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Ring raje

- Marcelo Birmajer

Estaba por escribir un cuento muy distinto de éste, cuando inesperada­mente se cortó la luz. Como la inspiració­n, uno nunca sabe cuándo va a volver. Desmonté mi computador­a y me dispuse a enchufarla en el bar de la esquina. Pedí un cortado, enchufé el armatoste y abrí nuevamente el texto. Sólo apareció la mitad. Estaba luchando contra mi memoria para recuperar la mitad faltante, cuando un individuo me extendió la mano y me sonrió. Por supuesto, acepté el saludo.

-Me imagino que te acordás de mí- me desafió. Negué con la cabeza. -Pero no te ofendas- lo aplaqué- Tampoco me acuerdo de mí. Se rió y agregó: -Hicimos juntos el secundario: Donka. Se tomó las solapas del abrigo como si cierta gesticulac­ión me permitiera evocar los rasgos de su adolescenc­ia. -No recuerdo a ningún Donka- confesé. -¿Y de la profesora Jaza te acordás? -¿De qué era?- porfié. -Francés. Un destello, como un rayo, alumbró mi memoria. Ví nítido el rostro de la profesora de francés Amalia Jaza. Al menos no era un loco.

-De la historia del ring raje te acordarás- insistió.

-Tampoco-.

Donka tomó asiento sin pedirme permiso. En cuanto el mozo me dejó el cortado, se pidió otro.

-Nos iba a tomar prueba al domingo siguiente de partido y baile. Vos no viniste a ese baile.

-Es probable- admiré su memoria- No me gusta la pachanga.

-Yo era vecino de Jaza. Vivía en la cuadra de enfrente. Esa prueba era imposible: llegaríamo­s agotados por el partido y fisurados por el baile. Sin dormir. ¿Cómo podíamos impedir que nos tomara prueba?

-¿Explicándo­selo?- sugerí- Pidiéndole que les tomara otro día que no fuera el siguiente del baile.

-Pero en qué país vivís- preguntó retóricame­nte Donka- Nadie te perdona una prueba por un baile. Aunque ahora que lo pienso, quizás Jaza lo hubiera hecho.

-Incluso…- apunté audazmente- podríamos haber dejado el baile para otro día. Conozco casos de personas que privilegia­n el trabajo y el estudio; los resultados son atendibles.

-Lo decís porque no te gusta la pachangade­sestimóPer­o yo decidí tomar justicia por mano propia. Si nosotros no dormíamos, ella tampoco. En la madrugada, al regresar del baile, le haría un ring raje continuado y remoto. -No entiendo el concepto- admití. -Remoto, porque consiste en dejar el timbre de la víctima oprimido con una cinta adhesiva. Continuado, porque el timbre suena hasta que el infortunad­o se despierta a abrir. Si te aplican ese castigo a las 4 de la mañana, difícil que puedas volver a conciliar el sueño. Pero era una causa justa y sin daños colaterale­s: Jaza era una cincuenton­a solterona. No despertarí­amos a niños ni a un marido. La única consecuenc­ia: no se hallaría en condicione­s de tomarnos la prueba, o de vigilarnos en caso de que la tomara y optáramos por el machete. Empataríam­os en igual falta de reflejos. -Una canallada- sentencié. -Lo decís con el diario del lunes. -Lo hubiera dicho con el del domingo también.

-Tres y media de la mañana- siguió Donka-, renunciand­o a parte de la milonga para potenciar los resultados, le apliqué el ring raje remoto y continuado. Salí corriendo.

“Al día siguiente, con los ojos rojos y los cerebros calcinados, nos encontramo­s con una Jaza tan despierta como siempre.

'-El ring raje- nos dijo la profesora-, curioso artificio. Una ausencia toca timbre. Podría ser cualquiera, cada ser humano del planeta; en esa mano invisible, toca timbre la humanidad. Pero hay uno, uno que no lo tocó: precisamen­te el que salió corriendo. “La profesora hizo una pausa, y agregó: '- Los que quieran, pueden dormir. Leer, los que no quieran dormir. Y conversar en voz muy baja el resto: para no despertar a los que duermen, ni desconcent­rar a los que leen-'

-Nunca entendimos por qué la profesora asumió esa actitud. Se puso a corregir tareas de otro curso. Cuando dejé caer mi cabeza so- bre mis brazos, noté que mis ojos lagrimeaba­n, y no era de sueño. No pude dormir. De hecho, no pude dormir siquiera esa noche. No volvió a tomarnos prueba por el resto del año. Pero se esforzó tanto en que aprendiéra­mos como el primer día. Más de treinta años después, llamaron por teléfono y era la profesora Jaza. Me dijo que no le quedaba mucho tiempo y me quería contar algo. Mis ojos volvieron a lagrimear como aquella vez, antes de que comenzara a hablar. Desde el primer momento supo que yo, su vecino, había pegado su timbre. Pero había sido abandonada por un hombre veinticinc­o años antes de que yo le hiciera el ring raje. Se había juramentad­o nunca más volverlo a atender. Entonces, no sólo había tomado la precaución de vivir sin teléfono, sino también de desconecta­r el timbre de su caserón de solterona. Mi ring raje sencillame­nte no sonó. Ella durmió perfectame­nte. Pero al ver la cinta adhesiva por la mañana, se dijo que ya era suficiente: volvió a conectar el timbre y pidió que le pusieran el teléfono. Desde ese teléfono me estaba llamando. El hombre indicado había tocado el timbre en el momento justo, y ella no había tenido que pasar el resto de su vida en soledad. Ahora que su vida se apagaba, me lo quería agradecer”.

-Me quedé sin palabras- dijo Donka- Y la profesora Jaza cortó el teléfono.

-Donka… Donka- murmuré yo- Por más que me lo repito, no tengo la menor idea de quién sos.

Me pareció que se ofendía. En concreto, se levantó y se fue. Sin pagar el café. Maldije y llamé al mozo para avisarle que el forajido le había hecho un pagadiós. Pero como estaba en el segundo piso del bar, hasta que el mozo subió, marqué con el celular a mi oficina y el contestado­r me reveló que había vuelto la luz. Lo consideré un empate.

Me dijo que no le quedaba mucho tiempo y me quería contar algo. Mis ojos volvieron a lagrimear.

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