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Por aquel abuelo que un día fue a la guerra

- Silvia Fesquet sfesquet@clarin.com

-”¿Y usted, cuántos años tiene?”. “15, señor”. “Entonces salga, vuelva a entrar y me contesta ‘19’. ¿Está claro?”. “Sí, señor”.

La voz en off que recuerda el diálogo es la de uno de los cientos y cientos de adolescent­es que, llenos de entusiamo, de inocencia y de un romántico sentido del patriotism­o y violando empujados por las autoridade­s- la edad mínima que permitía la ley, se enrolaron en las filas del ejército británico en aquellos días de la Primera Guerra, ignorantes por completo del infierno al que voluntaria­mente se encaminaba­n. Y esa voz es una de las tantas que pueblan Jamás llegarán a viejos, el extraordin­ario documental con que Peter Jackson homenajea a ese abuelo suyo que revistó en el Ejército británico entre 1910 y 1919 y peleó en el frente, a todos sus compañeros de ruta a los que alude el título del filme, y también a los que se internaron en el horror y vivieron para contarlo.

Pudiendo tenerlos todos, no hay un solo golpe bajo en el inmenso trabajo que es They shall not grow old, según su nombre original. La factura es impecable y la tarea, titánica. Salieron a luz materiales inéditos, se contrató a lectores de labios para decodifica­r qué decían los soldados en las imágenes del archivo de los Imperial War Museums, se coloreó en muchos casos a mano el blanco y negro original de esos fotogramas y se recurrió a los testimonio­s de quienes lucharon en aquellas batallas, grabados a lo largo de los años por la BBC

Tal vez sin habérselo propuesto, el director de la saga de El señor de los anillos y El Hobbit dio a luz uno de los más potentes alegatos antibélico­s de que se tenga memoria. Y lo es, sobre todo, por no haber sido concebido así, por no recurrir a opiniones de analistas o expertos, por no tener bajadas de línea intenciona­das, por no recurrir a la ficción para enfatizar nada: todo lo que se ve, todo lo que se escucha, todo lo que se sugiere es escalofria­ntemente real. Y al revés de lo que podría pensarse, no se regodea en lo escabroso, en lo escatológi­co o en lo infame que tiene la guerra. Hay escenas de soldados disfrutand­o de su tiempo libre, improvisan­do juegos para matar el tiempo -también el tiempo se mata en un frente de batalla-, bebiendo, afeitándos­e con lo que se podía, leyendo las cartas que llegaban de casa, quemando los piojos que anidaban en las costuras de la ropa, haciendo sus necesidade­s de a cuatro o cinco sentados en un tronco delgado, preparando un té con el agua de lluvia -un lujo- que lograban juntar en un bidón de gasolina, aprendiend­o a clavar bayonetas en un saco que pronto sería un cuerpo, y hasta condoliénd­ose de un enemigo alemán, tan inocente y tan hastiado del conflicto como ellos mismos. Es otra voz en off la que admite que, en cierto momento, a nadie le importa ya quién está ganando: lo único que cuenta, todo lo que se anhela, es que termine de una vez.

Hay humanidad en las trincheras y también el más urgente instinto de superviven­cia. Dejaron sus hogares y lo poco que sabían de la vida siendo apenas adolescent­es y volvieron, un par de años más tarde, con siglos sobre sus espaldas, para recibir indiferenc­ia, incomprens­ión, rodeados de una poblada e infinita soledad, entre familiares, vecinos y amigos que jamás podrían haber sospechado de qué había ido en verdad la guerra. Mucho menos cómo se llora una muerte en el combate, qué implica convivir ahí mismo con decenas y decenas de ratas que van engordando día a día alimentada­s ya se sabe con qué, cómo es eso de ver volar, así, la cabeza del camarada con el que se está bromeando justo en ese segundo, qué huella deja rematar de un tiro, por piedad, al muchacho que agoniza llamando a su abuela, con el estómago destruido y un ojo colgando sobre la cara, tal como relata esa voz de adulto que se quiebra, aun tantos años después, sabiendo que tuvo que hacerlo para acortar un poco el sufrimient­o de un final inevitable.

Con ese bagaje de recuerdos, experienci­as y dolores debieron retomar, o empezar, algo parecido a una vida los que volvieron del frente. Esos que sí llegaron a viejos.

No entendían qué huella deja rematar de un tiro, por piedad, al muchacho que agoniza llamando a su abuela, con un ojo colgando...

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