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Todo lo que inició la fetua de Rushdie

- Matilde Sánchez msanchez@clarin.com

Algunos historiado­res sostienen que fue entonces –ese día de febrero de 1989– cuando en verdad comenzó el siglo XXI. Fue con la fetua condenando a muerte al escritor de origen indio –y no con el ascenso del ayatollah Ruhollah Khomeini, una década antes– que el islam se salió de su propia pista para entrar a jugar de lleno en la agenda occidental. Por entonces el enfrentami­ento era tan joven que los diarios ni siquiera tenían certeza sobre la ortografía en la transcripc­ión de la palabra árabe, no se había castellani­zado bien su fonética, tan poco habitual incluso en los países árabes. No se dictaban fetuas todos los días ni todos los años. El brillante y joven periodista Claudio Uriarte observaba en su columna que, en rigor, la fetua era una instrucció­n perpetua en una botella arrojada al mar. Podíamos imaginarla como una orden con interminab­les desvíos antes de alcanzar su blanco, porque cualquiera podría ejecutar la maldición en un futuro distante: la fetua solo terminaría con la muerte de Salman Rushdie, porque incluso si la revocaban –y el mismo Khomeini podía hacerlo pero en 1989 nadie estaba muy seguro–, cualquier vengador de Mahoma, ofendido por Los versos satánicos para toda la cosecha, podría argumentar no haber estado al tanto de que la condena se hubiera levantado. Fue la fetua lo que convirtió ese día en una fecha colectiva, en una proyección beligerant­e y reutilizab­le que todavía hoy no tiene un final previsto, aunque el escritor se volviera luego una celebrity y haya anunciado que hace tiempo dejó de cuidarse .

Podemos imaginar que en estas tres décadas, esa emergencia humanitari­a inicial para el gobierno británico, esa mina de oro para los editores –cuidar de la vida del escritor amenazado y dejar el mundo entero abastecido de ejemplares– debieron de convertirs­e en una dura responsabi­lidad y luego en una molestia inenarrabl­e para los anfitrione­s. Aunque no se les compare en ningun otro aspecto, el pobre pionero Rushdie se transfor- mó en una suerte de incómodo Roberto Saviano o Julian Assange. ¡Eso que Rushdie solo quería contar el mágico y a la vez sórdido submundo de los inmigrante­s pakistaníe­s en el barrio conocido como Londonistá­n! No dejaban de ocurrir hechos gravísimos: fueron incendiada­s por vender su novela las principale­s librerías londinense­s y otras dos en California. Irán rompió relaciones con Gran Bretaña, su traductor japonés fue asesinado y en Mumbai, en India, una protesta dejó doce muertos. Y sin embargo, nada fue tan grave en el caso Rushdie como lo sería luego con las caricatura­s a Mahoma en la revista francesa Charlie Hebdo. ¿Entonces fue con Rushdie que la corrección política entre diferentes culturas y religiones pasó a ser una obligación cuyo incumplimi­ento merece un castigo ejemplar?

Hay un lazo que enhebra la Revolución Islámica en Irán, en 1979, la fetua contra Rushdie, la resistenci­a de los mujahidine­s a la ocupación soviética en Afganistán en los 80, que luego se convertirá en gobierno de talibanes, hasta la caída de las Torres Gemelas y el califato del ISIS, más todos los atentados, exitosos o no, organizado­s desde Al Qaeda en adelante, en los que la religión islámica fue instrument­ada en la lucha contra Occidente.

En 2012, al salir en Londres su libro de memorias, Joseph Anton, Rushdie observaba que “en 1989 el mundo estaba convirtién­dose en el que luego ha sido. Ya se habían producido incidentes contra autores en el mundo islámico, acusacione­s de blasfemia e insultos. Incluso el premio Nobel egipcio Naguib Mafouz había sido acusado antes. En 1994 él sería acuchillad­o por defenderme. Pero no se habían difundido antes fuera del ámbito del idioma árabe y del farsi de la India.”

En este sentido, muy temprano Rushdie fue consciente de ser el pretexto de una guerra del futuro, extraño precursor del mundo que vendría –una rara víctima entre dos mundos,quiero decir, entre dos tiempos de la Historia.

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En los 90. Rushdie, en sus primeros años de ocultamien­to.

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