El Museo del Prado, casa de grandes maestros, celebra sus dos siglos
Preserva pinturas de Goya, Velázquez y El Bosco, entre otros creadores. Cómo se formó su colección.
Al inicio de uno de los documentales dedicados al Museo del Prado, realizado por el fotógrafo Ramón Masats en 1965, cuyos protagonistas son antes que los fondos del museo sus visitantes, se escucha: “Un Rey Carlos III pensó un día: hagamos en el Prado Alto un museo de ciencias naturales, a una Reina Isabel de Braganza se le ocurrió más tarde instalar en aquel lugar la galería del Museo del Rey, llamada hoy en todo el mundo Museo del Prado”. Esta síntesis narrativa permite conocer los movimientos previos a la fundación del Museo en 1819.
Su inauguración siguió el efecto dinamizador que supuso para las colecciones reales la apertura del Museo del Louvre en 1793. Bajo el reinado de Fernando VII el museo abrió sus puertas el 19 de noviembre de 1819, exponiendo los fondos de obras procedentes de las Colecciones Reales y de artistas vivos, entre los que se encontraba Francisco de Goya, el gran cronista visual del siglo XVIII español y uno de los artistas con mayor presencia en El Prado.
Sus pinturas permiten configurar no solo la sociedad política y aristocrática de su época. Porque el artífice de La maja desnuda, que inició su andadura como pintor de cartones de tapices para la Real Fábrica de Santa Bárbara y fue nombrado en 1786 pintor del Rey, no sólo se dedicó a retratar las altas esferas de la sociedad. Son incontables las muestras de su interés en introducir la vida popular en sus lienzos. El solo hecho de leer títulos como Los cómicos ambulantes o Muchachos trepando a un árbol nos informa de la devoción de Goya por la vida afuera de Palacio.
El gusto artístico de la monarquía española, menos enciclopedista que pasional, estructuró el origen de la colección de El Prado. Su atributo de “museo en formación” le permitió a El Prado recibir hacia el año 1840 piezas provenientes del monasterio de San Lorenzo del Escorial, más de cien obras que habían sido seleccionadas en su mayoría por el rey Felipe II, entre las que se encontraba muy representado Tiziano, su pintor preferido, cuyo fanatismo le permitió al museo disponer de una de las más singulares selecciones del artista italiano.
Pero no fue el único centro de atención del rey. De sus viajes a los Países Bajos surgió una devoción que le llevó a poseer el Matrimonio Arnolfini de Van Eyck, hoy alojado en la National Gallery de Londres o su especial interés en El Bosco, del cual atesoró varias obras y que ofrece a los visitantes de El Prado uno de los momentos más entrañables de su visita: ingresar a la sala monográfica dedica al pintor flamenco y descubrir La extracción de la piedra de la locura, la Mesa de los Pecados Capitales o el Tríptico del jardín de las delicias, que recién abandonó El Escorial para ingresar al museo en 1933. Junto a El Bosco, otros de los legados fundamentales de Felipe II es el conjunto que la colección conserva de Joachim Patinir, siendo El Prado el museo que más obras exhibe de ambos artistas.
A su vez el Palacio Real aportó El triunfo de la Muerte de Pieter Brue- gel el Viejo y muchas de las obras que hoy podemos descubrir de Tintoretto como Judit y Holofernes o Las
bodas de Caná de Veronés. Si bien la colección contaba desde sus inicios con obras flamencas o italianas no disponían de una importante representación de pinturas anteriores al 1500. El modo de enmendar las ausencias se resolvió a través de las donaciones y los legados. Así pinturas de Sandro Botticelli como Escenas de
la historia de Nastagio degli Onesti fue donado por Francesc Cambó en 1941 o el Funeral de san Antonio Abad de Fra Angelico, es parte de la pinacoteca por la donación del XIX Duque de Alba en 2016.
La voluntad por establecer “una cultura de los museos” que caracterizó a la Europa del siglo XIX desde un principio fue interpretada en el Museo del Prado como una puesta en valor del arte español, cuyas fronteras aún no había atravesado. El interés internacional que se despertaría algunos años después por los antiguos maestros españoles, va a ser consecuencia de este tipo de implementaciones.
Durante sus primeros años el museo exponía 311 pinturas y conservaba más de 1.000 piezas de colecciones reales. Este número de obras aumentó al cerrarse el Museo de la Trinidad en 1872, creado tres décadas antes con la intención de agrupar el patrimonio eclesiástico y evitar su venta, y cuya incorporación a El Prado aumentaría considerablemente la cantidad y calidad de obras. Una incipiente política de adquisiciones y el fomento a las donaciones permitió que el museo recibiera en 1829 el Cristo Crucificado de Diego Velázquez, cuyo rostro medio tapado por el pelo nos obliga a detenernos cada vez que lo visitemos.
Con motivo de la celebración del tercer centenario del nacimiento de Velázquez, sus obras que hasta 1899 se exponían junto a las de otros artistas fueron trasladadas a la antigua sala dedicada a las obras maestras. Por primera vez un espacio presentaba a un único artista y exhibía sus obras con cierta distancia. El nuevo paradigma con el que los conservadores pretendían señalar la significancia de un artista no solo tenía en cuenta el modo de observar una única pintura. De las alrededor de 60 obras que El Prado poseía de Velázquez solo 40 fueron expuestas, se trataba de implementar un orden cronológico y criterios artísticos.
El Prado siempre fue un lugar de artistas y Diego de Velázquez uno de sus héroes, por ello a partir de la mitad del siglo XIX el museo se convirtió en una visita obligada. Por tal motivo Claude Monet no duda en escribirle a Henri Fantin–latour hacia 1865: “Cuánto me gustaría que estuvieras aquí: qué alegría habrías experimentado al ver a Velázquez, que por si solo vale todo el viaje (…). Es el pintor de los pintores”.w
En su origen, prevaleció el gusto artístico de la monarquía, orientada por sus pasiones.