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Un paseo por el Delta, de noche y en kayak

Una manera muy diferente de recorrer ríos y arroyos: se disfruta el paisaje y de paso se hace ejercicio...

- Pablo Vaca pvaca@clarin.com

Hay algo hipnótico en el remar. El chasquido de la pala contra la superficie, el balanceo rítmico de brazos y hombros, la resistenci­a del agua al movimiento del remo. Poco a poco, la actividad lleva a un trance. Más cuando se realiza de noche, y sólo se ven sombras y contornos, sin sorpresas para los ojos. Es embriagant­e la sensación. Hasta que un sexto sentido indica que no todo anda bien. La mente sale del letargo, las alarmas internas se encienden y sí: los pilotes de un muelle elevado, de esos que hay miles en el Tigre, están demasiado cerca. La colisión es inevitable. Remo en reversa, adiós al ritmo, hola al sofocón y… ¿dónde habrá quedado mi paz interior? Difícil la ciencia del mantra para el remero novato.

Estamos en el Delta del Tigre, de noche, y el bote sobre el que remamos es un kayak de travesía, en este caso, para tres personas. Se trata de una salida de cuatro horas y media en total, que arranca a las 19 en Paseo de la Victoria 50, donde una docena de excursioni­stas con distintos grados de experienci­a (cero, en algunos casos) en el arte del remo nos encontramo­s dispuestos a una velada de sábado diferente.

Queda claro que el elemento esen- cial para la superviven­cia aquí no es el chaleco salvavidas sino el repelente de mosquitos. Quien no se rocíe con generosida­d, se expone a morir desangrado por esas impiadosas alimañas voladoras, que alcanzan en esta zona tamaños sorprenden­tes. Además, conviene vestirse cómodo, pero cómodo para mojarse, lo que será inevitable. Es decir, en un extremo de la incomodida­d estará traerse ese pulóver de lana adquirido en Bariloche durante el viaje de egresados, cuyo secado puede demandar una quincena, y en el otro una remera dry fit, que deja pasar la transpirac­ión y se seca en instantes. Lo mismo para el calzado: van bien las ojotas o las Crocs, van mal las All Star rojas con medias de algodón.

También al comienzo conoceremo­s a Patricio Redman (54), instruc- tor con más de 30 años de experienci­a en esto del kayak y quien nos guiará a lo largo de la noche. Por lo pronto, reparte de manera equitativa a novatos y veteranos en botes dobles o triples (él y su ayudante, Diego Aguirre, van en individual­es) y nos cruza de a pares hasta la otra orilla del río Luján, que es la 9 de Julio del Tigre, por donde navegan barcos que desde el kayak se ven enormes: es como ir en skate al lado de un camión.

Una vez todos a salvo sobre el arroyo Fulminante, llegan las instruccio­nes de seguridad. Hay que ir en fila, sobre la mano derecha, atentos a que nunca falta un salame sin luz que va rápido en lancha (igual que en las calles porteñas). Nos dan una linterna frontal de cabeza y nos enganchan una luz roja de posición, titilante, al chaleco salvavidas.

Un párrafo aparte es para quienes estén en el asiento trasero de cada kayak: ellos serán responsabl­es de la dirección del bote. El famoso timonel. Básicament­e, si uno “clava” la pala del remo a la derecha, el kayak girará hacia allí, pero ojo que si uno rema fuerte solo con la derecha se doblará a la izquierda. Además, si la “clava” demasiado, frena. Y como se descubrirá a la brevedad, una vez que se vence a la inercia y se agarra velocidad es una cosa, pero “arrancar” es otra. “Arrancar” todo el tiempo porque el timonel equivocó la dirección o frenó de más es garantía de destrucció­n de bíceps, hombros, abdominale­s y otros. Encima, si hay que hacer marcha atrás (cuando como contaba al principio, uno está a punto de colisionar con- tra un muelle) la cosa se vuelve mucho más complicada y el inexperto como uno siempre tenderá a remar para el lado opuesto al debido.

Así que comienza la travesía propiament­e dicha. Una primera hora y media de remo non stop que es el corazón de la aventura. Y lo primero que sorprende, como nos sucede siempre a aquellos que vamos al Tigre cada tanto, es volver a descubrir que a apenas una hora del centro porteño exista este lugar maravillos­o, no virgen pero casi. Y silencioso (de noche).

Entre remada y remada, vamos por el arroyo Gambado, pasamos por la casa museo de Haroldo Conti, cruzamos el río Sarmiento (de unos 150 metros de ancho), navegamos por el canal Rampani, otro rato por el Abra Vieja y al llegar al restaurant­e Beija Flor pegamos la vuelta hasta el Sarmiento, donde atracamos en la base de Redman. Justo a tiempo, porque a esta altura, el dolor en el coxis (por llamarlo de una manera elegante) está a punto de hacerme llorar.

Un par de hamburgues­as reparadora­s (hay opción para vegetarian­os también), una fogata bienvenida, café y torta de postre, charla con los compañeros sobre las distintas peripecias de la salida y de vuelta al kayak, aunque la mayor parte de nosotros daría su reino por un motor que nos releve de la tracción a sangre.

Una media hora más de remada nos depositará en el mismo lugar del que partimos, con la sensación de que estas cosas habría que hacerlas mucho más seguido: hacen bien a la cabeza. Aseguran, también, que al cuerpo. En un par de días, cuando se me vaya esta agonía que me impide levantar los brazos, les cuento.w

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Más fácil de a tres. El cronista, en el medio, acompañado por Cecilia Krall (36) y Guillermo Chulak (41). Los kayaks de travesía son ágiles y estables.
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El grupo. La “flota” de kayaks avanza: no hace falta saber remar para hacer la excursión.

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