El camino del campo a las góndolas, con inocuidad y calidad certificada
Tres casos de empresas productoras de alimentos. Sus responsables cuentan cómo trabajan para agregar valor en la cadena, desde la materia prima hasta el envasado, y controlar la llegada a los consumidores.
Las tecnologías hoy son aliadas en el proceso de estandarización de adecuados procesos productivos. A lo largo de toda la cadena, desde que se pone una semilla en tierra o se preña un animal (incluso antes) hasta que un producto llega a la góndola, todo (digamos, casi todo) puede medirse y cuantificarse en pos de tomar mejores decisiones, pero también para poner un estándar de que lo que se hace es lo que se dice.
En este sentido, aquellas empresas que hacen el recorrido productivo del lote al consumidor final tienen ventajas. Por un lado, pueden controlar que no haya fugas indeseadas en el proceso. Pero, además, pueden moldear la materia prima a gusto pensando en el producto final buscado.
Un caso singular es el de Cooperativa Los Molinos, ubicada en dicha localidad del sur de Santa Fe, que empezó hace 70 años con el recibo, acopio y comercialización de granos y hace tres años produce pastas con trigo certificado de sus asociados.
“Todo empezó buscando llegar a la mesa del consumidor con productos de calidad elaborados con materias primas producidas con buenas prácticas en la región”, contó Ariadna Socca, responsable de Calidad y Desarrollo Sustentable. Y agregó: “Mulini pastas (que significa Molino en italiano) está comprometida con una producción responsable con el ambiente, con las personas y con los consumidores que valoran empresas como la nuestra que no sólo hace foco en la calidad, sino que también está a su alcance y pueden conocer como trabajamos”.
En 2014 certificaron buenas prácticas (Agricultura Sustentable Certificada, de Aapresid) en 1400 hectáreas de trigo, el año pasado sumaron otras 600 y para dentro de tres años el objetivo es llegar a las 6.000 hectáreas.
“Empezamos con monitoreos en los campos de los productores asociados a la cooperativa y luego pudimos ampliar el abanico de cuestiones a tener en cuenta: uso de fitosanitarios, gestión del agua, residuos, etc”, explicó Socca.
“Llegamos con trigos trazados, certificados y de calidad al plato de la gente, pero además buscamos contagiar los valores de la cooperativa, como solidaridad, compromiso y la valoración de los jóvenes. Todo eso buscamos llevarlo en un paquete de fideos a la mesa”, apuntó Socca.
Hacia adelante, el desafío es seguir creciendo en el mercado interno, pero también exportar. “En diciembre de 2019 empezamos a analizar mercados potenciales, surgieron algunas opciones, pero después vino la pandemia. Por la trazabilidad sabemos que tenemos un buen producto y eso nos abre muchas puertas”, se enorgulleció Socca.
Otro caso interesante de buenas prácticas del lote a la góndola es el de Rivara, una empresa familiar fundada en 1936 que en 1995 puso en marcha un molino para procesar el maíz que ellos mismos producen para convertirlo en polenta.
También tienen una planta de extracción de aceites, donde procesan granos de soja, girasol y canola.
La decisión de llegar a la góndola fue de Fernando (padre) y su hermano, antes que llegaran a la empresa Diego y Fernando (hijo). “En ese momento, se decidió que como molino más chico no podíamos pelear en precio con otros jugadores más grandes, y se apostó a la calidad y a la diferenciación con productos no GMO, kosher y sin TACC (para celíacos)”, recordó Diego.
“No podría decir qué etapa o aspecto es más importante porque las buenas prácticas abarcan todo el proceso, del campo al molino, y tienen que ver con el uso de fitosanitarios, el control de malezas, el control de residuos, el momento de cosecha y la humedad que redundarán en un grano de alta calidad, que tiene todo un proceso de controles también en la planta”, resumió Fernando.
“Desde que empezamos a abastecer con maíz propio nuestro molino en 1999-2000 notamos un cambio grande porque antes salíamos a comprar el grano y encontrábamos calidad de todo tipo”, reforzó Diego, hermano de Fernando.
El objetivo desde el inicio fue buscar un producto de calidad, algo que para nosotros tiene mucho que ver con la materia prima, en este caso el maíz que producimos, que puede ser más caro, pero para nosotros es fundamental para tener confianza en lo que ofrecemos”, opinó Fernando.
Actualmente, Rivara cuenta con asesoramiento externo en las buenas prácticas agrícolas (productivas, de campo). “Establecemos protocolos para estandarizar controles de siembra, de limpieza de maquinaria para que no haya contaminación con granos GMO, se hacen análisis de suelo y agua, y todos los controles que garanticen la inocuidad y sanidad de los maíces que después serán polen
La trazabilidad de los productos permite medir los procesos y ganar confianza
ta”, relató Javier Pepa, de SPC Consultores, que trabajan para Rivara (también participaron del proceso inicial de certificación de Cooperativa Los Molinos).
Una vez en la planta, se separa en lotes de 500 toneladas que quedan identificadas a lo largo de toda la cadena de producción. Si surge un problema con el consumidor, esa trazabilidad permite identificar de qué campo provino ese maíz y en qué condiciones se produjo. Tienen certificación IRAM, BPM (Buenas Prácticas de Manufactura), HACCP, orgánico (ArgenCer y OIA), kosher, sin
TACC y también pertenecen al proyecto No GMO de Estados Unidos.
Casi 3000 kilómetros al sur, en Río Grande, Tierra del Fuego, Javier Acevedo (un metalúrgico) y su esposa Lola Müller (profesora de lengua y literatura), emularon lo que vivieron desde chicos en Chaco (él) y en Entre Ríos (ella), y junto a sus seis hijos, llevan adelante San Andrés, un emprendimiento familiar que desde 2013 produce embutidos secos y frescos en la isla.
“Empezamos porque no encontrábamos acá un producto artesanal, de primera mano que cumpliera los requisitos que a nosotros nos gustaban como consumidores”, contó Müller. Y siguió narrando los detalles: “Hicimos las primeras pruebas caseras, con amigos y compañeros del trabajo y el boca a boca empezó a aumentar la demanda, por eso creímos hace 7 años que había que formalizar todas las aprobaciones y llegar al público en general”.
Pero a poco de empezar casi se caen. En 2014 por un tema sanitario se cerró el ingreso de carne porcina durante 9 meses. Fue ahí que Javier y Lola decidieron hacer la gran jugada: se animaron a trabajar con cortes ovinos.
“Para nosotros, las buenas prácticas son la garantía de que se hacen bien las cosas, es un sello de calidad”, contó Lola. Hoy tienen trazabilidad de cada lote que llega a la fábrica. De dónde viene la media res o los cortes y cómo sigue la cadena. “Esto nos permite saber qué ingredientes se usaron y hasta como estaba el clima, porque el clima de Río Grande no es el mejor para hacer embutidos secos y siempre influye”, dijo.
La capacidad de producción hoy es de 1.000 kilos por mes, pero promedian los 350 de producción efectiva.
Uno de los principales desafíos es poder salir de la isla. Pero aunque parezca mentira, vender en Río Gallegos, Santa Cruz (a 300 km), es lo mismo que querer vender en Punta Arenas (420 km, en Chile). “Tenemos que inscribirnos como exportadores, y es un trámite que está costando, pero no perdemos las esperanzas”, destacó Müller. Las señales de los consumidores son buenas, la demanda está.
Hacer las cosas bien, muchas veces no paga extras que lleguen al bolsillo en el corto plazo. Pero sí, siempre, tiene una recompensa al espíritu. No sólo de pan vive el hombre.