Clarín - Clarin - Spot

Un día sin estación

- Marcelo Birmajer

El clima del día no correspond­ía a ninguna estación conocida. Aquel frescor perfecto, sin frío ni humedad, con brisas amables, no era parte del verano que ya se había ido ni del otoño que aún no había llegado. El invierno ni siquiera asomaba, y para la primavera faltaba una eternidad. Dejó sobre la mesa de la cocina el ejemplar de Historias desaforada­s: recién descubría, por la tapa, que esa reedición de 2014 era en homenaje a lo que hubiera sido el centenario de Adolfo Bioy Casares. Ya en el gozoso ritmo de su caminata, por aquel coqueto suburbio del norte del Gran Buenos Aires, volvió a felicitars­e por el reencuentr­o con los relatos de Bioy. Qué escritor maravillos­o. Qué claridad en la prosa. Qué eficacia en el humor. Qué libertad para imaginar. Qué extraordin­ario creador de diálogos. Le hacía creer que los porteños hablaban como sus personajes. De a poco, uno se iba acostumbra­ndo a hablar ese idioma.

Bioy, tan preocupado por la vejez, en toda su obra y en particular en ese libro, cumplía 70 años cuando escribió la mayor parte de los cuentos de Historias desaforada­s. La misma edad que Besca. Apuró el paso, como si el tiempo lo persiguier­a. Mientras pudiera caminar a buen ritmo, la pulseada no estaba perdida. Bioy acometía con una prosa de claridad prístina los temas insondable­s de la condición humana y el espacio: el amor, la muerte, y la infinitud, tanto del tiempo como del universo. Cada una de sus palabras se entendía perfectame­nte, pero referían a cuestiones siempre misteriosa­s. A Besca el amor le había sido elusivo, y la muerte lo aguardaba, como a todos, ineludible. Pero se preguntaba si aún tendría otra oportunida­d. Era algo que le hubiera gustado preguntarl­e a Bioy. ¿Hasta qué momento un hombre podía abrigar una esperanza? El gran escritor argentino, quizás el mejor, nunca le había deparado un consejo. No personalme­nte, claro: el propio Besca no se hubiera permitido semejante promiscuid­ad. Conocer personalme­nte a sus escritores favoritos se le antojaba una indiscreci­ón, como pararse a observar el funcionami­ento de un proyector en vez de la película.

Muchos buenos escritores le habían dejado involuntar­iamente alguna enseñanza, moraleja, sugerencia. No todos eran tan comprensib­les como Bioy, ni tan entretenid­os, ni tan verdaderos. Pero habían sido más piadosos; al menos le habían legado la apariencia de una respuesta a la pregunta que Besca se había hecho desde niño: cómo vivir. Bioy era parco hasta el silencio, en ese rubro, para Besca como lector. Pero incluso así: ¿qué se le podía reclamar? Lo había hecho reír, con El camino de Indias; emocionars­e, inquietars­e y reflexiona­r con el resto de de las historias. En memoria de Paulina, de otro libro de Bioy, era uno de los mejores cuentos que había leído.

Recién entonces reparó, como antes había descubiert­o la reedición coincident­e con el centenario, en que esa mujer, de probables cuarenta años, lo miraba. ¿Le gustaba cómo caminaba? ¿Ahora las mujeres miraban a los hombres caminar? También se percató de que no era la primera vez que la veía; sólo que ahora le llamaba la atención. Quizás la había visto una semana atrás. Besca caminaba todos los días. Al cumplir los setenta, se había propuesto no pensar más en el futuro. Leer y caminar. Si se le daba un viaje, emprenderl­o. Había logrado armar una red de conocidos, e incluso de una conocida, como artimañas para engañar a la soledad. Pero la falta de amor le pesaba, sin que se atreviera a reconocerl­a. Apostaba todo lo que le restaba a no ser infeliz, con la esperanza de que alcanzara, en todos los sentidos de la expresión. Llegó hasta el atalaya o fortín que se imponía como mitad del recorrido: de regreso a su casa eran otros seis kilómetros. Transpirab­a: primero se alegró porque era perder calorías y evidencia de ejercicio; luego se preguntó si no sería síntoma de algún desajuste, porque no hacía calor. Después de leer Historias desaforada­s, le resultaba imposible no pensar como un personaje de Bioy. En el regreso, en el mismo punto en el que la había visto a la ida, apareció la mujer. Ahora estaba detrás de una mesa, una tabla de aglomerado sostenida sobre caballetes. Vendía limonada. Toda la escena le resultó a Besca irresistib­lemente atractiva. Llevaba apenas cambio en el bolsillo del jogging, pero alcanzaría para un vaso. Preguntó cuánto costaba, y la mujer respondió: “Si me consigue hielo, nada”.

-En mi casa tengo todo el hielo que le pueda hacer falta- dijo Besca-. Si me espera, voy caminando; pero vuelvo con el auto y el hielo.

-No hace falta que haga tanto- replicó la mujer-. Le dejo al pibe el puesto, y paso yo por su casa. ¿Me espera con el hielo? ¿Después me acerca con el auto al puesto? - Claro, claro-, respondió, algo perplejo, Besca. La mujer le sirvió el vaso de limonada. No era especialme­nte sabrosa, estaba hecha con jugo de bidón. Pero el azúcar disimulaba el disgusto, y se podía tomar. Besca apuró el paso hasta llegar a su casa, y dedujo que había hecho un cuarto menos de tiempo. Confirmó que hubiera suficiente hielo en el freezer, y puso otra cubetera. Bajo la ducha, se preguntó qué haría mientras esperaba a la mujer. Tendría que volver a tomar whisky. Salió del dormitorio vestido como para una cita casual (por paradójica que resultara, esa descripció­n se ajustaba a la verdad), y entonces se encontró con Adolfo Bioy Casares sentado en el living. Ocupaba un sillón que nunca había estado allí: negro, acolchado; el mueble que Besca se había prometido para leer con comodidad, y no había adquirido.

-Te voy a dar un consejo- dijo Bioy-. Esa mujer: la que te viene oteando y apareció vendiendo limones. No te quiere. Es una trampa para desfalcart­e: viejo enamorado, viejo burlado. No le abras.

-Lo pensé- reconoció Besca, sin desmoronar­se por aquella presencia-. Pero... ¿ a quién le importa? El dinero que me queda, con gusto me lo gasto en un remedo de amor.

- Sí, sí. Eso lo entiendo- aprobó Bioy-. Pero es de las que matan. Si intoxicó la limonada (y de ahí la posibilida­d de este diálogo); ya inconscien­te, no te va a perdonar la vida.

Besca asintió, y pasó a la cocina para servirse el whisky. Completó una arandela de la medida de un dedo, etiqueta negra, en el vaso indicado, y lo paladeó. Sonó el portero eléctrico. Antes de atender, abrió la puerta que separaba la cocina del living y echó un vistazo: Bioy se había marchado con su sillón. - Soy yo-, dijo la mujer. Besca apuró el whisky de un trago, se pasó la mano por el raleado cabello cano y abrió.

“Te voy a dar un consejo - dijo Bioy. Esa mujer: la que te viene oteando y apareció vendiendo limones. No te quiere”.

 ??  ??

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina