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El sable

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el rostro cerca del suyo, habían quedado impregnada­s en su memoria con la fragancia de la mujer. Era una mujer. Fue la primera vez que Gringo tuvo acceso real a esa palabra. Era un misterio que solo el alma conocía, y no se lo revelaba ni siquiera a la propia imaginació­n. El sable corvo lo fabricaría ella en su casa, con papel metalizado, un mango de plástico dorado; de regreso pasaba por un cotillón, que se mantenía abierto cuando había terminado el turno escolar.

El día del acto, la suplente no asistió. Había algo de trágicamen­te paradójico en la ausencia de una suplente: se suponía que las suplentes existían, precisamen­te, para reemplazar a los ausentes. La razón de ser de una suplente era no faltar. Pero faltó. No trajo el sable, ni el perfume. Tampoco Gringo fue San Martín.

La admiración de Gringo por San Martín creció con los años. El ideario sanmartini­ano, el cruce de los Andes, las decisiones cruciales que había debido tomar a lo largo de su vida, le resultaban ejemplares; no exageradam­ente, los fundamento­s de una nación. Cuando leyó en el diario la muerte de Latazián, no solo recordó aquel día de agosto sino que se preguntó, una vez más, qué había sido de aquella maestra suplente.

A partir de los 17 años, en las vísperas de la recuperaci­ón democrátic­a, Gringo había comenzado a especular con que la suplente hubiera sido secuestrad­a y asesinada en aquel mismo año 1977. Pero nunca lo confirmó. Gringo ya había pasado los 40 años cuando en un noticiero de la televisión, descubrió el nombre y el rostro, todavía atractivo, de su maestra suplente de sexto grado. La denominaba­n como “viuda negra”. Seducía hombres mayores, los dormía con un perfume, y les quitaba hasta el último centavo. Una de sus víctimas había muerto.

El transcurso del tiempo hacía cualquier cosa con el pasado: no había respuestas ni antídotos, como el propio misterio de la fragancia y las palabras. Por esos días, Gringo había comenzado un romance con una mujer de su edad, con un hijo en edad escolar, separada de un golpeador. El chico estaba en quinto grado y Gringo le prometió fabricarle el sable corvo de San Martín. Y fue a aquel cotillón, poco antes de que cerrara, un atardecer de agosto.

Mientras caminaba hacia la casa de su novia, reflexionó acerca de que la mayoría de los hombres, alguna vez, deben cruzar los Andes, buscar la libertad, defender la justicia, discretame­nte, en su ínfimo solar, entre las fragancias inexplicab­les del pasado y el enigma sin nombre del futuro. w

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