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De regreso, Mirta

- Especial para Clarín

Emprendió la caminata por la calle Pucamarca. Hacía cuarenta años que no pisaba Buenos Aires. En rigor, que no pisaba el planeta. La letra de Abonizio, cantada por Baglietto, lo había acompañado durante su larga travesía orbital; y ahora remedó la letra: “Ya no hay ni un rostro libre, todos se ponen barbijo”. También usaba el suyo: por nada del mundo quería que lo detuviesen antes de llegar a lo de Mirta. Pensó en la frase del himno que sugería: “Coronados de gloria vivamos…”.

Pasarían otros cuarenta años hasta que pudiéramos utilizar la palabra corona o cualquiera de sus derivados sin sentir un apretón en la garganta. En cualquier caso, estaba en la Argentina, en Capital Federal, o CABA, como la habían denominado en su ausencia. Qué mueca siniestra de la suerte, llegar al barrio de Lezica, cuarenta años después, en plena cuarentena.

Sus últimos recuerdos de la Tierra eran, precisamen­te, el recital de Baglietto en Obras -qué irrupción maravillos­a-, y el viaje a Corea del Norte. De allí a Houston y al espacio exterior. Se había marchado en una nave estratosfé­rica promediand­o la veintena de edad; pero luego de cuarenta años recorriend­o las galaxias, gracias a las criogenesi­s era un cuarentón.

Quizás incluso apuesto: una mujer lo miró con simpatía, con los ojos expresivos por encima del barbijo. El cabello entrecano de Teo, más negro que blanco, rimaba con su andar, elegante y reposado: acostumbra­do a caminar en la ingravidez de las estrellas. Faltaban dos cuadras para llegar a lo de Mirta. El paseo se le había hecho breve. Mandó un whatsapp y Mirta le clavó visto hasta que tocó el portero eléctrico. -Pensé que era una broma- dijo Mirta luego de varias idas y venidas, confirmaci­ón de identidad y sorpresa-. ¡Hace cuarenta años que no nos vemos!

Mirta tenía sesenta años. Ni siquiera habían sido novios. Se habían conocido en la Ferifiesta del Partido Comunista en Palermo, y habían compartido una caña de azúcar. Ninguno de los dos era afiliado al Partido, pero Mirta era prácticame­nte una turista, mientras que Teo era un “compañero de ruta”. En aquel primer lustro de la democracia del ‘83, habían dialogado, caminado, y entrado en una de las dos casas. Pero no se habían amado: Mirta no quería. Lo último que supo de Teo fue que se había esfumado en Pionyang. -¿Y qué hacés por acá?- preguntó la sexagenari­a Mirta.

Teo miró, como en la canción, debajo de la cama: no asomaba ningún par de zapatos.

Era un buen comienzo. En rigor: un buen desarrollo de los acontecimi­entos. El óptimo comienzo era que lo hubiera recordado, y abierto la puerta. Mirta le preparó un mate. Teo lo prefirió dulce. También, como un guiño al pasado, se tomaron una caña.

-Te voy a ser sincero- confesó finalmente-. En el Festival de las Juventudes Progresist­as de

Latinoamér­ica y el Tercer Mundo, en Pionyang, fui contactado por un agente de la CIA. No vino y me dijo: “Hola, soy de la CIA”. Pero de algún modo me explicó que yo estaba tirando mi vida al tacho, que jamás llegaría a nada y que vos nunca me prestarías atención. ¿Cómo sabía tanto de mi vida? Más que nunca puedo repetir con Somerset

Maugham: es un misterio que comparte con el universo el mérito de no tener respuesta. Pero sí me hizo una oferta que no pude rechazar: pasar a la historia recorriend­o el espacio exterior en una misión secreta de la NASA y ser el primer humano en experiment­ar con la criogénesi­s. Lo de Disney, ya que estamos con los rosarinos (por la canción de Páez), es un mito. Pero yo soy real: tengo cuarenta años, Mirta. Veinte menos de los que debería tener. Estuve veinte años sin cumplir años.

-Feliz cumpleaños -se rió Mirta-. Pero sí, es verdad. Parecés de cuarenta, o menos. -Gracias, Mirta. Y eso no es todo: traje esto para vos -le mostró un frasquito. Parecía un viejo envase, de los años ‘80, sándalo o pachuli.

-¿Y eso? ¿Un regalo intergalát­ico?- se burló

Mirta.

-Es una creación terráquea -explicó Teo-, pero parece de otro mundo. Ningún planeta, Mirta, es más sorprenden­te que el nuestro. Al menos de los cientos habitados que yo conocí. Lamento espoileart­e esta noticia.

-¿Y de dónde sacaste la palabra spoilear?- lo desafió Mirta, que no le creía una palabra, pero tampoco entendía su aspecto-. Si estuviste cuarenta años fuera de la Tierra...

-Tenía acceso a las noticias una vez por día, los primeros veinte años. Y cuando apareció Internet, en cualquier momento. Me trataban muy bien. ¿Me servís otra caña, Mirta?

Mirta le sirvió y en su cara se dibujó una sonrisa.

-En este frasco -explicó Teo- hay veinte años de juventud. Si lo bebés, en un instante tendrás mi misma edad. Y toda una vida para que pasemos juntos. Ya sé, no me digas: ¿por qué no cuarenta años de juventud, por qué no rejuvenece­r cuarenta años? Según los científico­s de la Asociated Research, que son los que me facilitaro­n el mejunje, la mayoría de las personas, sean hombres o mujeres, prefieren volver a tener cuarenta antes que veinte. Yo incluido. Todavía están estudiando el fenómeno, pero la conclusión es indiscutib­le. Sólo debés cumplir un requisito para beber de mi frasco: casarte conmigo.

Mirta lo miró sin que se le desdibujar­a la sonrisa del rostro.

-Voy a ser abuela -dijo por fin-. Mi hija está a punto de parir. No concibo la idea de, repentinam­ente, aparecerme con apenas cinco años más que ella. Justo ahora. Sería como competirle la maternidad, en vez de ser abuela.

-Para nada -porfió Teo-. Podés ser una abuela joven. De hecho, en los papeles, yo tengo sesenta años. Podemos ser una pareja de abuelos jóvenes.

Mirta hizo que no con la cabeza.

-Perdón -habló-. Sé que atravesast­e el universo para venir a verme. Pero no.

-Las juventudes… - dijo Teo como si recordara algo-. Pensar que mi viaje interminab­le comenzó en el Festival de las Juventudes… No hay festival de las Vejeces, ni de las Adulteces. Se interrumpi­ó, como si su reflexión no lo llevara a ninguna parte; y agregó:

-Durante cuarenta años, Mirta, lo único que me mantenía atado a la Tierra era cantar tu nombre. Lo cantaba todas las mañanas al despertar, y al irme a dormir. Creo que si finalmente regresé a este mundo desdichado y hermoso, fue por vos.

Mirta hizo un gesto que, en la infinita variedad del cosmos, solo dos argentinos podían entender: el mate estaba lavado.

Teo se volvió a calzar el barbijo, como si un cowboy rechazado se hubiera puesto el sombrero. ¡Ni una vez la había tenido entre sus brazos! Entre ellos dos, la cuarentena sería eterna. Mirta, desde su balcón, lo miró alejarse por la vereda de la calle Nadiremo. Regresó al living. No tenía hijas, mucho menos una futura nieta. Teo no le había gustado nunca. Contra eso, no había nada que hacer. ■

Teo miró, como en la canción, debajo de la cama: no asomaba ningún par de zapatos.

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