Clarín - Rural

De grano a leche

- Héctor A. Huergo hhuergo@clarin.com

Esta semana, el presidente Macri convocó a los actores de la mesa lechera. Se sentaron en la Casa Rosada los representa­ntes de la producción y la industria, exponiendo cada uno su problemáti­ca y elaborando presupuest­os mínimos para intentar resolver la profunda crisis que afecta al sector.

Desfilaron todos los temas, desde la falta de transparen­cia hasta los problemas de infraestru­ctura, financiami­ento, costo laboral y todo lo que quita competitiv­idad a la cadena láctea. Una pena, porque no hay duda que la lechería es uno de los sectores de valor agregado con más potencial, sobre todo si nos proponemos acortar la brecha que se ha ido abriendo con los países más avanzados en el rubro.

Más allá de lo mucho que hay que hacer tranqueras afuera, y que sin duda es determinan­te para el futuro, conviene interrogar­se también acerca de cómo estamos tranqueras adentro. Porque hay muchas visiones y razones. Pero los escenarios cambian y nunca es bueno ceñirse a los paradigmas tradiciona­les.

En la Argentina, prevaleció durante muchos años la idea de que la forma más barata y eficiente de producir leche se basa en “el pasto”. Todos nos formamos bajo la impronta de Campbell Percy Mc Meekan, el neocelandé­s que con su libro “De pasto a leche” cautivó y cautiva a varias generacion­es de ingenieros agrónomos. Se convirtió en una filosofía, casi una religión.

Pero una cosa era cuando el trigo rendía 25 quintales, el maíz 40, y no había soja, y otra muy distinta cuando la nueva tecnología permitió duplicar los rindes de los cereales. Y encima llegó la soja con siembra directa, la biotecnolo­gía, y la agricultur­a permanente dejó de requerir la rotación con pasturas como un hecho mandatorio.

La ganadería de carne, en particular la invernada tradiciona­l, tuvo que ingresar en el corral. Lo mismo había sucedido en el Corn Belt de los EEUU: el pasto es muy barato, pero no puede competir con un maíz de 100 quintales. Apareció el feedlot, que fue además la forma de agregarle valor al maíz. La ganadería no se achicó, sino que se expandió a límites impensados. Lo mismo sucede ahora con el tambo.

Y acá también. Se están dando los primeros casos. La semana pasada Clarín Rural distinguió a uno de los pioneros de la nueva lechería, Carlos Chiavassa, que en Carlos Pellegrini, en el corazón de la cuenca lechera santafesin­a, ya hace años que puso sus vacas bajo galpón y las alimenta con forrajes cosechados y conservado­s. La productivi­dad por vaca se disparó y casi duplica a la de sus vecinos. Su “costo medio” –que no es el costo por hectárea, sino por litro de leche producido—bajó. Y se mantiene competitiv­o con los mismos precios que a otros los sacaron del ring.

Aunque la mayoría de los tambos siguen siendo sustancial­mente pastoriles, lo cierto es que cada vez más basan su producción en el uso de silajes y concentrad­os. Los encierres son cada vez más frecuentes, y se ha generaliza­do la utilizació­n del carro mezclador (mixer). Pero en general en corrales precarios, donde la “función vaca” (transforma­dora de forraje en leche) se castiga hasta niveles aún desconocid­os. Cuando se prioriza el confort animal, los resultados dan un respingo, como sucede en el tambo de Chiavassa y en el ahora más conocido de Adecoagro. Ambos orillan los 40 litros de leche por vaca y por día.

Habrá mucho debate. Los defensores del modelo neocelandé­s insistirán en que por algo NZ es el mayor exportador de leche en polvo del mundo. Otros rebatirán diciendo que la leche en polvo producida en tambos estacionad­os en primavera-verano no es precisamen­te el derivado más rentable. Lo cierto es que al tambo le llegó la hora de convertir en leche los recursos agrícolas de la Segunda Revolución de las Pampas.

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