realmente! ¡Retardado! Yo así, de la muerte no vuelvo más. Para encontrarm­e con un imbécil no vengo más.”

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