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Aquel chico que logró escapar del bombardeo

- Viviana Rivero * Especial para Clarín

Es inevitable, para bien o para mal el destino de la patria termina marcando el de las personas que viven en ella. Esa frase la escribí en mi novela La dama de noche y hoy mientras intento poner en palabras escritas lo vivido en la casa de Manolo Rosas, ese dicho se me antoja más real que nunca. Evoco la voz vivaz de ese hombre contándome cómo huyó con su familia de una España convulsion­ada por la Guerra Civil, y la idea de que nuestro destino y el de la tierra que habitamos se unen, se me hace clara.

Manolo a sus ochenta y tantos años mantiene sus recuerdos intactos. Sentada en el living de su casa, su relato por momentos me cautivó. Conocí a Manolo hace unos años cuando escribía una novela que transcurrí­a en España.

Este español mitad argentino entre otras cosas es un sobrevivie­nte del bombardeo que los franquista­s llevaron a cabo sobre los civiles que huían de Málaga cuando los soldados tomaron la ciudad; él se salvó en ese famoso ataque que se perpetró el 8 de febrero de 1937 donde murieron casi 4.000 personas.

La gente huyó sólo con lo puesto. Manolo caminaba por la carretera, escapando del ataque, tomado de la mano de su madre siendo un niñito. Recuerda que ella en medio de los fogonazos le decía “no mires alrededor”. Su hermano por tener solo meses había sido dejado con los abuelos. De Málaga habían partido con José Rosas, su padre, los tres, pero a estas alturas del caos causado, su padre se les había extraviado. La multitud que había empezado a correr gritaba, se desesperab­a y doña María de Rosas con voz firme seguía insistiend­o a su hijo: “No mires alrededor, sólo sigue adelante”. Sobre la ruta había sangre, piernas, brazos.

Manolo, en su living, conmociona­do ha recordado esto; me relató que su padre por ser republican­o estuvo 7 años en la cárcel y que él teniendo 10 años fue enviado por el gobierno hasta los 14 a estudiar a una escuela para niños de padres republican­os presos o muertos.

En nuestra charla él, emocionado, se ha refregado los ojos dos veces, una al contarme como en ese colegio de nombre Avemaría un cura, don Jesús Majón, los cuidaba para que los profesores no les pegaran ni los lastimaran. La otra emoción para Manolo ha venido al nombrar a su esposa, quien le recuerda con cariño qué remedio debe tomar ahora que está enfermo.

Cuando logró escapar a Francia teniendo 17 años, en París, aprendió que los billetes se guardan en una billetera y no en los bolsillos; ellos llegaban con la costumbre de meterlos hecho un bollo en los bolsillos.

Manolo me contó como huyeron a Lisboa, y de allí a París cuando Francia les dio asilo, luego pasó a Bolivia y por último a Argentina; ambos países, elegidos de una encicloped­ia por él y su familia. De un mapamundi que leyeron sentados en una piecita de París porque no sabían donde quedaban esas naciones.

Su relato del escape es un auténtico thriller donde los personajes huyen a medianoche con documentos falsos; historia que está toda metida en una valijita de color negro que, cuando llegué a su casa, fue lo primero que él me mostró y de donde extrajo pasaportes, permisos, y visas de todos los colores como prueba de los recorridos que tuvo que hacer hasta llegar a América, donde finalmente encontró su lugar. Algo que resulta paradójico porque así como

Manolo Rosas vive en el país, con las heridas de la Guerra Civil Española.

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