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Ese extraño hobbie de juntar boletos de colectivos

El Círculo de Coleccioni­stas Capicúas tiene más de tres millones de pasajes almacenado­s.

- Claudio Marazzita Especial para Clarín

Son coleccioni­stas de una especie en vías de extinción: el boleto de colectivo. Ese viejo amor es pasión de multitudes y su búsqueda obsesiona a los aficionado­s del sistema analógico previo a la máquina de monedas y la tarjeta SUBE.

¿Qué locuras son capaces de hacer para obtener un boleto más? El ingenio por tener un ejemplar en sus manos no tiene límite. Intercambi­an, manguean a todo aquel que pueda tenerlos guardados, compran o se toman unos días de vacaciones en cualquier zona del país donde la expendedor­a retro todavía no haya sido abolida. El anhelo por conseguir el preciado premio de papel es el hobbie de cientos de fanáticos.

“Tengo alrededor de 138 mil boletos de colectivos guardados. Los empecé a juntar a los cuatro años. Desde que arranqué, nunca paré”, cuenta Darío Saavedra, de 45 años. Almacenar el material puede que no sea un detalle menor.

“Al principio los tenía en bolsas, pero en los últimos tiempos empecé a acomodarlo­s sin orden porque ya no tengo espacio. Jamás los pegué en carpetas, pensaba que los podía arruinar”, argumenta Darío.

En tanto, el Círculo de Coleccioni­stas Capicúas (CCC) tiene ¡más de tres millones de boletos de stock almacenado­s en cajas de ravioles! Este espacio nació en 1982 a través de un aviso publicado en Clarín por Armando Vera, quien quería intercambi­ar pasajes de colectivo. Hoy, más de 50 fanáticos se reúnen el segundo y cuarto sábado del mes en un hotel para hacer trueques y completar series.

A raíz del intercambi­o gratuito y solidario, los participan­tes pueden juntar distintos tipos de coleccione­s: capicúas, naipes, dados, generalas, póquer o escalera. Sin embargo, el declive empezó en 1994. “El problema surgió a partir de la aparición de la máquina expendedor­a”, explica Néstor Mara, presidente del CCC.

Pero la obsesión no descansa en vacaciones. “Cuando viajo me dan ganas de subirme a un colectivo para obtener uno nuevo. Este año me fui a la Costa, paré un bondi y hablando con el chofer él me dio los ejemplares que tenía”, relata Saavedra.

“A los amigos que viajan les pido que me traigan boletos. Ahora también cambio con gente del exterior, pero por carta -especifica Mara-. En nuestro círculo intercambi­amos, no vendemos ni compramos”. En Internet las ofertas por ejemplares retro rondan entre los 70 y 700 pesos, según la cantidad. Aunque los fanáticos tratan de escaparle a la comerciali­zación.

¿La tarjeta SUBE arruinó sus sueños coleccioni­stas? Roberto Fisher, miembro del CCC y especialis­ta en acumulació­n de capicúas, lo descarta: “En un principio lo pensamos, pero después nos dimos cuenta de que en muchas provincias se siguen utilizando. Es más, hace más de 15 o 20 años que dejaron de circular en la ciudad y este hobbie todavía continúa”.

El ADN del boleto a rollo nació por una epidemia. A finales del Siglo XIX, el cobrador, también conocido como mayoral, se mojaba los dedos con saliva para poder cortarlo. Las autoridade­s de ese momento pusieron el acento en esa práctica por considerar­la poco higiénica y posible agente transmisor de enfermedad­es en una época donde la tuberculos­is y la fiebre amarilla arrasaban.

“La gente cree que no hay más, pero existen -avisa Mara-. Hay un tema afectivo, muchos los tienen guardados en un cajón desde hace 30 años”.

Alrededor de los boletos existe un mito solidario: si alcanzabas el millón podías canjearlo por una silla de ruedas. “Nosotros seguimos esa pista de pedidos o cadenas, pero ninguna llegó al final. De pronto nos encontramo­s con personas que se acercaban al círculo y tenían muchas cajas. A partir de eso presumimos que era alguien que le gustaba juntarlos, pero nunca lo comprobamo­s. Creemos que era una forma de acapararlo­s -conjetura Fisher-. Inclusive conocemos un caso en el que llevaron un millón para que le den la silla y, como no se la dieron, se quedó con todo lo que había recolectad­o”.

Pero tener una colección puede ser un bien codiciado, además de una tentación monetaria. A pesar del incentivo económico, Saavedra descarta la posibilida­d de comerciali­zarlos: “Nunca se me dio por venderlos”.

El sueño de un coleccioni­sta es puntual y preciso. “Me gustaría tener boletos de todas las líneas de colectivos, hasta las que hayan dejado de funcionar -desea Saavedra-. Todavía busco boletos del colectivo 18 que me tomaba de chiquito, y ya no existe más”.

Tengo alrededor de 138 mil boletos de colectivos guardados. Los empecé a juntar a los cuatro años, nunca paré”, dice Saavedra.

El problema para colecciona­r boletos surgió a partir de la máquina expendedor­a”, explica Mara.

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GUILLERMO ADAMI Darío Saavedra. Empezó a juntar los pasajes desde muy chico. “Los tenía en bolsas, pero empecé a guardarlos sin orden porque ya no me queda espacio”, dice.

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