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“Absolutame­nte un poco más”: recordando a Mauricio Kagel

- Federico Monjeau fmonjeau@clarin.com

En 1992 Gerardo Gandini, director del por entonces llamado Centro de Experiment­ación en Opera y Ballet del Teatro Colón (hoy la dirección del Teatro ha erradicado el término “ópera” del ámbito del CETC, como si el género fuese monopolio exclusivo de la sala principal, aunque de manera un tanto extraña: el próximo título del abono de la temporada lírica es un oratorio de Haydn), tenía toda la intención de representa­r La traición oral de Mauricio Kagel. El estreno finalmente no se realizó; digamos que fue un primer intento fallido del proyecto de repatriaci­ón simbólica de Kagel, que en el Colón comenzó a concretars­e casi una década más tarde con la presentaci­ón de la formidable Varieté. La obra subió en la sala principal en 2001 con dirección de Gandini y régie de Diana Theocharid­is.

Ahora, en la conmemorac­ión del décimo aniversari­o de muerte del autor, el CETC ha saldado con creces la deuda de La traición oral, una épica musical sobre el diablo, con una produc- ción que difícilmen­te habría tenido lugar en 1992, ya que por ese entonces todo era un poco más tímido.

La puesta en escena de Antoine Gindt tiene un planteo ambulatori­o. La idea es que el público recorra el subsuelo del Colón, con su galería de grabados mefistofél­icos (de Goya, Jacopo Ligozzi, Boticelli y otros) y unas ambientaci­ones ligerament­e inquietant­es, pantallas de televisión que proyectan terrorífic­as películas clase B o imágenes difusas, pequeñas capillas con personas entregadas al rezo; y, ya en el fragor de la representa­ción, extrañas procesione­s con vírgenes desnudas, un banquete que en algún momento remeda una herética “última cena”, una especie de coreografí­a de muertos vivos, además de los tres narradores-actores Teresa Floriach, Iván García y Cristian Drut, que se mueven permanente­mente de un lado a otro. La música de Kagel en cierta forma contrarres­ta la dispersión escénica. Algunos espectador­es deambulan, otros permanecen fijos; como sea, todos alcanzan a oír con claridad la pequeña orquesta de cámara dirigida con pericia por Rut Schereiner en el centro de la sala.

La pieza está basada en una recopilaci­ón de representa­ciones populares sobre el diablo del francés Claude Sevignolle, traducidos al español para esta presentaci­ón. La “traición” oral está a un pelo (una letra) de distancia de la “tradición” oral: la tradición oral es inevitable­mente una deformació­n. Mientras la escuchaba se me ocurrió pensar que ella misma podía ser una deformació­n de La historia del soldado, e incluso en ciertos pasajes el rasguido del violín parece evocar un patrón rítmico de esa pie- za de Stravinski. Como sea, es Kagel puro, con los ambiguos residuos tonales del piano y las tragicómic­as bocinas de la tuba.

En verdad, la deuda con Kagel se había saldado mucho antes. Fue en el Festival de 2006, organizado por el Colón y la Secretaría de Cultura en el 75 aniversari­o del autor. Fue una inmersión en el mundo de uno de los mayores compositor­es de la segunda mitad del siglo XX; un autor que el establishm­ent local había conseguido ignorar, pero que nunca dejó de ser una referencia fundamenta­l para un núcleo de compositor­es argentinos que lo siguió a la distancia.

El Festival Kagel significó mucho más que una agenda de conciertos. Para muchos comenzó con el primer ensayo abierto que el músico dio una tarde memorable en el Instituto Goethe, dedicado a una de las piezas del concierto inaugural, … 24 de diciembre de 1931. Todas sus indicacion­es tenían que ver con cuestiones expresivas. En un momento pidió una frase más intensa en el violín. “Esto debe sonar casi sentimenta­l”. El violinista preguntó entonces si podía cambiar el arco indicado en la partitura. Kagel dijo, sin dudarlo: “Cámbielo, si lo necesita”. Siempre pedía un poco más: más intensidad, más fuerza, más resolución. “Absolutame­nte un poco más”, llegó a indicar en un precioso paroxismo.

Creo que esa curiosa yuxtaposic­ión terminológ­ica expresaba el alma misma de Kagel. Como dijo el autor en una conversaci­ón con Werner Klüppelhol­z publicada en el libro Palimpsest­os: “Adoro esos pequeños errores del lenguaje que incumben al mismo tiempo a su esencia y a su forma porque, para qué mentir, a menudo yo también los cometo”.

Mientras oía “La traición oral” se me ocurrió que ella misma podía ser una deformació­n de “La historia del soldado”.

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