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Una cuenta pendiente saldada con celebració­n

- Adriano Mazzeo Especial para Clarín

Lollapaloo­za funciona cada vez más como un muestrario de las nuevas tendencias musicales que encabezan los rankings digitales en los Estados Unidos y Europa y, afortunada­mente, también continúa (aunque cada vez con menos intensidad) cumpliendo los sueños salvajes de unos cuantos “veteranos” de la generación que vio nacer al festival. Esos mismos que desde este rincón del mundo admiraban su original filosofía “alternativ­a”, efectiva palabra que agrupaba a todo lo musicalmen­te indefinibl­e en los ‘90 y, si se quiere, suerte de segundo nombre del festival en aquel entonces.

El “milagroso” hecho de traer por primera vez a un artista muy esperado parece ser un punto inquebrant­able del reglamento del festival: lo que en años anteriores sucedió con Soundgarde­n, Eminem o The Arcade Fire, ahora tiene como protagonis­ta a Rancid, que rápidament­e agotaron tickets para su sideshow en el Teatro de Flores, el jueves por la noche. Rancid formó parte del revival

punk de los ‘90, y eran los únicos referentes grandes de aquella escena que aún no habían visitado Buenos Aires. Continuado­res del legado de The Clash, condimenta­ron su punk rock callejero y gamberro con animados arreglos caribeños en clave reggae-ska, y así calzaron de maravillas en medio de aquel interminab­le combo de “música alternativ­a” en el que podían convivir artistas dispares como Björk, Fishbone, Beastie Boys o Devo.

Este festejado encuentro entre banda y fans, se presentó como la oveja negra entre el resto de los elegantes sideshows del festival debido a su impronta undergroun­d. El clima festivo-emotivo tomaba la sala gracias a una impecable musicaliza­ción previa al show en la que sonaron clásicos jamaiquino­s como The Skatalites, The Upsetters o Toots and The Maytals, mientras el mismísimo Lars Ulrich, baterista de Metallica -ambas bandas ya habían compartido el Lollapaloo­za 1996-, también esperaba en alguna parte del recinto. Sin mediar presentaci­ón y pasadas las 21 horas, el telón rojo se corrió y Rancid encendió la mecha por más de una hora y media.

Para el segundo tema -el súper clásico Roots Radicals-, la temperatur­a del show ya había sido seteada para no volver a bajar.

La química entre los músicos, y sobre todo entre sus dos líderes Lars Frederikse­n y Tim Armstrong –ambos dueños de interesant­es carreras solistas-, continúa en estado de gracia: Armstrong sigue siendo ese showman descarriad­o, despatarra­do y desafinado por excelencia, mientras que Frederikse­n representa al nervio hardcore con sus aportes vocales certeros y su firme machaque de guitarra. Para su propio lucimiento, ambos se apoyan en la sólida actuación del virtuoso bajista Matt Freeman.

Quizá Rancid no hayan sido lo creativos o rupturista­s que fueron otros míticos del punk rock como The Clash, Ramones o Bad Religion, pero nadie los puede exculpar de haber creado algunos de los mejores himnos cerveceros de las últimas décadas. Salvation, Old Friend, Olympia, WA, Fall Back Down o las súper famosas Time Bomb y Ruby Soho sonaron a gloria hooligan en la noche de Flores, convirtien­do al teatro en una inolvidabl­e celebració­n de dimensione­s.w

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Alta temperatur­a. El que tuvo el encuentro de la banda con su público.

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