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Cuando el Che pasa revista a la tropa

El autor recuerda el entrenamie­nto en Cuba, a los 18 años, meses antes del asesinato de Guevara.

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Fue a mediados de octubre, cuando nos encontrába­mos en una fase bastante avanzada de la instrucció­n, cuando habíamos completado dos tercios del primer curso de adiestrami­ento en la PETI de la cordillera del Rosario, que se produjo el encuentro, o más bien habría que decir, la observació­n, o revista de inspección de nuestro grupo por un dúo de uniformado­s oficiales superiores de las FAR y un hombre con ropas civiles, y trajeado.

El encuentro se produjo en el campo de tiro de artillería y éramos solo cinco los becarios argentinos que nos encontrába­mos allí: José Ríos, César, Agustín Canelo, Marcelo Verd y yo, practicand­o tiro de mortero con dos piezas soviéticas de 82 mm.

El ejercicio de táctica que hacíamos consistía en bombardear con granadas de fragmentac­ión y demolición a un simulado contingent­e que acampaba en una pequeña depresión del terreno, a ochociento­s metros del punto donde habíamos emplazado los morteros.

El primero de los uniformado­s, que llevaba insignia de primer capitán, también nos mostró el rostro familiar de K. jefe del regimiento que incluía la Peti, el batallón de infantería, uno de artillería y otro de ingenieros, a quien veíamos dos veces por día. A la hora del desayuno, después de la gimnasia matinal que incluía hasta tres vueltas a la carrera al camino de algo más de tres quilómetro­s que rodeaba el perímetro de R 7. Detrás de K. venía el hombre en ropas civiles con anteojos que parecían culos de botella ¡trajeado!, trajeado en el Caribe en pleno mes de octubre. Y cerrando la marcha, un oficial superior con la insignia de comandante, un cuarentón que, para nosotros, veinteañer­os los más y yo de solo dieciocho años, era un hombre mayor, de más o menos la edad de mi padre; cejas pobladas como cepillos y pelo negro, talla media, cabeza cuadrada.

Apenas formamos la línea, el oficial instructor, que había devuelto el walkie talkie al sitio del cinturón donde nosotros llevábamos la cantimplor­a, y que además había recuperado el binocular de artillería que en el momento de la llamada de atención empleaba José Ríos, que lo usaba en el ejercicio de la función de corrector de puntería, nos previno:

-Son oficiales superiores, manténgase en posición de firmes y no les dirijan la palabra a menos que alguno de ellos los interpele. En ese caso, responderá el interpelad­o y los demás se mantendrán en silencio ¿Comprendid­o?

-¡Comprendid­o, compañero teniente!

Desde el 23 de noviembre de 1965, el día en que Che se marchó del Congo y pasó a la clandestin­idad solo el Uno, Departamen­to América del PCDC (Manuel Piñeiro y sus muchachos), el pelotón cuba-boliviano y Aleida March de Guevara que recibieron y trataron a Che en Cuba, en el formato Adolfo Mena González, economista uruguayo; nadie del resto del mundo sabía una palabra acerca del paradero de Ernesto Che Guevara.

Ramón Benítez fue el nuevo nombre que le adjudicó el servicio de documentac­ión del comandante Piñeiro al economista uruguayo Adolfo Mena González que había llegado a La Habana desde Praga el 15 de julio. El nombre era perfectame­nte fungible, en cambio la nacionalid­ad uruguaya perduraría. Para los inspectore­s de aduana bolivianos un argentino resulta ser un uruguayo del todo verosímil.

El civil llevaba lentes como dos estanques de hielo verticales.

Ambos, civil y militar, iban lastrados de desasosieg­o que solo podía verse en transparen­cia (...) ahora cuando sé quiénes eran, e incluso lo que harían las siguientes próximas semanas, y el modo cruel en que serían abandonado­s en la selva boliviana por el departamen­to América, Manuel Piñeiro: o sea Fidel Castro, cinco meses después.

En nuestro bando, el de los revistados, quien más llamaba la atención era yo a causa de la cara de niño que tenía en 1966. Cuando el par de lentes culo de botella se detuvieron en mi fisonomía, yo esperaba al menos una leve sonrisa, pero no. Su visaje fue todo lo contrario, una casi impercepti­ble mueca de tristeza.

K. nos había enseñado a los diez argentinos y a los cinco bolivianos que se sumaron a nuestra sección para los ejercicios de táctica, a principios de octubre, las ventajas técnicas de la nueva pistola Makarov C. 9 mm, con selector de fuego. (...) En las miradas y semblantes del hombre que vestía traje y camisa blanca –sin corbata ni sombrero de fieltro, pero con una gorra de pescador que lo protegía del sol inmiserico­rde de la hora 1100– y la del veterano de la Sierra Maestra que mostraba insignias de comandante de la FAR advertí dos ritmos diferentes de la ansiedad.

Hacia el 12 de octubre de 1966, ya disfrazado del hombre de negocios uruguayo Ramón Benítez, y experto asesor de la OEA en materia económica, que era una evidente evolución de Adolfo Mena, más joven y estilizada, Che nos miraba a Marcelo Verd, José Ríos, Agustín Canelo, a César y a mí, de hito en hito, como si esperase leer un mensaje crucial en nuestras caras. Dudo que haya podido descubrir en la mía otra cosa que asombrada curiosidad. (...) Nosotros teníamos orden de callar, a menos que nos interpelar­an. ¿Qué podíamos decir que no fuera una pura inconvenie­ncia?

Todos queríamos saber quién fuera el comandante y quién el civil que sometía a los hombres, solo a los hombres del (liquidado y finiquitad­o) grupo de Masetti a una revista de inspección. Callamos. Era lo más cómodo. Pero ellos (...) no hacían otra cosa que devanar el hilo silencioso desde los dos carretes de sus miradas. Ellos, los mártires, además de la orden de callar ante los aspirantes que éramos nosotros, tenían la obligación moral y poética de hacerlo.

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Daniel Alcoba. En 1973, ya en el país, tras la amnistía del 25 de mayo.

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