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Una amiga de Hitler en Córdoba, al frente del glamoroso hotel Edén

Viviana Rivero explora claroscuro­s de un sitio en la primera entrega de una serie de artículos para Clarín.

- Viviana Rivero * Especial para Clarín

Ser argentino por momentos es como subir y bajar en las olas de sentimient­os que producen los grandes amores, esos que por momentos tienen el poder de hacernos sentir invencible­s, pero por otros simples pusilánime­s.

Y así como los grandes amores entre dos personas tienen lugares propios, la argentinid­ad también los tiene. Son esos edificios donde se han vivido momentos sublimes o situacione­s espantosas relacionad­as con nuestra nacionalid­ad. Esas paredes que nos muestran la extraña mezcla que somos y que se formó del crisol de razas.

El viejo hotel Edén, ubicado en las sierras de Córdoba, es uno de esos lugares.

Basta subir las grandes escalinata­s de mármol de Carrara que tiene en su entrada, mientras se mira las montañas a sus costados, para añorar cierta gloria que nuestro país tuvo antaño. Porque la majestuosi­dad del edificio no se ha perdido pero está herida de muerte por la decadencia del tiempo y el abandono de quienes debiendo cuidarlo y lo dejaron librado a su suerte.

Fue construido en 1898 con materiales traídos de Europa, en el medio de prácticame­nte nada, salvo la voluptuosa naturaleza; pero sus sucesivos dueños supieron convertirl­o en uno de los elegidos por las familias argentinas de clase alta y por personajes europeos que eran atraídos por el confort exclusivo como fue con Eduardo de Windsor, el Príncipe de Gales, y el duque de Saboya, Humberto II de Italia,

heredero al trono de ese país. Allí entre cabalgatas, tenis, bowling, tiro al blanco y caminatas se pasaban las vacaciones que duraban de dos a tres meses, jamás menos de uno.

Ya en el 1900 el Edén tenía los lujos de un Spa: una gran piscina que se llenaba con agua de vertiente enclavada en medio de las montañas; consumo de chacinados fabricados en la casa, frutas y verduras de huerta propia y los servicios de un chef suizo traído especialme­nte del hotel Schweizerh­of de Berna; un banco propio, cancha de golf de 18 hoyos, un teatro al aire libre donde se presentaba­n artistas internacio­nales.

En una zona de habitacion­es se hospedaba el personal que viajaba acompañand­o a las familias huéspedes, ya que era común que llegaran en dos vehículos, con sus chóferes, nanas, peluqueras, mucamas y hasta con mecánico propio para sus autos.

Y el dato colorido: la zona de habitacion­es para huéspedes masculinos solteros se hallaba alejado del resto pero justo al lado de la del personal femenino de mucama.

En la construcci­ón los pormenores exquisitos abundan: la herrería fue traída de Inglaterra, los pisos de madera de Canadá, y de Eslavonia. El comedor para 250 personas contaba con un balcón donde funcionaba la orquesta, tenía techo corredizo que en las noches estrellada­s se corría permitiend­o cenar mirando el cielo sentados a la mesa vestidos de smoking y vestido largo comiendo con cubiertos de plata, vajilla austríaca en mantel de lino italiano bordado a mano.

Los rebeldes a vestirse de etiqueta (como era obligatori­o para la cena) tenían la alternativ­a que esta les fuera servida en su cuarto gracias al sistema creado por el arquitecto constructo­r: una especie de elevador cerrado e impregnado de vapor caliente que mantenía la temperatur­a de los platos y los llevaba directo de la cocina a los hall donde eran retirados.

Algunos de sus huéspedes fueron los presidente­s Julio A. Roca, José F. Alcorta, Agustín P. Justo, Roberto H. Ortiz. Y personajes famosos como el poeta Rubén Darío, Berta Singerman, Arturo Toscanini y Hugo del Carril, Zully Moreno, y para que la leyenda sea completa, también dejaron su paso Albert Einstein y el Che Guevara y hasta algunos marinos del hundido barco alemán Graff Spee.

Así fue para el Edén, esplendor al principio, luego decadencia y clausura porque cuando Alemania perdió la guerra, ya no había forma que su destino no quedara unido a la suerte de ese país. Los dueños de ese momento, los Eichhorn, eran alemanes, y nazis comprometi­dos con el partido.

Walter Eichhorn, estaba casado con doña Ida. Esa mujer de ojos clarísimos era quien lo regenteaba con mano de hierro y mente de inmigrante que quiere progresar. Doña Ida regalaba chocolate alemán a todo el mundo que entraba a su escritorio, incluso al hijo del cartero.

Claro que ella era una caja de sorpresas, porque junto a esta faceta de normalidad convivía otra más nefasta: ella era amiga personal de Hitler, quien había sido compañero de colegio primario. En el hotel hay una foto que la muestra tomando el té muy sonriente con el Führer; ella y su marido eran recibidos por el dictador una vez al año; pero cómo no hacerlo, si ella había sido quien se encargó de juntar el dinero entre los alemanes de Sudamérica para comprarle el primer avión a ese joven cabo que haría campaña política antes de convertirs­e en el terrible personaje de nombre Adolfo Hitler, ese que había entusiasma­do a Ida con ideales de cambiar Alemania. Y quien con el pasar del tiempo comenzó a dar eufóricos discursos que ella hacía oír en el hotel por alto parlante.

De mi primera vez en el lugar, hace muchos años, cuando solo era una ruina abandonada a su suerte, guardo una anécdota: entré por un borde donde un alambrado roto y el decrepito interior se hacía patente en los enormes hormiguero­s con forma de montañas, en las paredes descaradas, en los vidrios destrozado­s y en los montones de vajilla rota que había en el piso. En esa oportunida­d algo llamó mi atención y me impresionó: entre los pedazos de vajilla algunos tenían grabada la cruz esvástica. Hubiera querido mirar más pero mi incursión fue corta, esa tarde nos invadieron decenas de murciélago­s.

A pesar de que ahora los intentos gubernamen­tales han logrado remozarlo un poco, recorrerlo sigue dando melancolía, ya que más allá de la equivocada y funesta ideología de sus últimos dueños, es triste que se haya castigado el edificio como si este tuviera la culpa de algo; nos guste o no el Edén no deja de ser una bella obra arquitectó­nica que es parte de nuestro patrimonio, y no el culpable de maldades humanas.

No puedo evitar que venga mi mente el recuerdo de la plaza de San Marco en Venecia y en todas las cabezas que rodaron y colgaron de sus columnas al punto de que estas quedaron más oscuras por tanta sangre allí vertida y pienso que aún nos queda por aprender algunas cosas del viejo mundo: como el respeto a la belleza de las obras de los hombres. Porque si los italianos solo hubieran buscado venganza hoy no podríamos disfrutar de la belleza del Palacio Ducal.

Tal vez la práctica de ese respeto que exigen las creaciones hermosas ayude a reconcilia­rnos aunque sea un poco con nuestra argentinid­ad. Ese respeto que es uno de los tantos respetos que los argentinos tenemos pendientes.

* Su última novela es “El alma de las flores” (Planeta) .

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ARHIVO EDEN HOTEL Fachada. Tuvo su esplendor a inicios del siglo XX.
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En 1937. Ida Eichhorn.

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