El momento tan temido: ¿cómo “depurar” tu biblioteca?
En clave humorística, seis autores aceptaron el juego de contestar si podrían desprenderse de algunos libros en nombre del orden y el minimalismo contemporáneos, a partir de una serie que se volvió fenómeno viral.
Partamos de la base de que esto es un juego. Después de que la gurú del orden Marie Kondo terminara de convencer a millones de lectores y espectadores de su programa en la plataforma Netflix (el reality¡a ordenar con Marie Kondo!) de que solo ciertos objetos y prendas –y no otros– nos “proveen felicidad” y son los únicos que merecen ser conservados, sobrevinieron también las críticas y las reacciones adversas. Por ejemplo, entre quienes se sorprendieron y enojaron frente a la propuesta de que su método alcanzara las bibliotecas: treinta libros es suficiente, llegó a sugerir la japonesa entrenada en la estética del minimalismo.
¿Acaso alguien que ame los libros podría conceder que éstos puedan ser descartados por una mera cuestión decorativa? La sola idea de equiparar los libros a las prendas viejas provoca fastidio: está claro que la pasión por la lectura y la consecuente acumulación de volúmenes –a veces excesiva, hay que admitirlo– suele obedecer a razones bastante más personales que a cómo presentamos nuestro living a las visitas.
Sin embargo, considerando que, como plantea Fernanda García Lao, cualquier biblioteca es de algún modo una prolongación de la mente de un lector, la selección de aquellos libros que conservamos y aquellos de los que, en cambio, preferiríamos donar para que integren la de algún otro lector, acaso pueda no ser pensada como un sacrilegio.
Bajo esa premisa, una serie de autores se prestaron –con una necesaria cuota de humor– a la propuesta de revelar qué títulos o autores no forman parte de sus elecciones actuales: “Hay libros que odio de autores que admiro”, admite Pablo De Santis. Otros le producen, directamente “aversión, aburrimiento o fastidio”. Guillermo Martínez también asume que podría sacrificar algunos sin tana ta culpa. Cada uno esgrime sus propias razones. Un dato curioso es que la propia Kondo termina exiliada de las bibliotecas de varios de los consultados, bajo los mismos argumentos que ella esgrime para decidir qué deberíamos preservar: su método no les provee felicidad.
Pablo De Santis “Con tope: si compro uno, otro debe irse”
El político inglés Samuel Pepys (16331703), autor de un famoso diario, tenía tres mil libros en su biblioteca. El número era invariable: cuando compraba un título nuevo, otro tenía que salir.
En casa nunca aplicamos ese método, aunque los libros ya han desbordado hace mucho las bibliotecas y se extienden por toda superficie. Alguna vez empecé escribir la historia de un “asesino de libros”, un bibliófilo y librero que compensa su amor por los libros con la destrucción a través del agua y el fuego. Se preocupa por destruir libros valiosos, a diferencia de lo que uno suele hacer cuando se deshace de libros: descubrir en los estantes motivos de aversión, de aburrimiento, de fastidio.
Entre los libros condenados está Mr. Holmes, de Mitch Cullin, que usurpa al personaje de Conan Doyle para una historia deprimente, sin misterio ni encanto. No menos deprimente y sin sentido me pareció Animales nocturnos de Austin Wright. A veces hay libros que odio de autores que admiro, como El jardinero fiel, de John Le Carré, que pertenece a la época en que abandonó su propia arcadia, la guerra fría, para tomar temas “candentes”, traicionando su poética. Stephen King es otro autor que tiene obras que pueden ser arrojadas a la hoguera sin remordimientos: La chica que amaba a Tom Gordon o La cúpula, por ejemplo. Me encanta Kazuo Ishiguro, pero El gigante enterrado me resultó falso y confuso. El lector capaz de llegar al final de Los inconsolables merecería de premio un viaje al Caribe. También pongo en el index IQ84 de Murakami, en parte por culpa del autor y en parte del impresor: mi ejemplar tiene muchas páginas en blanco. Otra biblioteca con número fijo es la del capitán Nemo. Pero más amplia que la de Pepys: 12.000 ejemplares. Podemos preguntarnos qué es mejor: una biblioteca más chica, pero que acepta la novedad (y exige la expulsión) o una más grande pero congelada. Creo que prefiero a Pepys. Además, quien desordena los libros de Nemo puede terminar hundido en la biblioteca de la Atlántida.
Guillermo Martínez “La página 10”
Siempre me da algún remordimiento tirar libros, quizá porque en la biblioteca Rivadavia, a la que iba en la infancia, cada libro tenía una etiqueta: “Todo libro merece ser leído hasta el final”. Con los años, sin embargo, aprendí a reducir esta máxima a: todo libro merece ser leído hasta la página 10. Enviaría el de Marie Kondo si lo tuviera. Después, aunque con muchísimo más dolor, los libros que leí en letras que ahora me parecen diminutas. (¿Por qué no me resigno a leer con lentes? ¡Estás dando muchas ventajas!, diría mi oftalmólogo). Quedarían para el final, para “cuando ya no importe”, los libros subrayados por esa otra persona extraña, y a veces ininteligible, que uno fue muchos años atrás.
Fernanda García Lao “Aunque sean oscuros me dan alegría”
En casa tengo cuatro bibliotecas atestadas, cinco mesitas. Y ningún libro feliz. Son oscuros casi todos pero me provocan alegría. No quiero prescindir de ellos. Los que no me interesan no están. Un libro es una extensión de la cabeza de su autor y me gusta ocupar cabezas ajenas, con la mía no me basta. Cabezas que me pongan en contradicción, listas para ser devoradas.
La verdad es que no compro libros que no resistan una primera lectura. Leo mucho de parado. Soy pre Kondo. No adquiero novedades hasta que se ponen viejas. Voy detrás de cada libro de manera muy puntual. Si se cuela un prescindible, aconsejo abandonarlo. Dejar libros por ahí, en lugares estratégicos, es muy recomendable. En baños, sobre todo. Familias con problemas gástricos serían ideales.
Agustina Bazterrica “Dono ropa, zapatos, muebles... los libros son sagrados”
Al tacho no tiraría nada. Donaría, regalaría, reciclaría. De todas maneras me resulta muy difícil pensar en la posibilidad de desprenderme de mis libros porque según la propia Kondo hay que quedarse con los objetos que uno lo hagan feliz, y los libros me hacen feliz. No tengo problemas con las otras cosas. Dono ropa, zapatos, muebles (Kondo estaría muy orgullosa), pero los libros son sagrados. Incluso con los apuntes de la facultad que estaban prolijamente guardados en 20 cajas, ahora que me mudé y no tengo lugar, los estoy escaneando y reciclo el papel. Uno nunca sabe cuándo puede necesitar ese texto sobre “Participación indígena en la conformación de patrones religiosos y artísticos en las misiones jesuíticas guaraníes”, por ejemplo.
Ahora, si un día aparece Kondo y me amenaza a mano armada para que me deshaga de algunos libros porque el desborde de mi biblioteca interfiere con su universo zen, empezaría con los de autoayuda, porque me producen efectos paradojales y colaterales. No hay nada mejor que me dictaminen ¡Sé feliz!, ¡Logra tus objetivos!, ¡Sigue tu corazón! para que emerja la psicópata que hay en mí.
Después regalaría los diccionarios porque sé que puedo recurrir a internet y me arriesgo a que cuando llegue el apocalipsis zombie no necesite buscar el significado de ninguna palabra. Mientras corrés por tu vida nunca está de más saber qué significa la palabra “Pneumonoultramicroscopicsilicovolcanoconiosis”. Pero, quizás, en esas circunstancias sea más importante evitar que te coman el cerebro.
Después seguiría con los míos, porque ya está, los escribí, de alguna manera están en mi cabeza (mientras no me visite el señor Alzheimer). Por último, con mucho pesar, donaría aquellos libros que no me interpelaron, que me parecieron mal escritos, plagios velados, complacientes. De esos libros también se aprende, pero si realmente tengo que elegir y no tengo más opción (Kondo me sigue apuntando con el arma y me grita cosas en japonés que no entiendo) me quedo con los que volvería a leer una y otra vez. (No le digan a Kondo, pero son más de 30.)